Mercedes Cebrián ha publicado un libro encantador, Cocido y violonchelo (Random House), donde quizá por una vez tenemos oportunidad de enfrentarnos a la alta cultura. O sea, a la música clásica. La autora desgrana recuerdos, erudición y anécdotas en torno a su instrumento de cuerda, y defiende también cierto periclitado concepto de esfuerzo. Y lo hace con un humor peculiar, distanciado y feliz. “¿Tocar el violonchelo es facha?”, llega a escribir.
—La idea del libro fue posterior al comienzo de las clases en 2018, pero ya tenía en mente desde hace mucho escribir “algo”, ya fuera una crónica o un ensayo, sobre mi relación y experiencia con la música clásica. Al empezar las clases de chelo yo no partía de cero, sino que llevaba muchos años yendo a clases de otros instrumentos (piano, clavecín…), y también de armonía y de otras asignaturas de conservatorio, o cantando en coros. Además, desde mi adolescencia tengo una especie de fijación que roza el fetichismo hacia los instrumentos de arco (violín, viola, chelo y contrabajo) por lo inalcanzable que me parecía poder tocar alguno y por su timbre, que me gusta particularmente, así que ya empecé las clases medio familiarizada con el instrumento, al que tenía muy idealizado. Después, al documentarme un poco más sobre su historia y sus intérpretes, he ido aprendiendo aspectos nuevos, por ejemplo respecto a la prohibición tácita para las mujeres de tocar el violonchelo en siglos pasados, ya que el instrumento hay que sujetarlo entre las piernas y eso no resultaba decoroso.
—Justo eso me ha gustado especialmente de tu libro, cómo se abre a multitud de asuntos realmente curiosos, desde el efecto de la práctica musical en las manos a tu pasado de niña estudiando piano…
—El libro es una especie de cuenta pendiente que yo tenía con la música clásica. Por mi interés (o más bien pasión) por este tipo de música, no solo como oyente sino como practicante desde niña, me he sentido un poco marciana entre la gente de mi generación en España. No voy a entrar en si es un problema o no que no haya una tradición fuerte de aprendizaje musical aquí (en verdad creo que lo es), pero yo he reparado en que bastante gente muy culta y cinéfila o amante del arte no tiene apenas conocimientos de música clásica ni mucha curiosidad al respecto, salvo por el hecho de acudir a algún concierto ocasionalmente. De algún modo quería transmitir la buena nueva con este libro (“dejad que la música entre en vuestras vidas y la mejore”: algo así), y antes de comenzar a escribirlo busqué lecturas de ese tipo, libros que tuvieran un vínculo con este que yo he escrito. En castellano no encontré apenas nada, y en inglés sí que había alguna crónica de adultos que aprendían a tocar instrumentos, pero no me sirvieron como inspiración. Vi entonces que era un libro que me tocaba escribir a mí. No quería que fuese un mero diario centrado en mi experiencia con el chelo porque como lectora yo misma me aburriría tras unas cuantas páginas. Estaba claro que el texto tenía que desplegarse y desarrollar meandros y afluentes, y ahí fui recopilando recuerdos y experiencias musicales (la vez que escuché tocar a Rostropovich en Madrid, los cursos de música barroca a los que asistí varios veranos en un pueblo aragonés, el coro con el que viajé a Polonia a cantar…).
—¿Y la comida, el cocido?
—El tema de la comida, que es también central en el libro, llegó a raíz de una anécdota que conecta la compra de mi chelo con un cocido que se cocinaba en casa del lutier que me lo vendió, y a partir de ahí establecí analogías entre la música clásica y su práctica y la cocina tradicional y sus recetas. Escribir sobre comida o generar alegorías relacionadas con lo alimenticio me resulta bastante natural (ojo, no me refiero a lo gastronómico o gourmet, sino a la práctica habitual de comer y cocinar, a los hábitos y tradiciones culinarios de todo tipo). Lo mismo ocurrió con el subtema de la cultura del esfuerzo, que me llevó a escribir de las gimnastas de la Unión Soviética y los países del Este.
—Uno puedo pensar que te costaría hacer que todo esto fuera interesante para el lector…
—Para mí una experiencia de lectura grata se tiene que parecer a la manera en que el flautista de Hamelin conseguía que los niños le siguieran: gracias al poder de su melodía (que en el caso literario equivaldría a la voz narrativa). Lo ideal es que la escritura me cautive hable de lo que hable y ese magnetismo me haga seguir leyendo. Eso he intentado hacer en este libro: que lo de menos sea la trama, que la voz te lleve donde quiera, a transitar por temas y situaciones que no esperabas. Ojalá lo haya conseguido.
—Lo de las niñas prodigio de violonchelo es muy jugoso, por ejemplo. No pones el nombre real de una de ellas, la más popular en Instagram. En todo caso, ¿por qué son niñas todos los prodigios de este instrumento? ¿O sólo te fijas en niñas?
—Lo de no poner el nombre real es para evitar cualquier lío que le complique las cosas a la editorial o a mí. Además, en Estados Unidos son aficionados a las disputas judiciales, a demandar a alguien o a una institución por razones insospechadas. Mi impresión es que esa niña está siendo promocionada tan profesionalmente como una estrella de la música pop, aunque su Instagram parezca engañosamente algo “casero” y espontáneo. En realidad, lo único que hago es comentar y analizar el material que cuelga su madre en internet y el personaje que va construyendo a través de lo que comparte. Creo que esa prudencia mía procede de las contradicciones de este mundo extraño en que lo privado y lo público se confunden. Las redes sociales son un juguete peligroso que aún no hemos aprendido a manejar bien, pero eso no es el tema central del libro. La verdad es que no había reparado en que me fijo con más interés en las niñas prodigio que en los niños. Probablemente porque trato de imaginar cómo habría sido mi infancia de haber sido yo un prodigio y de haber tenido unos padres tan centrados en sacarle jugo a mi potencial, a cuál de esas niñas me habría parecido, y si habría vivido a gusto en esa realidad o si por dentro sufriría por tanta presión. Por eso las miro a ellas más de cerca. Me parece además que los varoncitos prodigio reciben un tratamiento distinto en Instagram por parte de sus padres: se limitan a mostrarlos tocando brillantemente un instrumento; a las niñas, en cambio, les ponen a hacer y decir más monerías y hay más elaboración en su ropa y sus peinados… Un clásico que muestra que los cambios tan esperados sobre los roles de género que parecen ya en marcha aún están tardando un poco.
—Hablemos del esfuerzo. El miembro senior de una familia a la que entrevistas en el libro, en Bilbao, familia en la que tradicionalmente todos tocaban determinado instrumento, te dice que la costumbre se ha perdido porque «los niños de ahora no tienen disciplina».
—En lo que respecta al valor que le doy al esfuerzo sí me siento claramente parte de la vieja guardia. Creo que de cualquier actividad que se practique con cierta continuidad algo se obtendrá, aunque sea simplemente el logro de disciplinarse y ser constante. Por ejemplo, yo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense no creo haber adquirido ningún conocimiento teórico o práctico que me sirviera profesionalmente, pero sí aprendí cosas valiosas de otra índole que pueden parecer menores pero son esenciales, por ejemplo acabar lo que empiezas por tedioso que te resulte, y, sobre todo, darme cuenta de que allí era una hormiguita entre una gran masa de gente, que nadie iba a aplaudir mis logros (ni a reparar en ellos) y que era yo quien tenía que buscarme el modo de destacar o especializarme en algo. Eso es un gran aprendizaje que te pone en tu sitio. Al aprender a tocar el chelo o al estudiar idiomas, algo que llevo haciendo muchos años, vas asistiendo estupefacta a tu propio progreso. Esa experiencia me resulta tan sorprendente como la de ver crecer a una planta solo con regarla a menudo. A riesgo de resultar cursi diré que aprender cualquier cosa (idiomas, deportes, música…) me resulta un pequeño milagro, y por eso la labor de los profesores me resulta muy valiosa y los admiro mucho por esa capacidad que yo no tengo de inculcar en los demás un saber. En este libro he podido extenderme al respecto.
—Otra cosa que quería preguntarte es sobre escribir libros, directamente. Este libro hace ya dentro de los tuyos un número que no sería capaz de estimar, ¿el décimo? Recuerdo cuando éramos jóvenes y tu nuevo libro era el tercero (el tuyo, el mío, el de Elvira Navarro) y había como un sentido, un ensanchamiento curioso de la propia obra. Ahora, con nuestros 50 casi cumplidos o sin casi, nuestros libros, como de hecho los de Marías o los de Fresán, ya no me parecen un sistema ordenado de una obra, sino, si me apuras, «un libro más», cosa que a mí, como autor, me parece entre triste y redundante. ¡La pregunta! ¿Sientes esto? ¿Qué sientes con un nuevo libro, con éste? Sería horrible que me dijeras que es como si fuera el primero…
—También yo voy siguiendo algunas trayectorias ajenas y trato de ver qué supone cada libro en ellas… En mi caso lo que he ganado en este libro es libertad: para mí ya está todo el pescado vendido literariamente hablando. Ya he entrado en esa anodina mediana edad que dura tanto, así que hago un poco lo que quiero. No es que antes siguiera los dictados del mercado (de hecho, salté de la narrativa a la poesía), pero sí que pensaba que a lo mejor en unos años escribiría “esa novela” de madurez. Ahora no persigo esa meta, y en cambio intento escribir libros que me gustaría haber leído. Un ejemplo es mi crónica-ensayo sobre Verano azul: ya que nadie había escrito algo así sobre la serie, me parecía que me tocaba a mí hacerlo (creo que dijiste algo parecido en relación con tu ensayo sobre lo cutre, ¿puede ser?). Lo siguiente que tengo en marcha será no ficción también, y probablemente vuelva a escribir poesía. Para mí esa decisión de tocar géneros distintos no es ir como vaca sin cencerro, como le decía Chus Lampreave a Marisa Paredes en La flor de mi secreto; es más bien hacer de flâneur (o flâneuse) literaria: ir callejeando por aquí y por allá descubriendo cosas insospechadas. No puedo decir que me deba a mis lectores porque en este momento no sé quiénes podrían ser esos lectores.
—Como es obvio, me ha llamado la atención el panorama de estatus social que dibujas, así sea por pequeños apuntes, en este libro. Las clases de piano, ir a conciertos de música clásica, cursos de inglés los veranos en Inglaterra, el coro por Polonia… ¿Te ha costado particularmente hablar de estos asuntos, de estas marcas de «estatus»?
—Cuando empezaba a escribir, hace unos 25 años ya, leí una entrevista con David Foster Wallace en la que él decía que sus alumnos de escritura creativa se quejaban de sus vidas de clase media, sin vivencias dramáticas o extraordinarias que les sirvieran como material literario. Él los animaba a escribir precisamente sobre esas vidas supuestamente poco interesantes. Eso me sirvió como guía desde el principio, porque yo tampoco había conocido una realidad ni muy dramática ni muy extrema en ningún sentido, o eso creía en ese momento. Yo era una pequeñoburguesa y punto. Más adelante fui leyendo y conociendo a escritores latinoamericanos y vi que algunos, ya desde jóvenes, habían vivido o visto de cerca realidades sociales mucho más difíciles y diversas que la mía. ¿Qué hacer ante eso? Una opción es dejar de escribir por pensar que lo que yo puedo ofrecer es una realidad blandengue y descafeinada, “primermundista”, como se suele decir ahora, y la otra es sacarle partido a lo que una más o menos sabe, es decir, emplear un material —personajes, ambientes, situaciones— que se conoce de primera mano y sobre el que se ha reflexionado largo y tendido, no solo literaria sino vitalmente. Creo que, además, el resultado es mucho mejor. Con esto no condeno la literatura que imagina mundos o periodos históricos que el escritor desconoce, pero en mi caso prefiero hablar de lo que he mirado previamente.
—Otra cosa, hablando de pudor, ¿y tu retrato o dibujo en portada?
—Me acuerdo de algo más extremo todavía: cuando en los primeros libros de Caballo de Troya Constantino Bértolo ni siquiera incluía una breve biografía de los autores, como dejando que el texto hablase por sí solo. Después en sucesivos libros del sello hubo que añadir sus biografías y también una camisa vistosa que cubriera esas portadas minimalistas estilo Gallimard. Parece que España no estaba preparada para esa estética escueta ni esa falta de información biográfica… Lo de aparecer yo en la cubierta de Cocido y violonchelo surgió cuando ya se estaba trabajando una propuesta de portada en la que salían otras mujeres: en la editorial sugirieron que podía aparecer directamente yo en versión ilustrada en lugar de ellas. A mí me hizo gracia: puede resultar narcisista pero también tiene algo un poco grotesco, como de monologuista literaria. Como a mí construirme un personaje y coquetear con la comedia me resulta más o menos natural, accedí. Quizá hace diez años no habría aceptado, por pudor o inseguridad. La mediana edad me ha ayudado a no temer el posible ridículo.
—Por último, te digo que he echado un ojo alguna vez a tu cuenta de Instagram y me parece muy original, muy expresiva, con todas esas fotos de curiosidades populares, espacios, rinconcitos… En el propio libro tiene su protagonismo Instagram, de hecho. ¿Qué lugar dirías que ocupa en tu vida, en tu obra, esta red social en concreto?
—El uso que yo a esta edad mía provecta le doy a Instagram es el que le daba hace décadas a la televisión. Hace ya bastantes años que dejé de verla (no cuento las plataformas de series, me refiero a que hace mucho que no consumo entretenimiento televisivo ligero) y se me ocurre que un sustituto o sucedáneo pueda ser Instagram. Entiendo que hay un Instagram a la carta para cada persona, y por eso estoy muy alejada de esa toxicidad a la que se expone la gente más joven siguiendo a influencers. Yo vivo en otra realidad (sería muy lamentable a mi edad estar pendiente de los influencers, ¿no?) y elijo cuentas de ilustradores, de músicos y algunas literarias, pero pocas. Y también dos o tres de humor absurdo y de cachorros de perros lanudos, que me hacen bien al espíritu. La verdad es que descubro rarezas en Instagram, y hasta aprendo técnica de violonchelo o a pintar con acuarela. Y a mí en el mío me gusta sacar a la luz curiosidades sobre ciudades, aspectos de la cotidianidad urbana en los que no siempre reparamos y que pueden estar en peligro de extinción. En ese caso diría que mi Instagram tiene una misión costumbrista y un poco sociológica, en la medida de sus modestas posibilidades. Instagram es como un cuchillo: puede servir para cortar jamón del bueno en finas lonchas o para autolesionarse…
Yo soy de los de cuchara.
https://youtu.be/FenMX_cGDvc
La nota, a la del chelo, dice:
«You are simply beautiful in so many ways!». Por ahí quería empezar mi canon.