[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XIV: MIDAS
Las puertas se abrieron con cierto estrépito, dando paso a Liana. Una aparición en brocado y seda, los ojos más verdes del mundo. La joven recorrió la sala con el ceño fruncido, ignorando las reverencias de los escribas. Dirigió sus pasos al Senescal.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—Buenas tardes, Princesa —respondió el anciano, con una leve inclinación—. Vuestro padre, el Rey, se encuentra en la cámara.
No eran necesarias más explicaciones. Liana apretó los labios y abandonó la estancia con mucha menos prisa de la que mostrara al llegar. El Senescal contuvo un suspiro de lástima al ver los hombros ligeramente hundidos de la joven.
Lo había intentado. Había hecho todo lo humanamente posible por persuadir a Su Majestad. Por prevenirle contra su propia codicia, contra las promesas envenenadas del Hechicero. El Rey, desgraciadamente, estaba más allá de toda salvación.
El último invierno había caído sobre aquellas tierras como una maldición de nieve y lobos. La interminable guerra contra el Bastardo sangraba las arcas. Y el Rey, desoyendo cualquier llamado a la prudencia y la mesura, continuaba exprimiendo a su gente sin piedad, asfixiando al pueblo con impuestos, aplastando el menor atisbo de malestar o protesta. Las celdas estaban llenas, las despensas vacías, la burla de un campesino se castigaba como delito de traición y los ojos de los huérfanos se volvían llenos de rencor hacia palacio.
—La situación es insostenible, Majestad —insistía el Senescal—. El pueblo precisa un respiro.
—Son tiempos difíciles —alegaba el monarca, repasando frenético sus cuentas—. Las tropas de mi hermano me atosigan sin dar tregua. La libertad del reino tiene un precio.
—Es un precio demasiado alto, Majestad. Es una libertad sin pan.
—Estarían mucho peor bajo el yugo del Bastardo.
—Sin duda, Majestad —terciaba el Senescal, conciliador—. Mas es preciso que vuestro pueblo no albergue duda al respecto. Me temo que no consiguen imaginar destino peor que enterrar a sus hijos aniquilados por el hambre.
—¿Acaso no he perdido yo un hijo? —bramaba el Rey, fuera de sí—. ¿No he entregado a mi primogénito, no he visto derramarse mi propia sangre?
—Un sacrificio que os honra, Majestad. Pero no os otorgará por mucho tiempo el afecto de vuestros súbditos.
—Yo soy el Rey —zanjaba el soberano, implacable—. Hacer mi voluntad es mi derecho.
Con gesto febril, regresaba a sus libros, a sus cifras, calculando una y otra vez las dimensiones de su tesoro, evaluando el peso de sus arcas, acariciando su fortuna.
—No es suficiente —murmuraba, pálido por el ansia—. No es bastante. Necesito más. Son tiempos difíciles. Necesito mucho más…
Solo la más absoluta desesperación condujo los cansados pies del Senescal hacia la torre norte. Aquel inhóspito rincón de palacio albergaba los dominios del Hechicero, un personaje siniestro y artero, dominado por la ambición. Un vulgar maquinador de orígenes inciertos que había logrado con su lengua de serpiente embaucar al Rey y postrarlo de rodillas a su merced. La mera presencia del charlatán hacía estremecer al consejero. Y, sin embargo, era preciso enfrentarlo. Por el bien de todos.
El Hechicero recibió al Senescal con palabras elogiosas y ofrendas que este no dudó en rechazar.
—Has envenenado al Rey —le acusó el anciano, sin rodeos—. Sucumbe a la locura sin remedio.
—¿Es, entonces, momento de arrancarnos las máscaras? —inquirió el Hechicero, en tono jovial—. Sea, pues. Te lo agradezco. Nada me resulta más enojoso que la falsa cortesía.
—Tus manejos nos traerán la desgracia —siguió el Senescal—. Serás la ruina de nuestro reino.
—Hay otros muchos. No es cosa que me inquiete. Poseo cierta habilidad para renacer de mis cenizas.
—No serán tus cenizas, sino las nuestras. Dime, ¿qué le has prometido? ¿Qué ponzoñoso conjuro has obrado contra él?
—Uno que me hará más rico de lo que jamás había osado soñar —admitió el brujo, con expresión risueña.
El Senescal apretó los puños.
—¿Es esto obra del Bastardo? ¿Es a él a quien sirves?
Las pobladas cejas del Hechicero se alzaron, amenazadoras.
—Ten cuidado, anciano. Sugerir tal cosa podría causarte graves problemas. Lamentaría que tu cabeza terminara en una pica —declaró, sin dejar de sonreír—. Y, ahora, te ruego que me disculpes. Su Majestad me visitará esta noche. Los signos son favorables y los hados se prestan a la magia. Llegada es la hora de que cumpla mi parte del acuerdo. Para cuando el sol despunte, estaré lejos. Y tú servirás al hombre más poderoso de la tierra.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del Senescal. Tratando de recomponerse, se encaró por última vez con el nigromante.
—Deberías saber que no es oro todo lo que reluce.
—Sí que lo es —replicó una voz burlona a sus espaldas.
No hubo remedio ni pócima capaz de hacer al anciano conciliar el sueño aquella fatídica noche. Un viento de mal agüero azotó los postigos, como una bestia maléfica que tratara de colarse por los resquicios.
—Que Dios nos asista —murmuró el Senescal, encogido bajo las mantas—. Y que tenga piedad de este pobre país de viudas.
Arriba, en la torre norte, las llamas hacían borbotear un mejunje ambarino que hipnotizaba la mirada voraz del Rey. Cuando el Hechicero sumergió el cáliz en el caldero y se lo ofreció, el monarca se pasó la lengua por los labios resecos.
—Si no funciona haré que te descuarticen —advirtió.
—Bebed, Majestad. Y os convertiréis en Dios.
Los alaridos empezaron a escucharse antes del alba. Habían empezado como histéricas carcajadas, el espeluznante regocijo de un demente aterrando a las sirvientas y haciendo huir a los pájaros. La guardia real siguió el reguero de muebles refulgentes, cediendo al pánico a medida que el horror se multiplicaba. El Capitán no pudo menos que santiguarse al descubrir primero a los perros de caza del Rey, detenidos en mitad de su espantada, y al ayuda de cámara después, congelado en una mueca de pavor. La macabra sucesión de estatuas continuaba a lo largo de los corredores. Doncellas, pajes, damas de compañía, todos ellos suspendidos en el tiempo, exhibiendo rostros desencajados por la sorpresa y el terror, todos bañados por aquel brillo de pesadilla. Para cuando logró llegar al salón del trono, la maldición ya había tomado forma. Espantados, los soldados contemplaron a su señor, rodeado por los bruñidos pedazos de su desgracia, flores, retratos, libros, racimos de fruta, aves en pleno vuelo, espejos y reliquias. Y, en medio de tal abominación, la hermosa Liana revestida de oro, sólida y fría como la locura de un Rey.
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