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Mi amigazo el gigante

Mi amigazo el gigante

Boris querido,

Te escribo estas palabras a un par de días apenas de que te fuiste. Era, tal como ahora, una tarde lluviosa y a su manera ajena. Una tarde terrible, que no obstante recuerdo en pedazos absurdos e inconexos. Cuando a uno le suceden estas cosas suele quedarle adentro una rara impresión de irrealidad. Como si de repente la vida transcurriera en una dimensión diferente, distante, grotesca, inverosímil. Pero no es de este asunto tan ingrato que me propongo hablarte, sino de algo más simple y luminoso, como sería el caso de la entrañable historia de tu vida y la inmensa fortuna de haber cabido en ella.

Te conocí encerrado en una jaula. Tenías unas pocas semanas de nacido y te hiciste pipí nada más te pusieron delante mío. Iban a devolverte a tu jaulita, pues mi intención no era otra que mirarte de cerca y seguir mi camino, pero algo en tu mirada me hizo flaquear. Cierto es que no tenía la intención de comprarte, y de hecho desconfiaba de tus vendedores. Reflexioné, no obstante, en tu situación y me dije que no, nunca te «compraría»; si bien, por esta vez, te pagaría la fianza. Diez minutos más tarde, venías en mis brazos por la calle. ¿Y qué más iba a hacer, si ya me habías comprado?

"No tenías ni medio año de vida y ya eras un bibliófago incansable. Devoraste unos treinta, cuarenta de mis libros a lo largo de infancia y adolescencia."

No fue fácil ponerte frente a Don Vittorio, otro gigante de los Pirineos, que hasta entonces era el rey de la casa y no estaba en principio a favor de instaurar la democracia. Te recuerdo saltando encima de él mañana, tarde y noche, mordiendo sus orejas con tus dientes de aguja, desafiando sin pausa su paciencia impertérrita. Y es que también a él terminaste comprándolo, por más que a sus diez años le faltara energía para seguirle el ritmo galopante a un cachorro carente de botón de apagado.

No tenías ni medio año de vida y ya eras un bibliófago incansable. Devoraste unos treinta, cuarenta de mis libros a lo largo de infancia y adolescencia. Acabaste asimismo con muebles, camisas y pantuflas, de modo que pusiste a prueba mi paciencia (perdóname si a veces reprobé). ¿Recuerdas a Vittorio, tu niñero, interpuesto de pronto entre nosotros, con sus cincuenta y cinco kilos implacables, para evitar que yo lograse castigarte? ¿Y no es cierto que luego, ya de adulto, te siguió defendiendo como a un niño?

"Nada te era más fácil, con tu mirada honda, tus maneras finísimas y tu temple a menudo juguetón, que hacer gran amistad con mis amigos y despertar instintos de abuelo en mis papás."

Tal vez fuiste cachorro por más años de los que te tocaban. Maduraste de pronto delante nuestro, nada más viste enfermo al bueno de Vittorio y te matriculaste de enfermero. Me despertabas en la madrugada, para avisarme que el paciente sentía sed, o dolor, o alguna otra imperiosa necesidad. Luego al fin lo perdimos, y al instante tomaste la estafeta. Te convertiste de un instante a otro en lo que me gustaba describir como «Director de Seguridad y Protocolo».

Nada te era más fácil, con tu mirada honda, tus maneras finísimas y tu temple a menudo juguetón, que hacer gran amistad con mis amigos (algunos de ellos venían a visitarte, si andaba yo de viaje) y despertar instintos de abuelo en mis papás. Te chocaban, por cierto, los escuincles latosos, y por toda defensa les huías, nada más empezaban a jalarte la cola. ¿Pues cómo ibas al menos a gruñirles, si pesabas más que ellos, tenías unas zarpas de fiera silvestre y preferías hacerte el asustado a atreverte a pegarles un sustazo? ¿Y acaso no espantabas a los merodeadores a fuerza de ladridos lo bastante graves para ir adivinando tu complexión de oso? Quise enseñarte cantidad de cosas, pero a uno como tú —sabihondo y testarudo, consciente a toda hora de su misión— se le aprende infinitamente más de lo que se le enseña.

"No voy a hablar de nuestra despedida. Básteme con decir que te fuiste en mis brazos, huyendo a la carrera de un dolor que en tu sabiduría inmarcesible descifraste como el fin de la historia."

Pasamos casi toda tu existencia juntos. «No le gusta estar solo», pensé por mucho tiempo, hasta que un día llegué con Cassandra, la linda cachorrita de ocho kilos que de inmediato puse a tu cuidado. Una vez superados tus celos naturales, hallaste en ella dulce compañía, pero ni así dejamos de convivir en la chamba, la calle, el coche, la recámara. 24 horas diarias: ¿qué mejor evidencia de que ni a ti ni a mí nos gustaba estar uno sin el otro?

De pronto me pregunto qué diablos habría sido de Adriana y yo sin la complicidad de ustedes dos. Desde que ella llegó, un año y medio atrás, tú empleaste lo mejor de tu arsenal para hacerla caer en tu angélico hechizo. Se miraban a veces, ella y tú, con una suerte de amorosa fascinación que yo espiaba de lejos, encantado por ese espacio de ternura que hacía de ustedes pareja independiente, con un lenguaje propio y un contrato secreto. Y fue Adriana —tu mera Mary Poppins— quien se enseñó conmigo a cambiarte vendas y curaciones, cuando la enfermedad comenzó a hacer lo suyo y partirnos el alma de a poquitos. Por eso ibas tras ella, si algo te hacía falta. La tenías totalmente comprada.

No voy a hablar de nuestra despedida. Básteme con decir que te fuiste en mis brazos, huyendo a la carrera de un dolor que en tu sabiduría inmarcesible descifraste como el fin de la historia. Ayer que te enterramos, guapísimo angelito, supe que te vería de vuelta en estas líneas, pues no sabría escribir más que de ti y de cómo me cambiaste la vida. Buen viaje, mi Borito, no te imaginas cuánta falta nos haces.

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