Trato de recuperar, con gran felicidad, aquellos días de las clases del profesor, poeta, Carlos Bousoño, en la Real Academia Española, en Madrid. Recuerdo con qué alegría iba yo a estas clases todas las semanas, cómo caminaba por el paseo del Prado, en plena primavera, año 2000, al encuentro del maestro, al encuentro de la poesía, de la literatura.
Me interesaban mucho las clases de Bousoño. De hecho se separaban un poco de mi programa y de mi objetivo, aunque sólo en principio. A mí me deberían interesar las asignaturas de narrativa, como la de novela de posguerra, de Santos Sanz Villanueva —que sí di, y me encantó también—, pues mi tesis estudiaba un corpus de novelas, fundamentalmente las novelas de Umbral. Pero me apetecía demasiado tener como profesor a Bousoño, y además en la Real Academia. Me parecía un lujo y un privilegio, y sigo pensando lo mismo.
Pero además luego el tiempo y la experiencia me han enseñado que acerté, porque Umbral era, digamos, un poeta en prosa, y detrás de toda su obra, en los más diferentes géneros, había un poeta.
Carlos Bousoño nos iba a enseñar un curso titulado algo así como «Poesía contemporánea española», pero luego nos dio lo que quiso darnos, lo que supongo que le apetecía darnos, o lo que le salía con naturalidad, de dentro: Juan Ramón Jiménez. Aquello fue un curso sobre Juan Ramón Jiménez. Y si me lo permite mi querido lector diré que fue una gozada.
No había tarimas, no había mesas. Todos estábamos sentados más o menos como iguales, eso sí, en torno al maestro, metafóricamente, porque tampoco estaba en el centro. Recuerdo que eran clases bastante participativas. Bousoño dejaba hablar, preguntaba. Por supuesto hablaba mucho de poetas, de poemas, de versos. De sus experiencias personales. Como anécdota nos dijo que había tenido hacía años —supongo que muchos años— a Mario Vargas Llosa como alumno, aunque cuántos alumnos ilustres no habría tenido a lo largo de su trayectoria. Por cierto, otra anécdota es que a las clases que tuve con él, aquel año, asistió la novelista Eugenia Rico, hoy famosa escritora.
Había muy buen ambiente. Todos estábamos encantados de tener como profesor a Carlos Bousoño, y por si fuera poco en la Real Academia Española.
Recuerdo como compañero de aquellas clases a mi amigo José Aurelio Martín, profesor y escritor, al que conocí en primero de carrera y con el que he compartido mucha literatura todos estos años.
Bousoño iba muy bien vestido, con chaqueta y corbata. Si no recuerdo mal, pantalón gris y chaqueta azul cruzada, tipo blazer. Me parece que siempre llevaba la misma corbata, como indicando que no le importaba mucho el detalle, pero era una corbata que me gustaba mucho, quizá porque la llevaba él.
Yo estaba leyendo algunos libros suyos, como la antología preparada por Alejandro Duque Amusco para Austral, libro que me regaló en 1995 su editor Javier de Juan y Peñalosa, amigo y vecino de Montepríncipe. También leía Teoría de la expresión poética, publicada por Gredos, que me tenía deslumbrado. Desde entonces Bousoño me gusta más como teórico que como poeta, pero porque como teórico me parece inconmensurable. Ahora, sin embargo, reviso sus versos y disfruto mucho con ellos.
Aprendí muchísimo con Bousoño. Aprendí del profesor, de mi admirado profesor, pero también, más por mi cuenta, de sus poemas y sobre todo de esa Teoría de la expresión poética, uno de los mejores libros que he leído en mi vida.
Con él aprendí a hacer poemas surrealistas, y a poner en práctica lo que él enseñaba en sus clases y en sus libros. Me acuerdo de jugar con mi compañero, el escritor David Llorente, a hacer estos versos modernos como el que juega a los barcos o a otro pasatiempo, quizá a un deporte. Se trataba, ahí, de ejercitarse y sobre todo de divertirse. Todavía tengo libretas de aquella época con estos versos, que sin embargo no estimo demasiado. Para mí son como el entrenamiento de un deportista; acaso no me parecen buenos, efectivamente, pero sí los creo valiosos. Valiosos para mí, testimonio de unos años y de una época, entrañable, maravillosa.
Es posible que el tiempo no vuelva, pero lo que se escribió durante ese tiempo sí vuelve, una y otra vez, cuando lo leemos, cuando lo recordamos. Eso me ocurre con los libros de Carlos Bousoño, o con la Segunda antolojía poética, de Juan Ramón Jiménez, que se puede decir que fue nuestro libro de texto en aquel curso. Eso me ocurre con el recuerdo de su imagen en clase, o en la calle Felipe IV, en la entrada de la Real Academia, muy nítida en mi memoria, firmándome su Teoría de la expresión poética: “Para Eduardo Martínez Rico, con la amistad de Carlos Bousoño. 3 de mayo de 2000.”
El tiempo pasa, sí, pero como nos recordaba César González Ruano, “las palabras quedan”. Estoy convencido. Tengo fe en ello; me puedo equivocar, pero yo al menos estoy convencido. Mi vida es un testimonio de esto. Considero que la de Carlos Bousoño por supuesto que lo fue.
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