Mercedes Monmany escribe literatura sin fronteras. Varios lustros avalan a la ensayista, que ahora vuelve a acercarnos a una literatura que durante años se consideró de segunda, la centroeuropea. Fruto de ese empeño personal de poner los ojos donde los demás no miran, Mercedes ha publicado varios títulos que rescatan del olvido y homenajean a los escritores más reputados de la Europa central.
Nos reunimos con la crítica literaria en una soleada mañana de febrero. Nos vemos en la taberna Castizo para hablar sobre su nueva obra, Del Drina al Vístula (editada por Báltica), para profundizar en grandes lecturas centroeuropeas, ahondar en el motivo que ha llevado a esta escritora barcelonesa a explorar en centro y este de Europa en un intento, casi arqueológico, de dar brillo a lo que nuestros ojos no ven.
Comenzamos.
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—¿Cómo surgió la idea de este título?
—Como lectora frecuente y crítica literaria siempre me he encontrado gente que me dice “recomiéndame algo”. La gente espera que se le recomiende algo que lea todo el mundo, algo de la lista de éxitos. Como me gusta mucho el mundo de la divulgación, esta es mi munición, acercar autores de esas zonas de Europa que en determinado momento han estado alejadas por las circunstancias políticas (como el Telón de Acero) y por ello tardaron en ser hermanos europeos normalizados. Cuando cayó el Muro se abrieron las compuertas y muchos autores que se habían ido traduciendo de manera esporádica y muchas veces a través de terceras traducciones fueron llegando, gracias también a una nueva generación de traductores y de editoriales que les apoyaban casi de forma primordial en su catálogo. Este fue el origen: autores que a través de premios como el Príncipe de Asturias (Adam Zagajewski) o el Nobel (Olga Tokarczuk, a quien presenté en Madrid cuando vino por primera vez). Si no es por estas ocasiones tan puntuales, hay grandísimos autores que se escapan. Además, se le suma mi circunstancia particular de que parte de mi familia es francesa y yo siempre que iba a Francia me traía libros de escritores que aún no habían sido traducidos en España.
—¿Por qué le atraen estos escritores?
—Me gusta mucho la literatura de las periferias, pero no necesariamente novela, sino diarios, memorias… Aparte de Tokarczuk hay un grupo de mujeres que me entusiasma: la húngara Magda Szabó, que es un mito en Hungría y que tiene una obra preciosa, La puerta; Ida Fink, sobreviviente del Holocausto que tras la guerra va a vivir a Israel pero sigue escribiendo en polaco (para mí es como Chéjov en femenino); Tatiana Țîbuleac ha sido también un gran descubrimiento; Gabriela Adamesteanu, impresionante escritora rumana de 80 años que ha publicado cinco novelas en Gallimard y que es experta en el microdetallismo de la vida cotidiana… Cada una de ellas es admirable en su estilo. Ya si hablamos de la gran cantidad de autores que nos han llegado a través de un solo libro, hablaría de Szilárd Borbély, un poeta muy reconocido que se convirtió en best seller mundial con una sola obra (unas memorias enmascaradas de su niñez) aunque se suicidó antes de conocer este éxito. En un libro anterior, dedicado al exilio, hablo de muchos otros autores, como el rumano Norman Manea. Son autores que conservan la lengua. Este es un gran reto: seguir escribiendo en una pequeña lengua europea a pesar de vivir en lugares como Estados Unidos. Esto también le pasó a Sándor Márai (del que también hablo en mi libro sobre el exilio): decidió seguir escribiendo en húngaro en la geografía gigantesca e incontrolable de Estados Unidos. Se suicidó solo, ciego, aislado, un mes antes de la caída del Muro. Nunca quiso volver a su país si seguía existiendo la dictadura comunista. He intentado hablar de ellos literariamente, pero también de sus circunstancias históricas, del país en general. Con las obras de Adam Zagajewski (que eran un diario fragmentado, unas memorias) he aprendido mucho de la vida cotidiana: esa sensación plúmbea, ese tono gris que tenían estas vidas sometidas a lo que hoy día se quiere resucitar por parte de Putin, aunque nos parezca imposible. Me acuerdo de una escena: estábamos en Cracovia, en un restaurante con Zagajewski y su esposa, y nos trajeron una carta muy larga. Dije: “Adam, esto es imposible, hay muchos platos”. Él sonrió y me contestó: “Mercedes, imagínate cómo eran las cartas de los restaurantes durante el comunismo”. Claro, no había empresa privada, eran restaurantes estatales. En uno de mis primeros viajes que hice con Jaume Vallcorba, editor de Acantilado, estábamos en Varsovia y había restaurantes preciosos, con decoración vegetal, llena de flores, con una sensación de estar en zonas urbanas en medio del campo, y pensé cómo sería la decoración triste cuando nada te impulsa, cuando nada te ilusiona.
—Lleva toda la vida documentándose para este libro. ¿Cómo ha sido ese proceso?
—Soy muy europeísta, y siempre está detrás la curiosidad, siempre digo que desde mis tiempos de universidad, desde los 17 años que mi abuela francesa me suscribió a un magacín literario (la revista europea más cosmopolita), gracias a la que teníamos noticia de tantísimos escritores, de tantísimas literaturas, de tantos países… ¡es la curiosidad! Siempre digo que para los lectores, tengan la edad que tengan, no hay mayor impulso que la curiosidad. Es como un sistema de muñecas rusas: unos autores te llevan a otros. Cuando me preguntan por mi interés por la Europa central, creo que empecé con el Imperio Austrohúngaro: mis queridos Joseph Roth, Stefan Zweig (que empecé a leer con 13 años y que era para mí el mejor escritor del mundo). Mi padre era magistrado y leía puntualmente. Tenía de un lado a Galdós y de otro a Zweig y Julien Green. Me lancé directamente a la Viena de Zweig. Conocer el imperio a través de sus obras, ese es mi comienzo: conocer un imperio que se había construido de forma humana, no como otros que se han construido de manera inhumana. El imperio de los Habsburgo se podía clasificar como un imperio ingenuamente aglutinador, había un empeño cultural, humanista. Una vez que te has adentrado en el imperio empiezas a leer la periferia. Cuando el imperio cae, empieza el terror (Roth lo describe como el inicio de un gran pogromo). Eso es lo que ocurre en Europa. Yo quería reivindicar el tremendo sufrimiento que han tenido estos países que después de quitarse de encima a los nazis tienen el sometimiento soviético. No descansan de tiranías. De acuerdo que nosotros tuvimos nuestra guerra civil, la Segunda Guerra Mundial en Francia, países ocupados, dictadura de Mussolini… pero en algún momento llega la democracia, la gente puede volver a vivir, puede respirar. Imaginemos que no, que no hay interrupción, que unos tiranos sustituyen a otros. De esto hablaba Czesław Miłosz, el premio Nobel.
—Ha dicho que ha dejado algunos autores fuera del libro. ¿Quién le ha dolido especialmente que no tuviera aquí su espacio?
—He dejado algunos que había integrado en mi libro Sin tiempo para el adiós (Márai, Norman Manea, Gombrowicz). El principal —de quien solo introduzco una cita muy significativa de su libro Mi Europa— es Czesław Miłosz, de quien he hablado muchísimo en ABC y he citado siempre que he podido. Hay premios Nobel que sí se han leído mucho más que Miłosz o Wisława Szymborska, que quizá son más accesibles, tienen la ironía, el humor, conectan más con los lectores… En el caso de Miłosz y del poeta Zbigniew Herbert (que sí incluyo) son autores más intelectuales, más filosóficos y quizá conectan con ellos un grupo más reducido de especialistas.
—Si este libro lo hubiera escrito otro escritor y uno de los capítulos fuera “Mercedes Monmany”, ¿de qué hablaría?
—Soy una lectora que nunca ha perdido la curiosidad. Tenía dos áreas que me interesaban con doce años: leer libros (sobre todo novelas) y el cine. Tenía una agenda donde apuntaba todas las películas que iba viendo, un diario cinematográfico. Veía cuatro películas al día a los catorce años, cuando había programaciones dobles. Me tuve que decidir. Entonces no había o había pocas mujeres que fueran críticos cinematográficos. Recuerdo que mi primer escrito, que algún día localizaré en una hemeroteca, fue una carta a Fotogramas, a Mr. Belvedere, sobre una película que había visto. Empecé a escribir pronto en La Vanguardia, con Robert Saladrigas, en el diario Informaciones (dirigido por Pablo Corbalán). Tenía 20 o 21 años, y ya no paré. He tenido otras ocupaciones cotidianas, alimentarias. No se podía vivir, no se puede vivir, de la crítica. Pero siempre lo hice de manera paralela, muy entusiasta. No tengo imaginación novelesca y me gusta escribir ensayos literarios. Ahora estoy con otro.
—¿Qué libro le recomendaría a Putin?
—Para dulcificarlo, Proust, En busca del tiempo perdido. No sería el mismo, imagino, después de leer a Proust, o después de leer los ensayos de Montaigne, que es la base humanística de Europa (Erasmo de Rotterdam y Montaigne). Después de eso no creo que fuera un tirano. Lo malo es que no pasaría de la primera página. Es muy difícil. Se puede intentar moldear, dulcificar, la mente de un niño o un adolescente, pero de una persona tan formada…
—Uno de sus grandes temas es el siglo XX, que ha tratado en Sin tiempo para el adiós y Por las fronteras de Europa. ¿Qué dificultades cree que hay en escribir sobre nuestro ayer?
—Investigación, no nos engañemos, lecturas, conexiones… Ese es el método de trabajo. Desconfío de la gran cantidad de ensayos de moda escritos en quince días. Me atraen temas con interés humano, no solo cultural, que estos temas históricos tengan una lectura de presente, que nos transmitan unas ideas, unos valores que haya que salvaguardar en momentos como los nuestros. Me gusta escribir ensayos históricos que tengan una lectura actual.
—¿Cuáles son sus próximos proyectos literarios?
—Hay un proyecto que no puedo contar al detalle. Voy a volver al tema de la Segunda Guerra Mundial, y me interesa el sacrificio de los jóvenes, para que no se olvide. Ahora mismo la gente joven tiene todo, nada le está vedado. Pensemos que hay gente joven que se sacrificó por nosotros. Niños fusilados a los veinte años. Ellos estaban hablándole al futuro, construyendo lo mejor de Europa. Esto me interesa mucho. El sacrificio es una noción bastante religiosa, mística, pero existe. Las personas que pensaron en el futuro, que no querían determinado tipo de sociedad, que llegaron a ese extremo
—¿Cuál sería su asignatura pendiente?
—Durante mucho tiempo dije: “Cuando me haga mayor me gustaría estudiar la carrera de Historia”. Luego pienso: “¡Si estoy documentándome continuamente!”. Estudié Ciencias de la Información y Filología Francesa (que no acabé), y siempre me quedé con la ilusión de hacer una carrera formal. No sé si tendré tiempo. Me apasiona la Historia.
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