Hace unos meses, tras vivir algún tiempo en el dulce mundo de Instagram, decidí adentrarme en Twiter, un proceloso universo que me era por completo desconocido. Hacía ya mucho que me había creado una cuenta con mi nombre que nunca había llegado a utilizar y la recuperé para dedicarme a publicar mensajes promocionales de mis propias novelas, comentarios amables de libros de otros, dar likes a vídeos graciosos y en general retuitear lo que más me gustaba de lo que iba viendo. Todo suave, bienintencionado y hasta un poco cándido.
En poco más de un mes, mi cuenta anónima se convirtió en algo muy parecido a mi retrato de Dorian Gray. Al principio todo fue bien. Efectivamente, el anonimato me daba una placentera sensación de libertad. Empecé a opinar con sensatez sobre la polémica de turno. Publiqué algunas gracietas que tenían buena acogida en forma de emoticones más o menos sonrientes. Seguí e interactué con usuarios también anónimos que me atraían por originales, ingeniosos o peleones y empezaron a seguirme algunos que parecían disfrutar con mis opiniones y comentarios. Todo bien. Al principio.
Pero, poco a poco, las cosas empezaron a torcerse. Mi tono empezó a cambiar sin que me diese cuenta. Mis comentarios empezaron a extremarse. A veces lanzaba opiniones mucho más conservadoras de lo que nunca me he considerado y otras mucho más progresistas de lo que cualquier prejuicio sobre mí permitiría atribuirme. Insulté en sus propias cuentas a políticos de uno y otro lado. Mis chistes se volvieron más ácidos y a veces hasta un poco crueles. Empecé a opinar de asuntos de los que no tenía ni idea y a tomar partido en polémicas que nunca antes me habrían interesado en absoluto. Acabé metiéndome en peleas a puñaladas dialécticas. Hasta que un día me entretuve repasando el historial de mensajes de mi cuenta anónima y quedé aterrado. Ese tipo radical, de escasa tolerancia y humor más que discutible, no era yo. Como Dorian Gray, me vi en aquel retrato y me desagradó y me asustó la persona que vi ante mí, una versión histriónica y decadente de mí mismo, un tipo escondido detrás de un apodo que no podía caerme peor.
Por supuesto, cerré la cuenta y nunca he vuelto a usarla. Solo la había utilizado durante un mes y medio. Tiempo más que suficiente para conocer a Mr. Hyde.
La moraleja de esta historia es que la identidad tiene un valor como contrapeso al instinto que nunca había sospechado. Tendemos a creer que nuestra identidad individual, perfilada por nuestro pasado y presente, por el entorno personal, familiar y laboral, por las etiquetas que nos encasillan a cada uno, hasta por nuestra mera apariencia exterior, nos reduce la libertad y puede incluso acabar asfixiándonos. A lo largo de la vida, vamos construyendo esa identidad de la que llega un momento en que ya no podemos escapar. Y esa identidad no se corresponde necesariamente con quien realmente somos. Pocas personas somos, en cualquier faceta, blanco o negro. Pero, en cambio, el entorno cotidiano, la comodidad colectiva, la inercia y las reglas de convivencia tienden a encajonarnos en arquetipos sociales, ideológicos y psicológicos sin aristas ni matices.
Así visto, es obvio que la identidad individual no parece algo positivo. Y menos aún si esa identidad se corrompe o se desmadra por un exceso de ego, por una saturación de autoestima, por un afán de notoriedad, por una infección de envidia o por cualesquiera otros de los muchos males que pueden echarla a perder. Porque ser uno mismo está muy bien, siempre y cuando ese uno mismo sea alguien que merezca la pena.
Pero mi vida como un trol me ha hecho descubrir las bondades de la identidad no ya como requisito para ser reconocido, amado, respetado y recordado por los demás, sino también como límite para uno mismo. Si renunciamos a la identidad, si nos despojamos de las cargas que nos ha ido dejando la educación, las relaciones personales y la vida en comunidad, quizá lleguemos a ser individuos más libres, pero también corremos el riesgo de ser solo seres más salvajes. Ideas tan poco apetecibles como la autolimitación, el autocontrol y hasta la autocensura —y subrayo el ‘auto’ porque si nos la aplican terceros, hablaríamos de otra cosa— ya no me parecen tan rechazables después de haberme conocido en mi versión desatado. Me gusto más sometido a ciertas reglas impuestas por mí mismo, razonablemente encajonado, acostumbrado a vivir en mis propios tópicos. No me interesa mirarme en un retrato que se va pudriendo. Prefiero dejar a la fiera enjaulada en una cuenta inactiva.
Yo quiero ser yo o, al menos, quiero ser alguien con una identidad. Porque otro aprendizaje del anonimato ha sido que este devalúa todo, torna todo aséptico, como un alimento que ha perdido el sabor. No me divierte discutir sin nombre, mis propias opiniones no me interesan si las doy desde la comodidad de ocultarme tras el disfraz de un apodo, las críticas no me ayudan si no se dirigen a mi yo auténtico, hasta mis chistes me parecen aún más malos si no soy yo el que los suscribe. Igual que nunca firmaría mis libros con seudónimo, no quiero publicar mis comentarios en redes con apodo. Yo quiero ser yo con toda mi carga de defectos y prejuicios, con todos los rechazos, los afectos o la indiferencia que pueda despertar, con sus riesgos y con sus recompensas. Yo quiero ser yo sin pedir perdón y sin provocar más aplauso o reproche que el que merezca siendo yo y no otro. Y no quiero ser yo porque crea que yo merezco tanto la pena sino solo porque no disfruto de las ventajas —que otros sabrán sin duda apreciar y nada tengo por ello que objetarles— de los bailes de máscaras, de la impostura y de la ficción de ser otro que en realidad no se es.
Es mi opción, sin ánimo ni de reprochar ni de adoctrinar con ella a nadie. Y sé que ser yo me hace más comedido, sin duda más cobarde y también más aburrido, pero al menos me permite reconocerme sin sobresaltos. El anonimato me sienta tan mal como a otros la bebida.
Tal vez nunca alcance la gloria de que me bloquee un político al que me haya dado el gusto de decirle lo deleznable que me parece ni lograré que me de un like esa actriz que tanto me gusta y a la que me he atrevido a enviarle un elogio tan original como halagador. Seguro que nunca seré trending topic ni viral y desde luego no doy el tipo de influencer con casa en Andorra. Pero, a cambio, no me toparé en mi cuenta con un inesperado tipejo con un cacao mental de ideas que se acercan en exceso a ambos extremos, un humor hiriente y un lamentable tonillo de fan adulador. Porque, lo juro, ese tipo no soy yo. O sí, pero no quiero saber que lo soy. Prefiero ser mucho más soso pero, también, mucho más feliz.
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