Quizá sea buen momento para recuperar el estudio y lectura de uno de los grandes clásicos de la literatura española, de un escritor en cuyas palabras se oyen resonar, como telón de fondo, las más hondas preocupaciones nacionales sobre el futuro del país, del pueblo. De todos los autores noventayochistas, fue Miguel de Unamuno (1864-1936) el más hondamente inquietado e incluso alarmado por los derroteros de aquella “España doliente” de fin de siglo, aquella España que se abocaba a una peligrosa disgregación en separados reinos de taifas y que, parecía, quería olvidar rápidamente su historia para asentar nuevas pero acaso frágiles bases que forjaran, también, un nuevo destino. Unamuno, junto al tempranamente desaparecido Ángel Ganivet, expresa como nadie los estertores de una nación que pujaba por (re)encontrar su identidad.
A la vez, y sobre todo, es Unamuno escritor de temas comunes, universales, “cordialmente necesarios”. El mismísimo Jorge Luis Borges dedicó al autor vasco, recién fallecido éste, un artículo intitulado “Inmortalidad de Unamuno”, en el que se refería a él como “el primer escritor de nuestro idioma”, e invitaba, como homenaje, a “seguir las ricas discusiones iniciadas por él” y a “desentrañar las secretas leyes de su alma”. El filósofo madrileño José Ortega y Gasset también dijo de él que, al cesar su voz, “temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Testimonios que dejan patente la importancia sobresaliente, en lo literario y en lo intelectual, del que fuera rector de la Universidad de Salamanca.
La colección “Biblioteca Áurea” de la editorial Cátedra ha publicado, en excelente y cuidadísima edición de Juan Antonio Garrido Ardila, un imprescindible volumen en el que se recoge la obra novelística completa de Unamuno. Algunas de sus más inolvidables historias (Paz en la guerra, San Manuel Bueno, mártir, Amor y pedagogía, Abel Sánchez, La tía Tula o Niebla) se entremezclan en esta biblia narrativa unamuniana con otras que, por diferentes razones, han calado menos profundamente en el público lector. Es el caso, por ejemplo, de la primera novela de Unamuno, a la que él mismo llamó su “benjamina”, Nuevo mundo (1896), que escribió y desarrolló a la vez que Paz en la guerra, aunque sus argumentos no tienen parecido alguno.
Resulta curioso que Nuevo mundo haya pasado tan desapercibida y haya sido tan escasamente comentada, si tenemos en cuenta su enjundia metafísica y biográfica, que en este caso aventaja al aspecto más novelístico o literario de esta temprana creación unamuniana. En ella es posible rastrear los temas existenciales que más inquietaban, e incluso asediaban, el alma de un todavía joven pero ya maduro Unamuno, antes de su gran crisis espiritual (y también física y psicológica) de 1897. Ese “nuevo mundo” que da título a la novela sirve de telón de fondo para anticipar al lector el despertar no sólo del protagonista de la historia, sino también y sobre todo de la de su autor. Como apunta muy acertadamente Garrido Ardila:
Esta novela contiene y explica la progresión filosófica de Unamuno: el viaje existencial desde el catolicismo de la infancia a la apostasía inspirada por el positivismo racionalista y el rechazo posterior de éste, lo cual explica y certifica que la crisis de 1897 se inicia ya, al menos, hacia finales de 1895.
En Nuevo mundo damos, por un lado, con algunas de las dudas más acuciantes y, por otro, con algunas de las sentencias más firmes de Unamuno, que incluso en sus relatos, novelas y poemas mantenía siempre un pie en la filosofía y otro en la literatura. Y es que, como él mismo denunció, un pensamiento que carezca de la “carne” de la acción, de la vida en su desarrollo, no es pensamiento, sino razón estéril y muerta. Su concepto de “razón trágica”, expuesto en su ensayo cumbre Del sentimiento trágico de la vida (1912), alude en parte al hecho de que nosotros, seres finitos con ansias irreprimibles de inmortalidad, hemos de bregar con nuestros semejantes en un escenario en el que lo por naturaleza efímero, nuestras acciones, no es capaz de alcanzar eternidad alguna. Una trágica desesperación que, sin embargo, nos procura el único heroísmo del que somos capaces: tomar nuestras acciones como algo definitivo y, en este sentido, estar a la altura de nuestra condición, tan racional como sintiente. Y es que, como escribe Unamuno, la memoria siempre acecha, aquella memoria de la que Pericles hizo su estandarte en su célebre discurso fúnebre:
De siglo en siglo y generación tras generación ha ido el espíritu del universo, recogido de todas sus infinitas lontananzas, depositándose en el fondo del espíritu del hombre, y así es que llevamos hoy heredada toda la creación en el alma. Nada de lo que percibimos se pierde, nada se olvida, y aun lo no percibido, lo que se nos entró sin darnos de ello cuenta, desciende todo a nuestros profundos abismos, a las últimas honduras (Nuevo Mundo).
Precisamente porque el sentimiento es más o igual de importante que nuestra vertiente racional, Unamuno se opuso con fuerza a la novela naturalista y abogó por la necesidad de acercarse al corazón de los personajes, al taller de los motivos: allí donde se articula el motor de nuestras acciones. Ahora bien, y es otro de los rasgos de la férrea antropología unamuniana que tan bien queda expresado en sus novelas: cada ser individual es inescrutable, indescifrable, y nunca las palabras, ni siquiera las más excelsas y brillantes, son capaces de transmitir cuanto acontece en nuestro interior: “Solo, solo, enteramente solo, solo hasta la muerte, siempre solo e impenetrable… siempre siendo yo, sin lograr ni un minuto ser otro”.
Cada cual representa en este universo tragicómico un papel en virtud del cual, como leemos en Niebla, “no hacemos más que mentir y darnos importancia”. Y de nuevo la potencia –manipuladora, embaucadora– del logos, del discurso: “La palabra se hizo para exagerar nuestras sensaciones e impresiones todas…, acaso para creerlas”. Aunque, también es cierto, sin la palabra y su poder —emancipador, revelador y capaz de proclamar la rebelión— ningún ser humano podría llegar a distinguirse de los otros ni, mucho menos, a defender lo que cree que le pertenece. En un giro muy nietzscheano, Unamuno proclama que “La autoridad es una mentira y el orden otra, porque cada cual es la verdadera autoridad de sí mismo y hay infinitos órdenes posibles, tantos como almas vivas”.
Es esta “vida de la propia vida”, este meollo del corazón humano, lo que Unamuno retrata en cada una de sus novelas, tan excelentemente presentadas y comentadas en esta edición enciclopédica de Cátedra, en la que su preparador, Juan Antonio Garrido Ardila, extrae todo el jugo posible de cada una de ellas, en una extensísima y muy completa introducción, aderezada con un aparato de notas que completa y culmina el libro, que, en expresión unamuniana, compone una “verdadera alma colectiva”.
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Autor: Miguel de Unamuno. Título: Novelas completas. Editorial: Cátedra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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