Mencionaba la semana pasada a un personaje del que hace mucho me apetece contar algo; sobre todo en estos tiempos demagógicos y confusos, cuando jóvenes poco informados e historiadores sectarios –Ángel Viñas o Pío Moa, verbigracia, uno en cada punta– se empeñan en contarnos historias de buenos buenísimos y malos malísimos, como si una guerra civil no fuera (se lo dice a ustedes quien cubrió, entre otras, siete de ésas cuando era repórter Tribulete) un complejo territorio donde trazar líneas y adjudicar etiquetas resulta una osadía arriesgada.
Permítanme, por tanto, hablarles de mi tío Lorenzo Pérez-Reverte, a quien nunca conocí. Como mi abuelo Arturo, que estaba en la Armada, o mi padre, que al empezar el conflicto tenía 18 años, el tío Lorenzo hizo la guerra con la República. La diferencia es que mi abuelo estaba en el Arsenal de Cartagena y sólo tuvo que sufrir los bombardeos; y que mi padre, cuando iba camino del matadero con la manta y el fusil al hombro, fue sacado de la fila –«¿Sabes escribir a máquina, camarada?»– por un comisario político que necesitaba alguien con estudios en una batería de defensa antiaérea donde casi todos eran analfabetos. La historia del tío Lorenzo, sin embargo, fue distinta. A él le iba la marcha.
Lorenzo –Chencho, para la familia y los amigos– era lo que antes se decía un chico de buena familia: acomodada y republicana, viajada, educada, liberal. De tener inquietudes políticas, como tantos jóvenes de su tiempo habría militado, tal vez, en alguna de las organizaciones de la época. Pero no las tenía. Lo que lo atraía era la aventura. Así que con 16 años se alistó en una unidad de choque con mandos comunistas, yéndose a la guerra. Cuando yo era pequeño leí sus cartas, que mi abuela conservaba, y en ellas sostenía que estaba en retaguardia, en la seguridad de unas oficinas. Pero cuando todo acabó, mis abuelos descubrieron que había estado combatiendo en primera línea, en las más duras batallas de la guerra.
Sólo tuvo un permiso en aquel tiempo: veinte días en casa de sus padres. Apareció con 18 años recién cumplidos y los galones de sargento ganados en el frente. Y por suerte estaba en casa con mi abuela, sola esos días con otro hijo más pequeño, cuando tres milicianos de los que no vieron la guerra ni en fotos se presentaron una noche para hacer un registro y robar lo que pudieran, dándole a Chencho la satisfacción de ponerse su camisa con galones, meterle a uno de ellos una Astra del 9 largo en la boca y decirles que o se iban a jiñar a una alcantarilla como las ratas que eran, o les pegaba un tiro a cada uno.
Volvió a combatir, acabó la guerra, y tras pasar por un campo de internamiento regresó a casa. Mi padre y mi otro tío continuaron sus estudios, pero a él no le iba eso. Guapo, elegante, era más de tangos, novias y amigotes. Algo más tarde, en plena recluta de la División Azul, a mi abuelo lo llamó un amigo militar: «Arturo, tu hijo está aquí y se acaba de apuntar para Rusia». Mi abuelo salió zumbando para el cuartel. «Es menor de edad», dijo, agarrándolo de un brazo y sacando de allí al ex sargento republicano que había estado, entre otros lugares, en Belchite y en el cruce del Ebro, pero aún no había cumplido los 21. «Sólo sé combatir, papá. No tengo nada que hacer en esta España de miedo y hambre», dijo. Pero mi abuelo se mantuvo firme y logró que lo rechazaran para Rusia. Unos meses después, saliendo de un baile, mojado de sudor, Chencho agarró una neumonía y se murió en pocas semanas. Al entierro, en contra de lo acostumbrado en la época, asistió una docena de chicas. «Los pulmones estaban débiles por la vieja herida», dijo el médico. «¿Qué herida?», preguntó mi abuelo, sorprendido. «La de bala».
Dos años después, yendo mi abuela por la calle, se encontró con un compañero de armas del hijo, su mejor amigo. «Cuánto me acuerdo del pobre Chencho –dijo éste, rompiendo a llorar–. Sobre todo el día que me lo tuve que echar a la espalda, en Belchite, y llevarlo al hospital de sangre, con un tiro en el pecho». Mi abuela comentó que su hijo nunca contó que lo hubieran herido, y entonces recordó que entre sus cosas, al morir, encontraron una bala y un trozo de madera. «Claro –dijo el amigo–. La bala que le sacaron, y el trozo de madera que mordía mientras lo operaban porque no teníamos anestesia».
Ése era el tío Lorenzo. Soldado de la República. E imagino que, de seguir vivo, hoy sonreiría, guasón, al oír contar ciertas historias de buenos y malos.
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Publicado el 2 de julio de 2017 en XL Semanal.
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