El primer acierto de Rosa Montero al abordar este libro sobre creadores es su modo de definirlos. El peligro de estar cuerda va dirigido a todo tipo de individuo creativo, sea de la calidad que sea, pues la autora está convencida de que el peor artista y el más sublime comparten la misma estructura cerebral. Se apoya para asegurarlo en las palabras de Clarice Lispector acerca de la vocación y el talento: la primera es diferente del segundo. Se puede tener vocación y no tener talento. Es decir, se puede ser llamado sin saber cómo ir.
De la vastedad de ideas y amenidades del libro, una de mis preferidas es la del psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi, para quien el niño, frente al dolor, crea un yo cuidador “que sabe todo, pero no siente nada”, y para defenderse del peligro que representan los adultos, “se ve obligado a identificarse con ellos”. Según la autora: “La clave está en el equilibro entre el porcentaje de desapego y el de sentimiento, en lograr cierta armonía entre el yo que sufre y el yo que controla”.
Los escritores tenemos un yo observador, que no se implica en el mundo real sino que solo lo analiza o imagina; y un yo actor, que interviene e interactúa con la familia, el trabajo, los amigos… El escritor tiende a vivir una vida vicaria a través de sus relatos y personajes: comprende el mundo y se lo explica al lector gracias a aquellos; y quizá no lo haga tanto por desapego como por un exceso de sensibilidad que le obliga a alejarse. Pero esa sensibilidad, que lleva al creador a la imaginación y a la belleza estética para disfrute de los demás, también lo expone a miedos inconscientes y a menudo infundados.
Rosa Montero inserta en el libro tres anécdotas marinas que se convierten, a mi juicio, en auténticas parábolas comprensivas del significado de la obra. En la primera de ellas, la autora cuenta como, en cierta ocasión, la invitaron a bucear en un arrecife. Debido a la poca profundidad de las aguas, no había olas ni escualos y se podía disfrutar de la belleza del fondo del mar, de los corales y peces multicolores del trópico; pero se encontró con un agujero negro que, de súbito, imaginó fosa marina repleta de monstruos dispuestos a devorarla. Sufrió un ataque de pánico, comenzó a dar manotazos y se rasguñó por completo con el arrecife.
Para Montero, estar loco es ante todo estar solo, romper con la narración común, salirse de la convención social. Y ese es el peligro del mundo deslumbrante creado por los artistas, que tanto placer les procura inventar, porque la carga emocional, la luz que irradia, los expone al instante a la oscuridad.
La mejor terapia es mostrar la propia obra, compartirla con los lectores, con los espectadores, con los oyentes, que ésta forme parte de las vidas de los demás, al igual que esos creadores se han nutrido de otros para alimentar su arte.
La segunda terapia viene de la mano de la segunda anécdota marina: el creador, por mucho que se disocie al inventar su obra, debe vivir en la realidad y formar parte del mundo. En este sentido, Rosa Montero se define a sí misma como un pececillo que viaja por los océanos formando parte de un inmenso cardumen: ella es solo una más y disfruta de serlo. En la pequeñez, en la comunidad, en la conciencia del todo parecen disolverse los miedos del individuo. Lo que no quiere decir que la creatividad no sea maravillosa, ni que nos haga mejores tanto a quienes la practicamos como a quienes la disfrutamos (me incluyo en ambos colectivos).
El título de la obra proviene de un verso de la poeta Emily Dickinson, quien escribió: “Yo creo que fui encantada (…) / Lo oscuro sentí hermoso (…) / Fue una divina insania. / Si el peligro de estar cuerda / Volviera yo a experimentar / Es antídoto el volverse / Hacia Tomos de Sólida Brujería”.
Adivinará el lector que aquello que encantó a Dickinson fue la literatura, y “el peligro de estar cuerda” es su temor a renunciar a ella, pese al miedo.
Y ese miedo me lleva a la tercera anécdota o parábola marina. Rosa Montero y su marido fueron invitados a un avistamiento de cetáceos en el océano. Ataviados con minúsculos salvavidas, navegando por alta mar en una lancha, estuvieron a punto de ser arrollados por una gigantesca ballena cuyo ojo miró directamente a la autora. Y en este momento de la narración alguien le pregunta: “¿No tuviste miedo?” Ella respondió que no, porque “para tener miedo tienes que estar dentro de tu yo”.
Me ha divertido este pleonasmo tan revelador: “estar dentro de tu yo”; porque, en efecto, el miedo desaparece o se mitiga en compañía de los demás: de nuestra familia, amigos, compañeros de trabajo… La ballena es el monstruo bueno que simboliza la vida, con todas sus desgracias y alegrías que debemos sobrellevarla y disfrutar.
Quisiera concluir esta reseña pidiendo disculpas al fantasma de Dickinson y a Montero, por apropiarme de su verso y de su título agregándoles un posesivo y cambiándolos de género. Lo lamento de veras, pero es que este libro es mío, me ha enseñado y quizá también mejorado, y eso que solo he expuesto una pequeña parte de la cantidad de saber que contiene. ¡Gracias, Rosa!
En un mundo de locos, el cuerdo pasa por demente. Lo dijo José Antonio Primo de Rivera hace casi un siglo. Qué ridículamente pretenciosos, por no decir gilipollas, son los que se llaman ‘creadores’. El único creador es Dios. Lo demás es arte (si es que lo es). Realmente, la soberbia degrada las facultades. Así nos va