(Pensé en Juan Tallón y escribí este texto)
Guardé en mis diarios, esos cuadernos inservibles, las palabras que nunca dije. Pensé que exclamarlas sería tirar por tierra sentimientos que ya no iban a ninguna parte. Escondí los diarios en la estantería blanca, entre libros sin leer y oportunidades que acumulan polvo.
Atesoro en esa estantería blanca todos los andamios que sostienen mi resistencia. Miro de reojo cada mañana, al levantarme de la cama, que todo sigue ahí. Que nadie barruntó a deshoras entre lo escondido. Que las historias pueden aún dormir un poquito más.
Entre los papeles guardados casi al azar, servilletas blancas con frases vomitadas y signaturas de libros que olvidé leer. Signaturas de libros que no formarán parte nunca de mi estantería blanca y que a estas alturas no sé siquiera distinguir su importancia en mi relato. Mantengo también en esas servilletas arrugadas frases afortunadas que leí y que significaron.
Frases que apuntalaron, a su manera, esta guerra que es la vida.
Cada mañana me levanto y miro desde la cama la estantería, el bastión de mi resistencia. Los kilos de papel e historias inenarrables que son mi trinchera. Detrás de la estantería el silencio, y delante sólo la pólvora.
En el silencio tras el entramado de tablas gruesas conservo, ahora también, folios y apuntes, la aventura vital y humanística de quienes sobrevivieron a todas las guerras. Apuntes, cronologías, glosarios, citas, personajes, experiencias, Historia. Todos ellos forman ya parte de este monumento mío de madera que construyo a la memoria.
Quizá se caiga un día. Quizá se pierdan los papeles que se esconden en ella. Quizá olvide en el futuro la necesidad de la literatura, la filosofía, el teatro, la mitología o la Historia.
Quizá no ocurra nada de eso y continúe creciendo a su ritmo, engrosando estas murallas de papel que conforman gran parte de mi vida, que me sostuvieron en el pasado y que me definen hoy día.
Todas las mañanas la estudio —a través de las legañas que no perdonan un amanecer— y asiento cuando noto que está en orden, en ese orden ilógico que solo yo entiendo. A veces, en medio de la noche, persigo con mi mirada miope la línea de horizonte de los lomos desiguales y anoto mentalmente un papel fuera de su sitio o un título que espera su turno. Entonces me incorporo y lo saco de ese espacio que no es el suyo. Lo coloco en la mesa y trato de discernir los motivos que me condujeron a conservar esas palabras o ese título que parece un desconocido esperando una presentación cortés que lo asiente de manera permanente en mi vida.
Ventilo cada mañana y aún me desconcierta el miedo a perder el olor a libro. Llegará el momento en que las hojas de papel, las historias narradas (y las que quedan por narrar) de mi estantería huelan más a lavanda, a manzana o a lirio que a papel. Aún me desconcierta ese miedo.
Por eso a veces reconstruyo mi estantería, renuevo las historias que debe albergar. Las historias que deben aposentarse en ella y echar raíces y canas. Los libros que deben, sin duda ninguna, acompañarme en el viaje. Despido con afecto agradecido a las historias que marchan, los libros que deben acompañar el viaje de otros. El miedo se disipa. Entra de nuevo el olor a papel de imprenta y ese olor a libro viejo. Y es entonces cuando todo se calma. Cuando cada libro y cada historia encuentran su sitio en mi estantería blanca. Y sonrío cuando me voy a la cama, y sonrío cuando me levanto por la mañana, a pesar de las legañas y del maldito despertador.
Todo está en su sitio —me gusta pensar a veces—. Y sonrío entonces cada día al salir de casa, porque ahí sigue, imbatible delante de la pólvora y detrás del silencio, mi resistencia.
Imagen: Pixabay
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