¿Que si tengo intenciones de aprovechar estos días oceánicos para ponerme al día con mis pendientes? “Pues por mí sí”, dice uno cuando quiere estar de acuerdo con lo que le proponen, pero sabe o se teme que hay por ahí una fuerza más grande que la suya empujando en sentido contrario. ¿Qué pasa, por ejemplo, si no me da la gana? Sé que suena grosero plantearlo de este modo, porque además la gente suele decirlo en un tono altanero, desafiante, categórico, destinado a poner de manifiesto la majestad de su libre albedrío o el poder imperial de sus antojos. “Pues no me da la gana, y si no te parece, te jodes.” Pero yo no he dicho eso sino, literalmente, que no logro reunir las ganas necesarias para sacar algunos pendientes de la lista.
El problema comienza por el apelativo. Desde su mismo nombre, el “pendiente” se define por su peso. Pende porque es pesado. Cuelga, se balancea. Podría hasta caerse. Y si eso es un pendiente, imaginemos cuánto pesará toda una lista de ellos. Suponiendo que quisiera aplicame a terminar de leer los libros que he dejado pendientes (por culpa de mis ganas oscilantes), no alcanzaría con una cuarentena. ¿Quién, que haya abandonado una lectura hace meses o años, puede sencillamente retomarla en donde se quedó el separador? Paparruchas. Hay que empezar de nuevo, a riesgo de atorarse una vez más. Prefiero, en todo caso, llegar tres veces a la mitad de un libro y cada una botarlo irremediablemente, a condenarme a leerlo sin ganas. Es decir sin lujuria, ni morbo, ni placer, ni interés, ni el más modesto asomo de compensación. Nomás porque Kant quiso.
Lo más fácil sería revisar esa lista kilométrica y tachar para siempre los pendientes que en el fondo uno sabe que dejará por siempre balanceándose, pero eso sería tanto como aceptar derrotas que pueden postergarse indefinidamente, en honor a las buenas intenciones. ¿Cuántas cenas, comidas, tragos y desayunos con amigos en teoría muy queridos están por ahí pendientes, sin que alcancen las ganas para hacerles un hueco en la agenda? Y ellos también tienen ganas de verte, aunque tampoco muchas.
Vistos así, hay dos clases de pendientes: A) Los que me da la gana resolver. B) Los que no. Ahora bien, para entrar en el grupo A, el primer requisito del pendiente es cambiarse de nombre. Así como el trabajo que disfruto no me parece en realidad trabajo, un pendiente ligero y suculento merecería llamarse proyecto. Cuestión de analizar el pendiente en cuestión y ascenderlo al nivel inmediato superior, si es que esto cabe. Como quien dice, si el recordatorio reza “Hacerle una visita a la tía Romualda…”, no estaría de más añadir enseguida “…antes de que se muera”.
Tal vez la única gran ventaja de la muerte esté en la cantidad de pendientes que automáticamente nos resuelve. No hubiera uno querido dejarlos así, pero ni modo de regresar a arreglarlos. Porque si algo está claro es que la eternidad tampoco alcanzaría para hacer lo que nunca en la vida te dio la gana.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: