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Mi muerte, de Lisa Tuttle

Esta novela es una mirada feminista sobre el viejo tema de la musa y el artista. Cuenta la historia de una escritora que, ante la imposibilidad de encontrar un tema para su siguiente novela, decide confeccionar la biografía de la modelo de un reputado artista.

En Zenda adelantamos las primeras páginas de Mi muerte (Muñeca Infinita), de Lisa Tuttle.

***

Durante el trayecto me dediqué a observar el paisaje —lagos y laderas, los árboles, pelados aún por el invierno, tallados contra un mullido cielo gris—, y en ningún momento dejó mi mano ociosa de moverse en mi regazo, trazando los motivos que creaban las ramas, alisando los contornos de las colinas.

Que dibujar podía ser un medio para no pensar y un parapeto contra los sentimientos era algo que no necesitaba que un psicoterapeuta me confirmara. En otro tiempo me habría entretenido inventando historias, pero desde la muerte de Allan se me escamoteaba esa vía de escape.

Había sido escritora toda mi vida —treinta años de profesión—, pero la necesidad de inventar ficciones venía incluso de antes. Ya fueran para mi propio uso y disfrute o las imprimiera y encuadernara a mano para regalar a la familia; ya las publicara en fanzines o en tapa dura; ya contaran con una extensión de mil palabras o de cien mil; ya vendieran apenas doscientos ejemplares o rondaran la cola de una (única) lista de los más vendidos; ya cosecharan reseñas deslumbrantes o fueran sistemáticamente ignoradas, mis historias eran yo misma, eran lo que yo sabía hacer. Los editores podían dejarme en la estacada, los lectores perdían el interés, pero nunca me había ocurrido que la propia ficción me fallara.

No dejaba de ser curioso que aún disfrutara haciendo esbozos, un gesto tan rotundamente vinculado a mi vida con Allan que el recordatorio tendría que haberme resultado demasiado doloroso. Siguiendo su relajado ejemplo de entusiasta artista amateur, de acuarelista de domingo, en nuestras primeras vacaciones juntos probé a soltar la mano y el resultado me agradó. Dibujar se convirtió en una actividad que podíamos hacer juntos, en otra afición compartida. Yo no pintaba ni abocetaba desde pequeña, pues a muy temprana edad decidí que para triunfar debía consagrarme a lo único que se me daba realmente bien. Todo lo demás me parecía una pérdida de tiempo.

Allan nunca se había planteado la vida en esos términos; él venía de un mundo distinto. Era inglés, de clase media, diez años mayor que yo. Mis padres habían partido de cero, eran estadounidenses de primera generación que sabían muy poco —y reflexionaban aún menos— sobre lo que sus padres habían dejado atrás; los de él en cambio podían remontarse en su árbol genealógico hasta la Edad Media y, aunque no tenían el mal gusto de ser ricos, nunca habían tenido que preocuparse por el dinero. Allan cursó sus estudios en un centro progresista donde se hacía hincapié en la importancia de una educación integral y se prestaba poca atención a los aspectos prácticos de ganarse la vida. De ahí que fuera un hombre deportista —jugaba al críquet y al fútbol, nadaba, cazaba, navegaba—, y musical, y creativo, y apañado —guisaba bien, podía levantar sin ayuda un cobertizo o montar cualquier mueble de grandes dimensiones—, y extraordinariamente culto. Con todo, como él mismo reconocía a veces con un suspiro, sus muchas habilidades eran útiles, y amenas, pero no de las que generan un rédito económico.

Vivíamos sin lujos pero también sin estrecheces gracias sobre todo a sus inversiones, engrosadas por los ingresos irregulares que me proporcionaba la escritura, hasta que se desplomó el mercado bursátil. Apenas habíamos tenido tiempo de plantearnos cómo llevar una vida aún más modesta cuando Allan murió de un infarto.

Yo no tenía deudas —incluso la hipoteca estaba pagada—, pero mis ingresos como escritora se habían reducido a un goteo insignificante y en el último año y medio mis ahorros habían mermado. Las cosas tenían que cambiar, de ahí que me dirigiera a Edimburgo para reunirme con mi agente.

Llevaba varios años sin ver a Selwyn. Al menos, para hablar de negocios; se había desplazado a Escocia para el funeral de Allan. Cuando me mandó un email para contarme que iba a pasar por Edimburgo por motivos de trabajo y preguntarme si tendría hueco para comer con él, supe que no podía dejar pasar la ocasión. No había escrito nada desde la muerte de Allan, un año y cinco meses atrás, y aún no sabía si me apetecería volver a escribir alguna vez, pero necesitaba ganar algo de dinero y carecía tanto de formación como de cualificación para desempeñar cualquier otro oficio. La perspectiva de embarcarme con cincuenta y tantos años en una nueva y mal pagada actividad profesional como limpiadora o cuidadora era demasiado desalentadora para contemplarla siquiera.

Había albergado la esperanza de que una fecha de entrega me ayudara a centrarme, pero cuando llegué a la estación de Waverley mi única certeza era la de que, en vista de que las historias me habían abandonado, mi siguiente libro tendría que ser de no ficción.

Llegué con tiempo de sobra y, como no llovía y hacía una temperatura sorprendentemente templada para ser febrero, di un paseo hasta la National Gallery. El acceso al arte era algo que echaba mucho de menos en mi remota casa de campo. Tenía muchos libros, pero ver reproducciones no era lo mismo que deambular por las amplias salas de una galería y contemplar las obras originales.

Aquel día me costó relajarme y concentrarme en los cuadros; mi cerebro desesperado por dar con una idea no paraba quieto. Hasta que, de pronto, allí estaba ella.

Yo conocía aquella imponente silueta femenina que se erguía frente a mí ataviada con una túnica violeta oscuro, coronada con una tiara de oro y filigranas sobre su cabellera dorado rojizo, brazo en alto autoritario, enjuto y níveo, rostro pálido, severo y anguloso, menos hermoso que singular, deslumbrante, y tan íntimamente familiar para mí como los cerdos carnosos de piel desnuda rosa y gris que se dispersaban y corrían despavoridos a su alrededor. Conocía también el túmulo de piedras que había tras ella, así como la arboleda y, a media distancia, agazapada, la artera efigie de su némesis oculta tras una roca, al acecho, esperando.

Circe, 1928, de W. E. Logan.

Fue como toparse con una vieja amiga en un lugar desconocido. En mis tiempos de universitaria tuve un póster de ese mismo cuadro en la pared de mi habitación de la residencia. Más adelante siguió acompañándome y decorando varios pisos de Nueva York, Seattle, Nueva Orleans y Austin, pero, a pesar del cariño que le tenía, nunca me molesté en enmarcarlo, y cuando me trasladé a Londres estaba ya demasiado castigado, roto y sucio para sumarle otra mudanza.

Aquel cuadro había formado parte de mi vida durante diez años de formación plagados de acontecimientos. Cuántas veces no levanté la vista y Circe me devolvió la mirada en momentos de desengaño y júbilo, de hastío y euforia. Prefería con mucho a la poderosa hechicera que convertía a los hombres en cerdos antes que a las doncellas soñadoras y pasivas que encandilaban a mis coetáneas. Las paredes de los cuartos de mis amigas exhibían reproducciones de bellezas prerrafaelitas: la pobre Ofelia ahogada, la Mariana que aguarda con paciencia ante la ventana, una melancólica Isabella junto a su maceta de albahaca. Yo prefería las facciones más angulosas y decididas de Circe, su mirada vigorosa e impaciente. «¡Manda al cuerno a ese puerco! —me aconsejaba—. Los hombres son todos unos cerdos. No los necesitas. Vive sola, como yo, y haz magia».

[…]

—————————————

Autora: Lisa Tuttle. Título: Mi muerte. Traducción: Regina López Muñoz. Editorial: Muñeca Infinita. Venta: Todos tus libros.

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