Originalmente publicado como una serie de artículos periodísticos para el Metropolitan Magazine, México insurgente es la crónica de la Revolución mexicana, escrita por John Reed (Portland, 1887 – Moscú 1920). Un libro con el que Reed alcanzó la celebridad y dejó un testimonio inolvidable sobre la primera gran revolución del siglo XX: la de los peones y los campesinos de México que, capitaneados por hombres tan carismáticos como Pancho Villa y Emiliano Zapata, logró encender la esperanza de todo un continente.
Zenda publica unas páginas de México insurgente (edit. Capitán Swing) en un bello volumen ilustrado por Alberto Gamón.
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UNA CONFESIÓN PRELIMINAR
Querido Copey:
Solo puedo sumarme a lo que tantos escritores te han dicho ya: que escucharte es aprender a ver la belleza escondida del mundo visible y que ser amigo tuyo equivale a intentar ser honesto intelectualmente.
Así pues, te dedico este libro sabiendo que tomarás como tuyas las partes que te gusten y me disculparás por el resto.
Tu viejo amigo,
JACK
Nueva York, 3 de julio de 1914
EN LA FRONTERA
Abandonada Chihuahua, el ejército federal de Mercado permaneció tres meses en Ojinaga, a orillas del río Bravo, tras su espectacular y terrible retirada a través de seiscientos cincuenta kilómetros de desierto.
En Presidio, en el lado estadounidense del río, se podía trepar al tejado de barro alisado de la oficina de correos. Desde allí, tras un kilómetros y medio de bajos matorrales que crecían en la arena, se divisaba el río poco profundo y amarillento y, más allá, la pequeña meseta donde se encontraba el pueblo, claramente recortado en un desierto abrasador, rodeado de montañas peladas e inhóspitas.
Se podían ver las casas de adobe de Ojinaga, cuadradas y grises, y algunas cúpulas orientales de viejas iglesias españolas. Era una tierra tan desolada y desprovista de árboles que uno esperaba ver minaretes. Durante el día, los soldados federales vestidos con andrajosos uniformes blancos pululaban por allí cavando trincheras sin orden ni concierto, pues se rumoreaba que Villa y sus victoriosos constitucionalistas venían de camino. El sol producía súbitos destellos al reflejarse en los fusiles y espesas nubes de humo se elevaban en línea recta hacia el cielo.
Al atardecer, cuando el sol caía como la llamarada de un alto horno, pasaban patrullas a caballo en dirección a las avanzadillas nocturnas, perfilándose claramente sobre el horizonte. Al caer la noche ardían misteriosas hogueras en el pueblo.
Había tres mil quinientos hombres en Ojinaga. Eso era todo lo que quedaba del ejército de diez mil hombres comandado por Mercado y de los cinco mil que Pascual Orozco había llevado al norte como refuerzo desde Ciudad de México. De esos tres mil quinientos, cuarenta y cinco eran comandantes, veintiuno coroneles y once generales.
Yo quería entrevistar al general Mercado, pero como un periódico había publicado algo que había molestado al general Salazar, este había prohibido la presencia de reporteros en la ciudad. Envié una respetuosa petición al general Mercado, pero la nota fue interceptada por el general Orozco, que la devolvió con la siguiente respuesta:
Estimado señor:
Si pone los pies en Ojinaga, le llevaré contra un muro y con mi propia mano tendré el gusto de coserle la espalda a balazos.
A pesar de todo aquello, vadeé el río y me dirigí al pueblo. Por suerte no me encontré con el general Orozco. Nadie pareció oponerse a que yo entrara. Todos los centinelas que vi estaban durmiendo la siesta a la sombra de los muros de adobe. Enseguida me topé con un amable oficial llamado Hernández, a quien le expliqué mi intención de ver al general Mercado.
Sin preguntarme quién era yo, frunció el ceño, cruzó los brazos y me soltó:
—¡Soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco y no voy a llevarle hasta el general Mercado!
No dije nada. Pasados unos minutos, me explicó lo siguiente:
—¡El general Orozco odia al general Mercado! No se digna a ir al cuartel del general Mercado y el general Mercado no se atreve a ir al cuartel del general Orozco. Es un cobarde. Huyó de Tierra Blanca y luego escapó de Chihuahua.
—¿Qué otros generales no le gustan? —pregunté.
Se contuvo y, tras echarme una mirada enojada, sonrió irónicamente:
—¿Quién sabe?
Finalmente vi al general Mercado, un hombre rechoncho, de baja estatura, preocupado e indeciso, que, quejoso y fanfarrón, me contó una larga historia acerca de cómo el ejército de Estados Unidos había cruzado el río y ayudado a Villa a ganar la batalla de Tierra Blanca.
Las blancas y polvorientas calles del pueblo, donde se amontonaban el polvo y el forraje, la vieja iglesia sin ventanas, con sus tres enormes campanas españolas que colgaban de un madero exterior y una nube de incienso azul que salía de la negra puerta, donde las mujeres acampadas que seguían al ejército rezaban día y noche por la victoria. Todo aquello yacía bajo el sol sofocante y abrasador. Cinco veces se había perdido y tomado Ojinaga. Apenas quedaban casas con tejados, y los muros estaban perforados por balas de cañón. En estos cuartos desnudos y arrasados vivían los soldados, junto con sus mujeres, caballos, pollos y cerdos, capturados en incursiones por los alrededores. Había rifles amontonados en las esquinas y sacos de arena apilados sobre el polvo. Los soldados iban vestidos con harapos y casi ninguno llevaba el uniforme completo. Acuclillados en torno a pequeñas hogueras delante de sus puertas, hervían mazorcas de maíz y carne seca. Estaban casi muertos de hambre.
Por la calle mayor pasaba una procesión ininterrumpida de gente enferma, agotada o famélica, a quien el miedo a la cercanía de los rebeldes empujaba a salir de sus casas y emprender un viaje de ocho días por el desierto más terrible del mundo. Un centenar de soldados federales los paraba en la calle para robarles lo que se les antojara. Luego cruzaban el río, y en el lado estadounidense tenían que sufrir el calvario de las aduanas norteamericanas, los agentes de inmigración y de la patrulla militar fronteriza, que los registraban en busca de armas.
Centenares de refugiados atravesaban el río, algunos a caballo al frente del ganado, otros en carros o a pie. Los agentes no eran muy amables.
—¡Bájese del carro! —gritó uno a una mujer mexicana con un fardo en los brazos.
—Pero, señor, ¿por qué…? —balbució ella.
—¡Que se baje o la bajo! —gritó él.
Cacheaban de forma innecesariamente brutal y meticulosa a los hombres, y también a las mujeres.
Estando yo allí, una mujer vadeó el río con la falda despreocupadamente levantada hasta los muslos. Vestía un mantón voluminoso y abultado por delante, como si llevara algo.
—¡Eh, usted! —gritó un aduanero—. ¿Qué lleva debajo del manto?
Ella se abrió la pechera y contestó tranquilamente:
—No lo sé, señor. Puede ser una niña, o quizá un niño.
Eran días de gloria para Presidio, un pueblo perdido e indescriptiblemente desolado de unas quince casas de adobe, esparcidas sin orden ni concierto por la arena profunda y los arbustos de álamo a la orilla del río. El viejo Kleinmann, el tendero alemán, hacía una fortuna diaria equipando a los refugiados y aprovisionando al ejército federal al otro lado del río. Tenía tres bellas hijas adolescentes, a las que guardaba bajo llave en el desván de su tienda, porque un enjambre de lujuriosos mexicanos y ardientes vaqueros las acechaba como perros, atraídos desde muchos kilómetros de distancia por la fama de estas damiselas. Kleinmann pasaba la mitad del tiempo trabajando a destajo en la tienda, desnudo de cintura para arriba, y la otra mitad corriendo de un lado para otro con una gran pistola amarrada a la cintura, espantando a los pretendientes.
A cualquier hora del día y de la noche, pandillas de soldados federales desarmados procedentes del otro lado del río abarrotaban la tienda y la sala de billar. Entre ellos circulaban hombres sombríos y amenazantes con aires de grandeza, agentes secretos de los rebeldes y los federales. Alrededor, en la maleza, acampaban cientos de refugiados empobrecidos, y de noche uno no podía doblar la esquina sin toparse con una conjura o contraconjura. Había rangers texanos y soldados estadounidenses, y agentes de las compañías norteamericanas que intentaban transmitir instrucciones secretas a sus empleados en el interior.
Un tal MacKenzie caminaba de un lado a otro de la oficina de correos, lleno de ira. Al parecer tenía unas cartas importantes para las minas de la Compañía Estadounidense de Fundiciones y Refinerías de Santa Eulalia.
—¡El bueno de Mercado insiste en abrir y leer todas las cartas que pasan por sus líneas! —gritaba indignado.
—¿Pero las dejará pasar, no? —dije.
—Por supuesto —respondió—. Pero ¿cree usted que la Compañía Estadounidense de Fundiciones y Refinerías va a aceptar que un maldito cuate abra y lea sus cartas? ¡Es un ultraje que una compañía estadounidense no pueda mandar una carta privada a sus empleados! Si esto no acarrea la intervención —remató con tono misterioso—, ¡no sé qué lo hará!
Había toda clase de viajantes de compañías de armas y municiones, contrabandistas y estraperlistas; también un hombre pequeño y peleón, viajante de una empresa de retratos, que hacía ampliaciones al pastel de fotografías a cinco pesos la pieza. Corría de aquí para allá entre los mexicanos y recibía miles de encargos de fotografías, que había que pagar en el momento de la entrega y que, naturalmente, nunca podían entregarse. Era su primera experiencia con mexicanos y estaba muy satisfecho por los cientos de pedidos que había recibido. Hay que aclarar que un mexicano encarga rápidamente un retrato, un piano o un automóvil mientras no tenga que pagarlo, porque eso le da una sensación de riqueza.
El pequeño viajante de ampliaciones al pastel hizo un comentario sobre la Revolución mexicana. Dijo que el general Huerta debía de ser un gran hombre, ¡pues él tenía entendido que estaba lejanamente emparentado por el lado materno con la ilustre familia Carey, de Virginia!
La orilla estadounidense del río era patrullada dos veces al día por pequeñas divisiones de caballería, imitadas escrupulosamente por compañías de jinetes en el lado mexicano. Ambos bandos se observaban atentamente a través de la frontera. De vez en cuando un mexicano, incapaz de controlar su nerviosismo, disparaba un tiro a los estadounidenses, lo que desencadenaba una pequeña batalla, mientras los dos bandos se dispersaban por los matorrales. Un poco más allá de Presidio se hallaban estacionadas dos tropas de la Novena División de la Caballería Negra. Un soldado de color que daba de beber a su caballo a la orilla del río fue increpado desde la otra orilla por un mexicano que hablaba inglés:
—¡Eh, negro! —gritó, burlón—. ¿Cuándo van a cruzar la frontera tus malditos gringos?
—¡Chile! —respondió el negro—. ¡No vamos a cruzar la frontera! ¡Vamos a levantarla y llevarla hasta el canal de Panamá!
A veces un refugiado rico, con una buena cantidad de oro cosida a la silla de montar, cruzaba el río sin que los federales se dieran cuenta. Había seis automóviles grandes y potentes esperando a esas víctimas. Les cobraban cien dólares en oro por llevarlos al ferrocarril. De camino, en algún lugar de los desolados yermos al sur de Marfa, unos hombres enmascarados con toda probabilidad los asaltarían y les quitarían todo lo que llevaban encima.
En esas ocasiones, el sheriff del condado de Presidio irrumpía en el pueblo a lomos de un pequeño caballo pinto, una figura fiel a la mejor tradición de La chica del dorado Oeste. Había leído todas las novelas de Owen Wister y sabía qué aspecto debía tener un sheriff del Oeste: dos revólveres a la cintura, una funda de fusil bajo el brazo, un gran cuchillo en la bota izquierda y un enorme rifle sobre la silla de montar. Su conversación estaba salpicada de los más terribles juramentos, y nunca pillaba a ningún delincuente. Se pasaba todo el tiempo haciendo respetar la prohibición de llevar armas en el condado de Presidio y jugando al póker. Por la noche, acabada su jornada, se le podía ver jugando tranquilamente una partida en la trastienda del local de Kleinmann.
La guerra y los rumores de guerra tenían a Presidio en un frenesí. Todos sabíamos que tarde o temprano el ejército constitucionalista llegaría desde Chihuahua y atacaría Ojinaga. De hecho, los generales federales en bloque ya habían abordado al comandante en jefe de la patrulla fronteriza para que preparara la retirada de Ojinaga del ejército federal en tales circunstancias. Decían que cuando los rebeldes atacaran, intentarían resistir por un tiempo respetable, pongamos que dos horas, y que luego les gustaría tener permiso para cruzar el río.
Sabíamos que a unos cuarenta kilómetros al sur, en el Paso de la Mula, quinientos voluntarios rebeldes vigilaban el único camino desde Ojinaga a través de las montañas. Cierto día un correo se coló por las líneas federales y cruzó el río con noticias importantes. Dijo que la banda militar del ejército federal marchaba por la zona ensayando su música, cuando fue capturada por los constitucionalistas, que tuvieron a los rehenes de pie en la plaza del mercado apuntándoles a la cabeza para que tocaran durante doce horas seguidas. «De esta manera —continuaba el mensaje—, las penurias de la vida en el desierto se aliviaron un poco». Nunca supimos qué hacía la banda ensayando a solas en el desierto, a treinta y cinco kilómetros de Ojinaga.
Los federales se quedaron otro mes en Ojinaga, y Presidio prosperó. Entonces apareció Villa sobre una loma del desierto, al frente de su ejército. Los federales resistieron un tiempo respetable —dos horas o, para ser exactos, hasta que el propio Villa, al frente de una batería, avanzó directamente hasta los cañones de los rifles— y a continuación se lanzaron en tropel a cruzar el río. Los soldados estadounidenses los llevaron a un amplio corral y más tarde los encerraron en un cercado con alambradas en Fort Bliss (Texas).
Pero para entonces yo ya estaba en México, cabalgando por el desierto con un centenar de andrajosos soldados constitucionalistas, rumbo al frente.
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Autor: John Reed. Ilustrador: Alberto Gamón. Traductor: Íñigo Jáuregui. Título: México insurgente. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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