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Michelangelo Antonioni para principiantes

Michelangelo Antonioni para principiantes

Hubo un tiempo en que siempre que le enseñaba a alguien un álbum de fotografías de mis viajes a Italia, solía decirle que allí, en aquellas imágenes, estaban mis mejores críticas de las películas neorrealistas y el cine que luego hicieron Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o Luchino Visconti. En la entrada de un garaje en los bajos de un edificio de cuatro plantas en Roma, al comprobar la cara de sorpresa de quien estuviese viendo conmigo aquella fotografía, yo aclaraba que allí los nazis habían torturado al cura que interpreta Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945, Roberto Rossellini). A la puerta del número 15 de vía del Corso, también en Roma, donde nadie notaría nada especial en la actualidad, yo insistía en que no se trataba de una puerta cualquiera sino de una puerta capaz de ayudarte a entrar en otra dimensión temporal porque de allí había salido, hacía ya muchos años, Monica Vitti en una película de Michelangelo Antonioni y nunca se la veía regresar, como si se la hubiera tragado la tierra, que es algo que también le sucede a Lea Massari en La aventura (L’Avventura, 1960). La mayoría de mis álbumes, con fotos hechas en diferentes países, son en realidad tomos de una especie de historia del cine secreta. Y cada fotografía es en realidad una especie de crítica cinematográfica, más allá de palabras inútiles y expresiones de gusto. A mí rara vez se me ve en alguna, porque sé que, aunque no son el tipo de crítica que uno espera de los demás y por consiguiente son fracasos, al menos funcionan como un autorretrato y me definen mejor que cualquier selfie. Siempre he pensado que, si en una película un espacio elegido detenidamente define a los personajes que lo atraviesan, a quien le guste esa película de manera especial deberá buscar ese espacio para ver si en el cruce entre la realidad y la ficción algo puede definirlo también a él.

Hasta ahora he vivido mi vida para darme cuenta de lo difícil que es expresar el amor, esa energía que nos arrastra y nos mueve, la única capaz de hacernos sentir vivos. Cuando algo nos gusta de forma especial, nos cuesta mucho hallar las palabras apropiadas para verbalizar nuestros sentimientos. Pondré un ejemplo. Uno de los primeros escritores a quienes veneré con gallega desmesura fue Samuel Beckett. Llegué a él a través de una representación universitaria de Esperando a Godot, seguramente amateur pero para mí decisiva porque me empujó a leer a continuación el texto de la obra en una vieja edición argentina y en adelante devorar los ensayos, cartas, piezas teatrales, novelas y demás miscelánea del escritor irlandés. Todo. Durante una larga temporada de mi vida solo hablaba de Samuel Beckett. No sé muy bien qué decía por aquel entonces, pero sé que no se trataban de interpretaciones sobre su obra o cosas así. Me gustaba, eso sí, declamar algunos de sus poemas y fragmentos de sus novelas, seguro de estar entregando a quien me escuchase una especie de fórmula mágica para algo. He visto muchísimas representaciones de sus obras, atesoro una caja de dvds con las películas que dirigieron David Mamet, Karel Reisz, Atom Egoyan y algunos de los cineastas más interesantes de las últimas décadas a partir de las diferentes piezas teatrales de Beckett, viví y di clase en Irlanda dos años, donde escribí y escenifiqué una obra beckettiana… pero jamás he escrito nada sobre Beckett, más allá de citarlo o referirme a él de manera transversal, como estoy haciendo ahora. Mi mejor comentario o crítica sobre él ha sido mi hijo, que se llama Samuel en su honor.

"Situarnos ante la obra de Antonioni no es fácil, no tanto porque suponga algo así como situarnos ante películas ajenas a la realidad como porque nos obliga a iniciar procesos más intuitivos que racionales, para percibir lo que se mueve a nuestro alrededor"

Ojalá pudiese contar lo mismo o algo parecido sobre Michelangelo Antonioni, uno de mis directores favoritos, por desgracia no es así. Además, aunque pudiese contar algo, jamás sería comparable a lo que hizo Agustín Fernández Mallo en su magistral El hacedor (de Borges), Remake. Ese libro, todo, es una barbaridad. Tiene, no obstante, un parte titulada Un recorrido por los monumentos de “La aventura”, la película de Michelangelo Antonioni, que es el no va más. En ella se nos cuenta como 23 años después del rodaje de La aventura, un equipo de la RAI Televisión fue a la isla Lisca Bianca para reconstruir la primera parte de la película, localizar los escenarios y trazar el mapa de las rutas de los personajes, hasta la misteriosa desaparición de Lea Massari, cuyo personaje se llama Ana. Mallo nos dice que «pretenden, desde la ficción, avanzar hacia atrás, hacia la realidad de la filmación». Ese equipo se volatiliza de pronto, de un párrafo al siguiente, y aparece el narrador años después, en el 2005, con la intención de ir al mismo sitio, sin un propósito claro. Toma un avión Madrid-Palermo y la primera noche se hospeda en un hotel en cuya recepción se recuerda que allí se rodaron algunas escenas de Caro diario (1993), de Nanni Moretti, y también en la isla adonde debe ir al día siguiente, Panerea, antes de llegar a Lisca Bianca. Siguiendo los misteriosos pasos marcados por el cine y ya en su destino final, el protagonista de la historia ve en la pantalla de su iPhone unas imágenes de La aventura donde Monica Vitti busca desesperadamente a su amiga desaparecida, y entonces se da cuenta de que Monica Vitti en las imágenes de la película en realidad le busca a él. Del mismo modo que la realidad sigue el camino de la ficción para ver adónde le lleva, la ficción quiere llegar algún día a la realidad, por eso la busca de manera incansable, durante 45 años, hasta conseguir que esas dos búsquedas se toquen para ver cuál es el resultado.

Situarnos ante la obra de Antonioni no es fácil, no tanto porque suponga algo así como situarnos ante películas ajenas a la realidad como porque nos obliga a iniciar procesos más intuitivos que racionales, para percibir lo que se mueve a nuestro alrededor. Y eso nos complica las cosas. Cuando su obra tuvo mayor repercusión crítica e intelectual, a lo largo de los años sesenta, se hablaba de una concepción narrativa innovadora, de un neorrealismo interior, de encuadres y travellings modernos, de un tratamiento del espacio que nunca antes se había visto, de una nueva perspectiva con respecto a la sociedad o al papel de la mujer en el mundo moderno; y se hablaba de modelos en lugar de actores (como sucedía con Robert Bresson), de formalismo y no de conceptualismo, de trascendencia y no de una actitud materialista (un error que el propio cineasta aclaró a Jean-Luc Godard en una entrevista, al contestar a la duda que el realizador suizo tenía sobre si el melodrama había dejado de ser psicológico y se había vuelto plástico, diciendo que las dos opciones eran en realidad la misma cosa)… Ahora, claro, tendríamos que preguntarnos si esas apreciaciones siguen estando vigentes o si las propuestas de Antonioni no se habrán adaptado a necesidades más en consonancia con nuestro tiempo, con la actual concepción de los aspectos visuales, dramáticos o narrativos con que se enfrentan los directores en estos momentos.

Antonioni tardó en convertirse en cineasta. Ya tenía más de 35 años cuando decidió ponerse detrás de una cámara para rodar un documental sobre un psiquiátrico. Aquel proyecto, sin embargo, nunca llegó a terminarlo. Años más tarde, al recapacitar sobre los motivos que habían abortado su primera intentona, se dio cuenta de que quiso visualizar un texto clásico con una realidad que no se ajustaba a ese esquema. Según parece, la intensidad de los focos hizo que de pronto un grupo de enfermos que hasta entonces se habían mostrado dóciles delante del objetivo, enloqueciese, retorciéndose y aullando como si se tratase de animales heridos. Sin pretenderlo, Antonioni acababa de darse cuenta del desorden de la realidad, algo que poco después, con la Segunda Guerra Mundial, le quedaría bastante claro. En adelante no pudo volver a fiarse de ninguna apariencia, porque sabía que bajo toda superficie siempre se agitan formas que no vemos y que a veces tienen una importancia determinante en cada uno de nuestros actos. Por eso su obra no es un laboratorio de formas sino más bien un campo de experimentación donde se observa desde otras perspectivas.

"En aquella época, al finalizar la guerra, casi todos los cineastas italianos abrazaban un realismo comprometido y populista que a Antonioni no le convencía"

Había nacido en Ferrara en 1913. La suya era una familia burguesa, y su posición social fue determinando su forma de entender el mundo a partir de universos similares a los que conoció en su infancia. Lo cierto es que los personajes de sus películas, salvo en I vinti (1952) y El grito (Il grido, 1957), son burgueses y no obreros; esto último constituye una de sus mayores diferencias con relación a los directores neorrealistas. Me resulta especialmente llamativo que, además de la pintura, en su juventud le gustasen mucho los teatros de títeres, en los que quizás encontró luego más de una sugerencia sobre la condición humana. Sus personajes, de hecho, a menudo deambulan por el espacio sin dirección, como si esperasen la intervención de un poder divino (o de un titiritero) que los condujera a un lugar concreto. No se comportan como individuos libres, capaces de vivir o morir acorde a sus deseos. Lo cierto es que me recuerdan, salvando las distancias, a Vladimir y Estragón en Esperando a Godot.

Su primer cortometraje, Gente del Po (1942), puso de manifiesto que quería encontrar su propio camino, sin dejarse llevar ni por el excesivo artificio ni por el excesivo naturalismo. En aquella época, al finalizar la guerra, casi todos los cineastas italianos abrazaban un realismo comprometido y populista que a Antonioni no le convencía. A él le interesaba poner en cuestión aquello que llamamos realidad, un planteamiento que ha favorecido una concepción de lo fantástico muy ligada a lo real, como nos recuerdan algunos personajes de El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964) e Identificación de una mujer (Identificazione di una donna, 1982). Para su primer largometraje, Crónica de un amor (Cronaca di un amore, 1950), utilizó una historia que recuerda a El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain. Trata sobre un rico empresario (Ferdinando Sarmi) que contrata a un detective para que investigue el pasado de su mujer (Lucia Bosé), que tiempo atrás vivió una aventura amorosa con un hombre casado (Massimo Girotti). Todo esto tiene consecuencias imprevisibles. Por un lado, reactiva la historia de amor entre los dos amantes; y por otro, saca a la luz la implicación del amante en la extraña muerte de una joven. También empuja a los dos amantes a planear el asesinato del esposo de ella. Con estos elementos, la cámara siempre se muestra menos interesada en los elementos narrativos que en la atmósfera. Se trazan travellings y panorámicas que siguen a los personajes aun después de haberlos descrito en mitad de sus tensiones dramáticas, para analizar cuál es su actitud cuando están solos, empujados por una fuerza que se ha disuelto visualmente pero que permanece, quizás transformada. Los mismos actores fueron filmados en algunos momentos sin instrucciones concretas. Observar sus movimientos espontáneos era, para Antonioni, una manera de mantener «un particular compromiso figurativo sin dejar por ello de buscar una mayor capacidad de sugerencia en las imágenes».

Algunos de los rasgos del cine de Antonioni aparecen claramente en su ópera prima: el desplazamiento de sus personajes desde el centro hasta los márgenes del encuadre, la contraposición entre la frontalidad y las líneas oblicuas, los movimientos inesperados, los planos largos, la atención a la profundidad de campo o los cortes abruptos, dejando suspendida la acción. Son los rasgos de un «agnóstico que no cree en lo que normalmente se considera realidad», tal como lo describió Jonathan Rosenbaum. Lo que se conoce por la trilogía de la incomunicación, compuesta por La aventura, La noche (La notte, 1961) y El eclipse (L’eclisse, 1962), desplaza por completo la centralidad del argumento en lo que había sido la historia del cine hasta los años 60, y propone nuevos intereses. Ya no hay apuntes sociales, ni una psicología definida, ni conflictos dramatizados. Buena parte de culpa de esta poda la tuvo el guionista Tonino Guerra, un escritor a quien siempre le gustaron más las partes que el todo, las secuencias que las películas y el diseño de situaciones, antes que la composición de historias. Su método consistía en generar interrogantes que jamás eran aclarados pero que en seguida pasaban a un segundo término, sustituidos por otros interrogantes. Tenía más interés por los misterios implícitos en el acto de la escritura que por los misterios que la escritura pudiese enunciar.

Manny Farber en Negative Space decia que los actores del Hollywood clásico desde los años 50 se mostraban cada vez más incapaces de producir momentos memorables, parecidos a los que años atrás habían demostrado el equilibrio existente entre un personaje y quien lo interpreta, y entre los anteriores y el escenario donde se movían. El paso del tiempo había provocado una sofisticación tan grande en los departamentos de diseño de producción y dirección artística que muchos encuadres estaban tan saturados que cuando el actor se introducía en ellos, su presencia se hacía menos visible. Fue de esa manera como los actores pasaron a ser notas en mitad de una sinfonía. Su posición central se desvaneció. Lo que de verdad acabó reemplazándolos fueron los objetos, los mismos que muestra Antonioni en sus películas, que marcan un desvanecimiento en la realidad y en el séptimo arte.

Con El desierto rojo llegó al color, que le pareció que «tiene, en la vida moderna, un significado y una función que no tenía en el pasado». Aunque considerase la película poco o nada autobiográfica, asociaba su paleta de colores con su vida. De igual modo que en El eclipse se percibía su fascinación (y al mismo tiempo su recelo) hacia el mundo de la economía, en El desierto rojo se percibe no solo el cambio de percepción y sensibilidad que estaba imponiendo el pop art en el mundo de la pintura, sino también las tensiones psicológicas que fueron extendiéndose a medida que el paisaje industrial se imponía a la Naturaleza. Pero lo que podría entenderse como una tragedia, Antonioni lo entendió como un cambio. Según él, la sustitución de árboles por fábricas no equivalía a una sustitución de la poesía por el ruido. «Incluso las fábricas pueden ser bellas. Las líneas, las curvas de las fábricas, con sus caminos, pueden ser más bellas que el perfil de los árboles, que estamos demasiado acostumbrados a ver». El problema es cómo asimilar dicho paisaje, cómo integrarnos en él.

"El protagonista de Blow Up ha conseguido fama y dinero, pero no le llegan. Ni siquiera su trabajo parece satisfacerle. Tampoco el sexo"

A continuación, Antonioni se alejó de Italia, en busca de nuevos paisajes y nuevas actitudes. Eso le llevó a rodar en Gran Bretaña, Estados Unidos, China, Argelia, Alemania y España, donde su obra acentuó sus valores plásticos y dejó de lado sus rasgos dramáticos, acercándose así más a la arquitectura, al diseño, a la fotografía, a la moda y a la pintura. Blow-Up (1964) fue su mayor éxito internacional, tanto de público como de crítica, y luego muchos cineastas le rindieron homenajes, como Francis Ford Coppola en La conversación (The Conversation, 1974), Brian De Palma en Impacto (Blow Out, 1981) o Ridley Scott en Blade Runner (1982). Quizás se deba a que, pese a la simplicidad de la historia, sus implicaciones no dejan de ser fascinantes. Thomas (David Hemmings) es un joven fotógrafo que, paseando por un parque, ve a una pareja besándose y decide sacarles unas cuantas instantáneas sin que ellos se den cuenta. Algo después, al hacer sucesivas ampliaciones, descubre un cadáver en una de las fotografías. Justo en ese momento conoce a una extraña mujer (Vanessa Redgrave) que no duda en acostarse con él, desapareciendo al día siguiente con todos los negativos y las copias. Como en otras ocasiones, el protagonista padece una especie de hastío vital, cuyo reflejo son sus propias modelos, a quienes les da las mismas órdenes inconcretas que uno imagina en boca de Antonioni al hablarle a Lucia Bosé o Monica Vitti sobre sus cometidos en cada uno de las películas en las que trabajaron juntos. El protagonista de Blow Up ha conseguido fama y dinero, pero no le llegan. Ni siquiera su trabajo parece satisfacerle. Tampoco el sexo. Su periplo a largo del metraje está marcado por parques, manifestaciones antinucleares, orgías, drogas, veloces deportivos, grupos de mimos que juegan al tenis sin pelota, ex novias que acabaron casándose, amigos pintores que disfrutan con lo que hacen… Pueden considerarse una sucesión de fragmentos inconexos antes que partes de un todo. Son indicios no de lo que comenzaba a ser el mundo para los jóvenes. Daba la sensación de que algo comenzaba a disgregarse. Y Antonioni creyó entender que en aquel proceso anárquico había algo similar a la energía que puede experimentarse ante un cuadro de Jackson Pollock o a la sensibilidad que emana de uno de Mark Rothko. Esa energía sería la que le atraería de las generaciones contestatarias en Estados Unidos, cuando fue allí a rodar Zabriskie Point (1970).

Después de Identificación de una mujer (Identificazione di una donna, 1982), Antonioni rodó Ritorno a Lisia Bianca (1983), un encargo televisivo para que regresase a la isla donde había rodado años atrás La aventura, y Fotoromanza (1984), un videoclip para la cantante italiana Gianna Nannini. Al acabar este último sufrió un ictus cerebral que le paralizó casi todo el cuerpo y que le enmudeció. Lo único importante que hizo a continuación fue codirigir con Wim Wenders Más allá de las nubes (Al dilà delle nuvole, 1995). Gilberto Perez la calificó como «un dulce y bello adiós, una película sobre deseos insatisfechos no porque los deseos jamás puedan ser colmados (como se esfuerzan en afirmar los discípulos de Freud y Lacan) sino porque se trata de deseos que un hombre mayor como Antonioni solo puede sentir que muy pronto los habrá perdido para siempre, cuando le toque el turno de morir».

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