David Torres mezcla en Palos de ciego (Círculo de Tiza) la historia de su hermano David con el caso de los niños robados en la dictadura franquista y con el destino olvidado de los músicos rusos más internacionales y las purgas de Stalin. Historias reales contadas como ficción.
Hay un hermano muerto alojado en un sótano de mi mente. No es un recuerdo angustioso ni sombrío, ni siquiera triste. De hecho nunca llegué a conocerlo: falleció un año antes de nacer yo y no llegó a vivir ni siquiera un día. Ese único día está representado por unas líneas manuscritas en un documento, el breve interludio que separa la fecha del nacimiento y la de la muerte. Mis padres me habían contado la historia, pero ya la había sepultado en ese subsuelo de la memoria donde se almacenan los datos inútiles, las cosas que preferimos olvidar, los días inservibles. Reapareció sin querer —un bebé espectral emergiendo entre las aguas de la nada— un día que viajaba en el metro con destino a algún papeleo de la universidad; iba hojeando el libro de familia y me tropecé conmigo mismo en una prefiguración de octubre de 1965, un alter ego fallido que me precedería para siempre en los escalones del tiempo. Mi nombres y mis apellidos estaban escritos en la tinta desvaída del pasado, David Torres Ruiz, y al lado, en la otra página, estaban otra vez el mismo nombre y apellidos con mi fecha de nacimiento, en diciembre de 1966, y la defunción en blanco. Detrás, en la siguiente página, el nombre completo de mi hermano Dani, que aterrizón en julio de 1969.
Mi hermano muerto se llamaba exactamente igual que yo, aunque lo correcto será decir que yo llevo su nombre. Mis padres me llamaron igual desafiando la superstición y el mal fario, una decisión no exenta de riesgos porque si de algo había muerto mi hermano era de mala suerte. La mala suerte de elegir una pésima clínica —San Ramón, en Madrid— y de que a mi madre la atendieran una comadrona infame y unos médicos negligentes. La dejaron esperando durante dos días en la sala de dilatación mientras otras mujeres iban pasando al paritorio. El dolor fue espantoso, el esfuerzo sobrehumano, y para cuando alguien advirtió el error era demasiado tarde. Mi hermano David vino al mundo sin llanto, sin gritos, sin un gemido; probablemente la falta de oxígeno le había provocado ya daños irreversibles. Cuando era niño y pescaba un sargo o una lisa en el puerto de Motril, junto a mi hermano y mi padre; cuando el pez coleaba sobre la tierra, boqueando, parpadeando las agallas en busca de oxígeno, una extraña pena me tocaba en lo hondo, una compasión que entonces no podía discernir. Ahora, por primera vez, creo que la entiendo.
Una vez, en el pequeño bote de mi padre, saqué un calamar de las profundidades; brotó de la piel del mar enganchado al anzuelo, soltando chorros de tinta primero y de agua después, hasta que fue agotándose, rindiéndose. Mi padre lo desenganchó de la potera y lo depositó en el fondo del bote, entre las tablas, medio metro de animal de extremo a extremo contando los dos largos tentáculos y el revoltijo de brazos que se movían cada vez más despacio. Vi cómo la piel del calamar, tachonada de espléndidas manchas de color vino, iba empalideciendo, las manchas disolviéndose una a una, apagándose a medida que lo abandonaba la vida, hasta transformarse en ese plástico blanquecino que adorna las pescaderías en las cajas de hielo. Creo que fue ese día cuando decidí no volver a pescar nunca.
Aquellas líneas manuscritas en un documento oficial entreabrieron un compartimento estanco: un vacío incoloro, un molde de tiempo hueco con la tumba en ninguna parte, sin flores ni aniversarios. Pensé en cómo hubiera sido crecer junto a un hermano mayor, en cómo sería ese otro David de haber cumplido veinte años como iba a cumplir yo entonces, en qué nombre llevaría yo de haber estado él vivo, en los juegos a los que habríamos jugado juntos un trío en lugar de una pareja de hermanos. Las catacumbas del metro eran un buen lugar para meditar en ello; los tuneles pasaban a mi espalda, tenebroso y veloces, como los años no vividos. Algún tiempo después descubrí, hojeando un libro sobre fauna marina, que los calamares tienen un corazón sistémico y dos corazones branquiales.
Sinopsis de Palos de ciego, de David Torres.
En plena juventud, David Torres descubrió en su libro de familia que llevaba el mismo nombre de ese hermano mayor que murió por culpa de una negligencia médica, en una de las infames clínicas dedicadas al tráfico de recién nacidos durante la dictadura. La sombra de la posibilidad de que su hermano fuera uno de los miles de niños “robados” planea sobre ese descubrimiento.
Este recuerdo permaneció larvado durante décadas hasta que emergió del fondo de la memoria de David Torres cuando intentaba, por enésima vez, escribir una novela imposible: la historia de los cientos de músicos ciegos exterminados en los terribles años de las purgas de Stalin, cuyo destino se pierde y se confunde en muchos relatos orales y casi ninguna documentación contrastada.
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Autor: David Torres. Título: Palos de ciego. Editorial: Círculo de tiza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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