La literatura infantil en España ha sido un erial durante décadas. Tras unos años treinta prometedores, la Guerra Civil frustró aquella apertura a las nuevas tendencias y en las cuatro décadas de postguerra el panorama de los libros para niños fue triste, pobre y moralizante. Tras la muerte de Franco, comenzó la transición, que también llegó a los libros infantiles y de forma muy entusiasta. De 1977 a 1981 surgieron, por este orden, cuatro sellos que revolucionaron y pusieron al día la literatura infantil en España: Alfaguara, El Barco de Vapor (y Gran Angular), Tus Libros y Austral Juvenil. Alfaguara Infantil fue la editorial más decidida en apostar por la literatura de calidad, contemporánea, comprometida con su tiempo. Y la más internacional. En doce años construyó un catálogo que superó los 500 títulos con los mejores autores extranjeros de la segunda mitad del siglo XX: Roald Dahl, Michael Ende, Maurice Sendak, S. E. Hinton, C. S. Lewis, Sempé, Peter Hartling… y grandes éxitos, ya clásicos, como La historia interminable, Donde viven los monstruos, Matilda o Rebeldes.
Detrás de esta colección, y llevándola muy en primera persona, estaba Michi Strausfeld, el alma y cuerpo de este primer resurgimiento, una alemana que se vino a vivir a Barcelona en 1968 y que ha sido uno de los nombres que más ha hecho por la literatura infantil y juvenil española, y también por difundir a los autores hispanos en su país. «Yo siempre he dicho que tengo dos patas, una aquí y otra en Alemania». Ha sido condecorada con la Orden de Alfonso X el Sabio, y en la Feria del Libro de Buenos Aires del 2012 fue elegida como «una de las 50 personalidades más importantes de la cultura latinoamericana».
Tras dejar Alfaguara se inventó la colección de Las tres edades, de la editorial Siruela, que ha llegado a los 300 títulos; entre ellos, El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, El diablo de los números, de Enzensberger y Corazón de tinta, de Cornelia Funke. Desde hace un año largo se ha retirado de la vida editorial a la que se ha dedicado intensamente durante medio siglo, y ahora vive en Berlín, donde acude a diario a la Universidad ya que está prepararando un ambicioso libro de ensayo, pero visita con frecuencia Madrid para ver a sus tres nietos. Todo comenzó con Cien años de soledad y García Márquez. Así nos lo explica.
—Vine a España porque me había casado con un peruano y empecé a vivir en Barcelona en el verano del 68. El año que nació mi hija me fui a Colombia, y allí estuve del 70 al 72 para hacer mi tesis doctoral sobre García Márquez, Aspectos de la nueva literatura iberoamericana y un modelo: Cien años de soledad, que luego se publicaría como libro en Alemania.
—¿Y en España?
—Nunca hice ninguna gestión porque entonces ya estaba trabajando en Barral Editores, donde llevaba el departamento de derechos de autor. Ahí aprendí lo básico de la vida editorial. Además, hacía de secretaria o algo parecido de los Libros de Enlace, una colección de bolsillo que reunía a varias editoriales catalanas. En esa época también trabajaba en la editorial alemana Suhrkamp, donde desarrollé una colección de literatura española y latinoamericana.
—¿Se han publicado muchos de nuestros escritores gracias a usted?
—En los 20 años que estuve en la editorial se publicaron unos 350 títulos. Entre los autores, dos premios Nobel, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, y dos grandes superventas: Isabel Allende y Carlos Ruiz Zafón. Creo que yo fui la primera editora extranjera en contratar La sombra del viento. En el catálogo también están Julio Cortázar, con el que mantuve una buena amistad, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Cabrera Infante… Muchos de ellos eran desconocidos en Alemania.
—¿Es por ello por lo que le concedieron la Gran Cruz de Isabel la Católica?
—(sonríe) Sí, por difundir la literatura en español en Alemania.
—He leído la orden ministerial y dice: «Esta distinción reconoce la ingente labor de la Sra. Strausfeld en apoyo de la promoción de la lengua española, de la literatura iberoamericana y de los hábitos de lectura».
—Toda la vida me he dedicado a ello.
—Tengo entendido que empezó a interesarse por la literatura infantil que se hacía en España porque no encontraba ninguna lectura interesante en castellano para su hija.
—Eso es exacto. Y me parecía muy triste. Yo he crecido con la literatura infantil. En Alemania hay una gran tradición: los padres procuran que los hijos lean y estamos rodeados de bibliotecas. Siempre me ha gustado mucho leer y no concebía que en España no hubiese una oferta importante. Es cierto que había algo de Juventud, Noguer, Lumen, pero poco más. Intenté convencer a Carlos Barral para abrir una colección de literatura infantil, pero me dijo que no, que los niños ya leerían cuando fuesen mayores. Ninguno de los editores de Barcelona estaba dispuesto a escucharme. Un día llegó Jaime Salinas para ver a su amigo José María Castellet, de Ediciones 62, y le comentó que quería crear una colección infantil para el nuevo sello de Alfaguara Literatura. Y Castellet me recomendó. Esto fue en el año 1976.
—¿Así de sencillo?
—Bueno. Tuve un encuentro con Jaime Salinas, un hombre muy inteligente y elegante, y me dijo que le preparara un proyecto editorial. Le gustó. Y en otoño de 1977 salieron siete títulos con un diseño de Eric Satué, no muy distinto al de la colección de adultos. Los primeros fueron La isla de Abel, de William Steig; El león Leopoldo, de Reiner Kunze y Dragón, dragón, de John Gardner, un americano, un alemán y un inglés. En la colección siempre he procurado incluir autores de todas las lenguas y culturas.
—¿Ya tenía muy claro cómo debía ser la colección?
—Sí. El espíritu de Alfaguara Infantil era publicar autores contemporáneos: hay algún rescate anterior y algún clásico, como Alicia para pequeños o El jardín secreto, pero son excepciones. El grueso del catálogo pertenece a los años que siguieron a la guerra.
—¿Por qué eligió precisamente La isla de Abel para iniciar la colección?
—No quería empezar por un alemán, para evitar suspicacias. El alemán es una cultura vibrante de literatura infantil y muy innovadora, pero en el mercado siempre ha habido más títulos anglosajones porque es la cultura con mayor tradición infantil que tenemos. Era lógico comenzar con alguien de Inglaterra o Estados Unidos, como es el caso. La isla de Abel era un libro reciente, lo leí, me gustó y lo publiqué.
—En el catálogo dominan los autores de lengua inglesa y alemana.
—Es normal. Son las lenguas con mayor tradición en libros para niños. Le siguen los países escandinavos, que tienen un menor volumen de producción. De estas tres culturas me he nutrido fundamentalmente para Alfaguara Infantil. Me hubiese gustado publicar más títulos de Rusia y de los países eslavos, pero era difícil encontrar entonces buenos traductores. Los países románicos, en cambio, se incorporaron más tarde a la literatura infantil: en Francia había poco; en Italia, menos; y la situación española era muy pobre.
—Sin embargo, España tuvo en los años treinta algunos nombres destacados. ¿No pensó en rescatarlos?
—Algo se hizo, pero mi idea era que Alfaguara Infantil fuese una colección estrictamente contemporánea, que abordara los temas y los problemas del momento, y buscaba libros de calidad, pero aquí no había. Lo que sí que hice fue pedir a los autores de adultos, como Juan Benet, Cortázar, Merino y otros muchos, los que publicaban en Alfaguara, que escribiesen textos para niños; pero me dijeron que no. Les comentaba que no era un demérito, que suponía un reto y que en Alemania los grandes autores de adultos también escribían para niños.
—Ahora ha cambiado el panorama y casi todos los autores de adultos tienen algún texto infantil.
—Sí. Parece que poco a poco se fue preparando el terreno para que los escritores de adultos se animasen. Ayudó el enorme éxito de La historia interminable, de Michael Ende. Ese libro empezó a romper la barrera y el prejuicio de que había que ser escritor para niños o para adultos. Traté, durante mucho tiempo, de interesar a los autores españoles. Al cabo de unos años —no entonces— José María Merino me hizo caso y me entregó El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido y Las lágrimas del sol, lo que se conoce como Las crónicas mestizas.
—No hay muchos autores españoles en Alfaguara infantil. En el catálogo de finales de 1982 sólo se asoman Fernando Alonso, Rubén Caba y Mercedes Neusfacher-Carlon.
—El hombrecito vestido de gris, de Fernando Alonso, era un gran libro de cuentos y fue un éxito, pero resultó una excepción. Normalmente, los originales que recibía no me convencían mucho, y los autores que escribían bien ya tenían su propia editorial.
—¿Cómo era el panorama de la literatura española cuando comenzó con Alfaguara?
—Por lo general muy pobre, lo que contrastaba con los lectores. En España estábamos al comienzo de la transición; había un gran interés por lo nuevo y por conectarse con lo que se hacía fuera. Yo traía lo mejor de lo que se publicaba en los otros países, y esperaba que aquí me ofreciesen textos de una calidad parecida.
—Se empezó a poner de moda la literatura infantil.
—Creo que fue la época. La gente se daba cuenta de que debía preocuparse por la formación y los intereses de sus hijos, que el TBO no era suficiente. Ese ambiente de abrirse al mundo, en el que se movía la colección, era la vía dominante del país. Además, Alfaguara Literatura estaba de moda: era una editorial muy moderna, en el diseño, los títulos, los autores. Jaime Salinas, un comunicador extraordinario, lograba que se hablase mucho de ella. Nosotros éramos lo más moderno y lo más internacional, y yo me preocupaba de introducir libros de los cinco continentes. Ese siempre fue mi afán, porque pienso que a través de la literatura se pueden tender puentes y lograr comprender mejor otras culturas.
-—¿Cuáles fueron los mayores éxitos antes de La historia interminable?
—En general, los primeros títulos se vendieron muy bien. Cuando Hitler robó el conejo rosa (las vivencias de una niña judía que ha de huir de su hogar, y al quitarle su muñeco de peluche siente que la arrebatan la infancia) tuvo una enorme aceptación. El libro parecía hecho para el momento de la España de entonces. Hace poco estuve con su autora, Judith Kerr, una viejecita de 90 años con mucha energía que aún seguía escribiendo.
—Enseguida incorporó a Roald Dahl. ¿Cómo es que nadie había intentado publicarlo?
—Es algo que no te sé explicar, pero estoy muy contenta. El número 5 es El superzorro, y el 15, Charlie y la fábrica de chocolate, que se vendió muchísimo. Cuando contraté a Roald Dahl ya era un éxito internacional. Es el autor clásico por excelencia de la segunda mitad del siglo XX.
—¿Por qué?
—Sus libros tienen magia. Roald Dahl logra ser irreverente desde el punto de vista infantil. Los niños son más listos de lo que presuponen los adultos, y Dahl lo ha sabido captar muy bien y contarlo estupendamente. Me gustan todos sus libros, pero si tuviera que destacar alguno me quedaría con Matilda, Los cretinos, Charlie y la fábrica de chocolate, La maravillosa medicina de Jorge, Las brujas… En fin. Roald Dahl tiene una especie de maldad que atrae.
—¿Lo conoció?
—Tengo una carta suya. Una vez le invitamos a España, pero declinó la invitación. En cambio, sí conocí a Maurice Sendak en la Feria de Bolonia: era un hombre muy refinado, muy culto, que adoraba los cuentos de Grimm, porque le parecían los más terroríficos de todos.
—El gran clásico de Sendak, Donde viven los monstruos, lo publicó al inicio de la editorial en un álbum especial de tapa dura, lo que era una inversión. ¿Se lo pensó?
—En absoluto. Maurice Sendak es uno de los autores fundamentales de la literatura contemporánea. Fue un riesgo, eso sí. Donde viven los monstruos tuvo mucha crítica al principio. Se decía que los niños iban a tener pesadillas y que era imposible que pudiesen disfrutar con su lectura. Normalmente mis libros más criticados han sido los de mayor éxito. Pasaría algo parecido después con Rebeldes, de S. E. Hinton, cuando creamos la Serie Roja.
—Aunque nos adelantemos al tiempo, háblenos de esa serie pensada para los jóvenes, que podía haber sido paralela a Gran Angular, de SM, si no fuese porque esta editorial, al estar muy presente en los colegios, tenía que elegir con mucho cuidado los temas y el tratamiento.
—En la Serie Roja había títulos que trataban el mundo de la droga, la separación de los padres, la sexualidad prematura, los abusos, la delincuencia, la marginalidad, todos los temas problemáticos de los jóvenes. En un principio tuvo mucha crítica, y por supuesto, mucha aceptación, como ocurría en otros países. No se había hecho nada parecido en España. Alfaguara siempre trató de ser un poco pionera.
—El gran éxito de la editorial fue La historia interminable. ¿Se lo esperaban?
—Nunca se puede prever, y cuando lo contratamos aún no había tenido la repercusión que tuvo después. El primer libro que edité de Michael Ende fue Momo, el número 19 de la colección, que al principio pasó desapercibido. Una vez que Ende estaba en nuestro catálogo nos llegó la posibilidad de publicar La historia interminable, que era un gran riesgo pero decidimos asumirlo. Este título fue nuestra primera tentativa clara por romper las barreras de las edades. A Jaime Salinas se le ocurrió la idea de hacer un libro con dos portadas al mismo tiempo: por un lado, como la infantil de siempre, y por el otro, como la de Alfaguara de adultos. Además, la traducción de Miguel Sáenz le dio un prestigio añadido y la etiqueta de que aquello era verdadera literatura.
—Todos nos acordamos bien del libro, impreso con las letras a dos colores.
—En Alemania se había publicado a dos tintas y había que respetarlo. Era un requisito necesario. La impresión en dos colores resultaba muy cara entonces y había que hacer una gran tirada para amortizarlo, lo cual era todo un desafío, pues, como te dije, Momo no había funcionado
—¿No tuvieron miedo?
—Comercialmente era una apuesta arriesgada, pero yo sabía que era un gran libro, así que decidimos ir adelante, y nos salió redondo (sonríe). Más que redondo.
—¿Cuántos ejemplares se han vendido de La historia interminable?
—No lo sé. No suelo recordar bien esos dato. Lo publicamos en 1983, y cuando yo me fui de la editorial (seis años después) ya había alcanzado el millón de ejemplares. Eso le dio oxígeno a la editorial.
—¿Les permitió abordar otros retos?
—No. No varió la línea, pues la teníamos muy clara desde el principio, aunque nos facilitó aumentar el número de títulos anuales, algo necesario, ya que existía una gran demanda. Al principio publicábamos 14 al año, y luego llegamos hasta 50.
—Se puede decir que Alfaguara Infantil estaba en la cresta de la ola.
—Sí, fueron muy buenos tiempos. Dado el éxito de los libros y la calidad del catálogo me ofrecían todo. En esos momentos podía elegir lo que quería. La editorial ha sido muy internacional y en la colección están los mejores autores de todos los países. Con ese catálogo y esos éxitos me paseaba por la Feria de Bolonia y lo que quería era mío. Publicamos a los más grandes: Dahl, Sendak, Janosch, Ende, Peter Hartling, Erich Kästner, Singer, que fue premio Nobel, Sempé, Nöstlinger, Arnold Lobel…
—¿Hubo fracasos sonados, o algún autor o libro que estuviese muy por debajo de las expectativas?
—Sí. Los libros de Narnia, de C. S. Lewis, una serie que años después se haría muy famosa con películas de Hollywood incluidas. El primer libro que publicamos fue El sobrino del mago (número 250), que sería sobre el año 1985 y continuamos con otros cinco más. Insistimos, pero sin ningún éxito. Creo que en este caso nos adelantamos al tiempo. Otro libro que pasó desapercibido incomprensiblemente fue Los ojos de Amy, de Richard Kennedy, una gran novela, traducida por Miguel Sáenz. Siempre tienes algún título que no funciona, pero que una serie como Narnia fracasara era algo que no pudimos entender, porque fracasaron los seis. Momo no fue un superventas en su momento, pero luego tuvo casi tanto éxito como La historia interminable, y algunos lo consideran mejor.
—Conocería también a Michael Ende.
—Tuve trato con él, pero cuando vino a Madrid para presentar La historia interminable estaba en Berlín organizando el Festival de literatura hispanoamericana. Tenía 35 escritores en la misma fecha. Más adelante le conocí en Fráncfort y nos volvimos a ver en otras ocasiones.
—En la colección hay (había) un libro de Isabel Allende, autora que usted descubrió para Alemania. ¿Se lo solicitó?
—No. Me llegó espontáneamente. Cuando la escritora vivía en Madrid, me mandó su relato La gorda de porcelana y se lo publicamos en 1983, pero nos lo retiró enseguida y no pudimos reeditarlo.
—En ese año se vino usted a vivir a Madrid. ¿Por qué?
—En 1983 ya empezaba en Barcelona eso del nacionalismo, algo que no me gusta nada y estoy muy en contra. Había estado viviendo tres meses seguidos en Berlín para preparar el Festival literario; cuando regresé, la ciudad se me cayó, se me hizo muy estrecho el horizonte que había entonces.
—¿Hubo alguna razón más?
—Sí. Era el momento. Además, a Jaime Salinas, con el que tan bien me entendía, le habían nombrado director general del libro y dejaba la editorial. Así que me vine a Madrid para vigilar mejor mis libros.
—¿Estaban en peligro?
—La editorial Santillana había comprado Alfaguara, y Miguel Azaola, que dirigía Altea Infantil, se quería quedar con mi colección infantil y juvenil, lo que finalmente consiguió.
—¿Qué sucedió para que se fuera de Alfaguara cuatro años después de venirse a Madrid?
—No me fui. Me despidieron con estas palabras: «Lo has hecho muy bien, pero también lo podemos hacer sin ti». Ya no estaba Ignacio Cardenal como gerente general, con el que me llevaba muy bien.
—¿Qué tal fue su vida en Madrid?
—Muy interesante. Madrid entonces era una ciudad efervescente: estaba la movida, y había una gran inquietud e interés por la cultura, por abrirse a nuevas experimentos y conocer. Yo me trasladé muy convencida a Madrid. Me entusiasmaba la apertura que había en la ciudad, que se hacía más evidente si lo comparaba con la Barcelona que había dejado.
—Una ciudad se asomaba al mundo y la otra avanzaba hacia el provincialismo.
—Empezaron a ser ciudades muy distintas. En 1985 organizamos en Madrid la Semana del Libro Alemán, que fue cuando nos visitó Christine Nöstlinger, Janosch y otros autores importantes. Entonces conocí a Jacobo (Fitz-James Stuart, el hijo de la duquesa de Alba) y empecé a colaborar con él en El Paseante. El día que me despidieron de Alfaguara tenía una cena con Jacobo para hablar de la revista; le conté lo que me había pasado y esa misma noche me propuso que hiciese una colección infantil para Siruela.
—¿Lo aceptó?
—Lo pensé, pero no lo tenía claro. Ya había creado Alfaguara Infantil y Juvenil, había publicado más de 500 títulos, y después de lo que me acababa de pasar estaba cansada y desanimada. Necesitaba cambiar de aires. Me fui a Nueva York con la idea de quedarme a vivir, ya que mi hija había terminado el colegio y se iba a estudiar a Berlín. Yo seguía trabajando para la editorial alemana y lo podía hacer muy bien desde allí. Tras un mes en la ciudad me di cuenta de que Nueva York es demasiado intensa, y si me quedaba mi vida iba a ser trabajar, trabajar, trabajar. Así que volví a Madrid y acepté la oferta de Jacobo.
—¿Hacer una colección infantil para Siruela?
—Sí, pero no quería repetirme. No quería llevar Alfaguara a otra editorial. Le dije que me proponía hacer algo distinto a lo que había hecho y a lo que se estaba haciendo en España. Así nació la colección Las Tres Edades con la idea de romper las fronteras de la edad y se anunciaban como libros para lectores de 8 a 88 años.
—Entre los tres primeros títulos había dos autores españoles. Eso sí que fue un cambio.
—El panorama de la literatura española era muy distinto a cuando comencé con Alfaguara, así que era necesario otra línea. La colección nació con la idea de dar protagonismo a los autores de habla española. En este sentido, José María Merino ya había roto fronteras con su trilogía juvenil. También Juan José Millás, que había publicado (en Anaya) Papel mojado, una novela para todas las edades. El país había madurado, también literariamente, y los autores de adultos ya estaban muy dispuestos a escribir para niños sin que pensaran que era rebajarse.
—Las Tres Edades se inició con El final del cielo, de Alejandro Gándara, y el número 3 era ya Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite, todo un lujo y el primer gran éxito.
—Fue un regalo que nos cayó del cielo. Ese libro no se lo pedimos, sino que la propia Carmen, que era vecina de Jacobo, se lo ofreció para que hiciese algo con él, porque era un manuscrito que no encajaba en la editorial donde ella publicaba.
—Esto fue en 1990, año en el que se aprobó la nueva ley de educación, la LOGSE. No sé si aquello influyó en la difusión e interés por la lectura en los colegios.
—No tengo la más remota idea. Yo creo que el momento de mayor aceptación de literatura infantil y juvenil de calidad (y subraya lo de calidad) fue en la transición. Luego ha crecido enormemente la industria de la edición en España y ahora está a un primer nivel mundial.
—Sin embargo, creativamente, ¿no estamos a los niveles de los países anglosajones?
—No se puede pretender en 40 años de democracia alcanzar una tradición que en otros países lleva ya casi de dos siglos. Todo esto de la literatura infantil empezó en la época victoriana, a mediados del siglo XIX, así que nos llevan una gran ventaja. España ha avanzado muchísimo. Ahora es muy normal que los padres quieran que sus hijos tengan libros y se sabe que leer activa otras partes del cerebro a las que no llega la televisión o los videojuegos.
—En Las Tres Edades hay un gran número de títulos que recopilan cuentos populares de distintas culturas.
—Esa afición a los cuentos populares es de Jacobo, que comenzó por su cuenta. Luego los publicamos entre los dos.
—En esta nueva etapa tuvo suerte, porque al poco de crearse Las Tres Edades llegó El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, su mayor éxito. ¿Cuánto ha vendido?
—Nunca me aprendo bien las cifras, pero más de un millón, seguro. Lo leí en alemán nada más traducirse y convencí a Jacobo para publicarlo.
—¿Con qué argumentos?
—Le di mil razones. Era una apuesta muy arriesgada: un libro muy gordo que cuenta la historia de la filosofía y había que traducirlo del noruego, lo cual no era fácil para una editorial pequeña. Pero seguí insistiendo a Jacobo y finalmente lo publicamos. Mi máxima siempre ha sido: si un libro me agarra, me fascina y entusiasma, lo quiero publicar. Una vez que salió, trajimos al autor a autor a Madrid, pero yo estaba en París en el hospital porque tuve un accidente de esquí.
—Supongo que no se esperarían un éxito de tal dimensión con un libro sobre la historia de la filosofía.
—Cuando una editora pequeña tiene un éxito tan descomunal estás muy agradecido, pero nunca lo puedes prever. Siempre te haces la misma pregunta: ¿funcionará? En Alemania me pasó con las primeras novelas de Isabel Allende y de Zafón, que ahora son dos de los autores que más venden en el mundo.
—¿Qué tal se lleva con el resto de los editores?
—Cuando empecé no tenía competencia, y luego ya me avalaba el prestigio de la editorial y el éxito de algunos títulos, así que lo que yo quería lo podía tener y siempre he frecuentado las ferias internacionales.
—Hablará idiomas.
—Alemán, inglés, francés, castellano y portugués.
—¿Y catalán?
—No. No hablo catalán.
—¿Cuáles han sido los otros éxitos de Las Tres Edades?
—Además de los de Jostein Gaarder, El diablo de los números, de Enzensberger; la trilogía Mundo de tinta, de Cornelia Funke, la Carta al rey, de la holandesa Tonke Dragt, y El viejo de Teo, de Catherine Clément, y alguno más.
—¿Y los fracasos?
—No se puede hablar propiamente de fracaso, pero hay un fenómeno que no se entiende bien. He publicado ocho libros juveniles extraordinarios de Henning Mankell, y no se venden tanto, ni mucho menos, como sus novelas policiacas para adultos.
—Años después Jacobo Fitz-James Stuart vendió Siruela y fundó otra editorial, como es Atalanta. ¿Cómo le afectó el cambio?
—No se notó, porque he seguido trabajando muy bien, y en la misma línea, con Ofelia Grandes, con la que nunca he tenido ningún problema. La colección ya ha cumplido 25 años y ha superado los 300 títulos. Ahora tenemos una línea de no-ficción de la que estamos muy satisfechos y la editorial ha empezado a publicar álbumes infantiles, pero yo ya no me encargo de ello. Ahora todo mi tiempo es para investigar.
—¿Qué es lo que está preparando?
—Es un ensayo muy exigente de unas 400 páginas en las que se propone cómo se puede entender el continente Latinoamericano a través de su literatura. Tardaré dos años más. Es un reto intelectual que asumo con entusiasmo y me alegra volver a la Universidad. En Berlín tengo la mayor biblioteca de literatura iberoamericana de Europa, y la segunda del mundo (tras la de Washington), con un millón de obras. Así que ahí puedo investigar muy a gusto.
—¿Cuáles fueron los libros que marcaron su infancia?
—Me gustaban mucho los cuentos de hadas, los libros de Los Cinco, de Enid Blyton, Pippi Calzaslargas, y Erich Kästner, que era mi favorito. Muchos años después, cuando quise publicarlo en Alfaguara, tuve que releerlo y lo hice con recelo. Me dije: «¿Si ahora no me gustan sus libros perderé parte de mi infancia?». Pero no hubo ningún desencanto. He descubierto que la profundidad de un buen texto infantil permite muchas lecturas. Así que sentí alivio al volver a leer a Erich Kästner (El hombre pequeñito, El 35 de mayo, El aula voladora, La conferencia de los animales) y comprobar que me seguía interesando.
—¿Y los libros de su hija?
—Posiblemente, los que más le marcaron de pequeña fueron Donde viven los monstruos y Matilda.
—¿Le hubiera gustado publicar Harry Potter?
—¿Y a quién no? Pero no llegó a mis manos. No pude tener el manuscrito, no sé bien por qué. Quizás porque yo no viajaba tanto a Londres.
—¿Fue un éxito inesperado?
—Todos los éxitos son inesperados, pero Harry Potter, al margen de sus ventas, es un libro de calidad, un buen libro, que mezcla la fantasía tradicional anglosajona con algo moderno, lo que produce un texto original, y tiene un léxico amplio. Harry Potter es claramente literatura, uno de esos milagros que cada editor agradece y mucho.
—Ya hemos acabado la entrevista, pero antes de irnos me gustaría preguntarle por Julio Cortázar, a quien frecuentó. ¿Qué tal era?
—Yo lo publiqué en Alemania, y hemos sigo muy buenos amigos. Julio tenía una imaginación que en muchos aspectos se acercaba a la mente infantil. Era juguetón. Yo le pedí algún texto para Alfaguara, pero no me lo dio. Me solía decir que le hubiese encantado escribir para niños, pero que le parecía muy complicado y que no sabía. Estoy segura de que lo hubiese hecho estupendamente.
—¿Qué tal era Julio Cortázar como persona?
—Una maravilla: una inteligencia, una generosidad, un refinamiento…
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