A continuación Zenda reproduce este texto de Guillermo Roz que se presentó en la primera jornada de «Migración y salud», un evento celebrado en San Sebastián de los Reyes durante el mes de mayo de 2022.
Me llega esta invitación justo en el año que cumplo veinte años desde que inmigré (qué fallido lo del tango aquel: lo de 20 años no son nada, vaya si lo son) y en el momento que el crecimiento de mi primera varis desde una pierna me anuncia, entre otras cosas, que el año que viene cumplo los cincuenta. La memoria de los años, la salud y la inmigración me llevan a un personaje: mi bisabuelo Víctor, nacido en Lalín, Pontevedra, que desembarcó en Buenos Aires a primeros del siglo XX. El carpintero Víctor, un inmigrante a quien nadie le pidió papeles ni ningún grupo político quiso echarlo porque sabía que llegaba a trabajar, después de toda una vida construyendo sillas y mesas para media provincia, en sus últimos días se entregó a frotarse las rodillas en el portal de su casa, a perderse por el barrio y a llamar al orden a distintos rapaciños invisibles. Mi bisabuelo flotó en una demencia senil que le sirvió de puente para cruzar al otro lado. Contaba el gallego, en un país en el que todo inmigrante español se convierte a la fuerza en un gallego, que la primera vez que quiso mandar una carta desde Buenos Aires a Lalín, unos muchachos gustosos de aconsejarlo en el proceso de envío, le indicaron: primero abrís la tapa del buzón, después tirás la carta adentro, y al final, metés la boca en la ranura del buzón. Entonces gritás fuerte: ¡A Galicia! Víctor dudó, pero ante la insistencia de los conocedores barriales de las comunicaciones, no pudo más que hacerlo. ¡A Galicia!, gritó y la carta llegó.
Muchas de esas anécdotas de adaptación forzada me fueron llegando con los años, crónicas de aquella familia gallega que siempre echó de menos sus ríos, sus montañas, sus verdes infinitos de la hermosa Pontevedra. ¿Quién le hubiera dicho a ellos, a esa gente subida al plan de “Hacer la América” y al coste de salud que pagaron para adaptarse y echar raíces, que uno de sus bisnietos, yo mismo, se volvería a la madre patria para “Hacer la España”, “Hacer la Europa”, y que para mí no habría de ser necesario cruzar el océano en el sótano de un barco durante cuarenta días, sino que me bastaría con sentarme en la butaca de un avión durante solo doce horas, para llegar al país desde donde con un teléfono personal y móvil, podría hablar casi gratis con mis familiares, a 10.000 km, desde una pantallita en la que nos podríamos escuchar, ver y casi oler? Cuánta salud le habrá costado la morriña a mi bisabuelo Víctor, me pregunto. ¿Cómo puede ser, me sigo preguntando, que la medicina todavía no haya inventado un medidor de nostalgia, uno que precise cuántos minutos, horas o días pagan los que invierten su tiempo en mandar el alma o la mente o el corazón a la tierra original, mientras viajan en el autobús o limpian una casa, o atienden a un enfermo, o venden las frutas en los mercados en los que compramos? ¿O gano salud cada vez que pienso en la tierra que dejé? ¿O gano salud desdoblándome, abstrayéndome, recreando un lugar que ya no existe tal como lo dejé, que ya no existe más que en mi memoria imaginada? ¿Se podría decir que el inmigrante cuenta con dos saludes, la que usa para vivir aquí y la otra, con la que vuela en sueños para allá?
Lo mío fue por el cauce más amable, el de la elección sin demasiadas presiones económicas, ni guerras civiles, ni persecuciones políticas, ni ninguna causa urgente. Lo mío era vivir en el país de Cervantes. Hoy, veinte años después, le acaricio la cabeza al cándido muchacho que fui. Nunca pude imaginar los precios que habría de pagar por “vivir en el país de Cervantes”. Ningún inmigrante tiene la posibilidad de volver al día anterior de la partida para prevenir a su antiguo yo. Si viesen el futuro, cuántos elegirían no emprender viaje ante la montaña de dificultades y pesares a los que se verían abocados.
Elegí tomarme el avión desde la capital argentina un octubre de 2002, tras el tiempo horrible del corralito, aquella mala broma de los políticos nacionales que confinaron los ahorros bancarios generales de la gente. Llegué a Madrid maquillado. Decían que muchos de los muchísimos compatriotas que llegaban en ese tiempo eran rechazados, puestos en un avión de vuelta. Tal como estaban las cosas, mi mamá me dijo que me pusiera una capa de maquillaje con la cual se tapara mis granitos y otras vergüenzas faciales. Si llegás lindo es más difícil que te rechacen, me dijo. Yo le hice caso, quizás por precaución, seguro por miedo y también porque aquella capa cosmética representaba, de algún modo, la mano de mi madre agarrada a la mía, la más bonita y segura compañía para cruzar la frontera más temida.
Desde que llegué a Barajas hasta tres años después que pude volver por primera vez, fui ilegal. Tuve tres o cuatro empleos, el primero de ellos repartiendo periódicos gratuitos. Me pagaban entre 5 y 8 euros por día, según el recorrido. Solo tomaban a muchachos sin papeles, que no rechistaban por lo mínimo del pago. Recuerdo que me quedaban las piernas bien cansadas de caminar todo el día. Alcanzaba para un plato de fideos o de arroz. Dos comidas. Se podía sobrevivir, si no tenías que pagar alquiler y dormías en el sofá de un amigo. Así gané amigos y perdí a la novia argentina con la que llegué. En los primeros diez años viví en trece o catorce domicilios diferentes. Una tarde de hambre robé yogures que me bebí de pie, frente a una nevera horriblemente fría, en un Hipercor. En los pisos que alquilé con mi nueva novia española, era ella la que llamaba a los caseros ofertantes, porque sabíamos que al escuchar mi acento nos dirían: ya está alquilado. Escribí horóscopos falsos en la primera revista que me dio permiso para ejercer mis dotes de creatividad literaria, siempre a cambio de que también vendiera páginas de publicidad. Hice un millón y medio de colas durante las cuatro estaciones del año, en todas las oficinas de extranjería, en todas las comisarías, en todas las embajadas y consulados: para el primer permiso de residencia, para el segundo, para el tercero, para la nacionalidad. A ese tiempo le achaco el origen de las varices que empiezan a aflorar en estos meses. Expliqué una y otra vez que mi nombre era Guillermo y no Anselmo, por ejemplo. La sh de Guillermo me lo ha puesto difícil muchas veces, desde el mismo momento de mi presentación. Y publiqué mi primer libro y a la presentación llegó mi padre de sorpresa desde Buenos Aires, el mismo padre que nunca entendió del todo eso de “las letras”, eso de “dedicarse a escribir”, pero que siempre apoyó mi plan inmigratorio, sería porque él se había quedado con las ganas en los años setenta de inmigrar a Australia, un plan que tenía cerrado junto a mi madre, un plan que se acabó cuando su padre, mi abuelo, le dijo que si él se iba tan lejos, él se moría. Mi padre, entonces, se cruzó los diez mil kilómetros solo para estar conmigo ese día tan especial y se volvió a tomar el avión al día siguiente, dejándome el alma llena de amor. Escribir y publicar en el país de Cervantes, un sueño. Y después tuve una mujer, que todavía tengo y con ella dos madrileñitos hermosos que ya están en edad de reprocharme todo, con un: ¡jolines Papá!
Todo eso me pasó desde que llegué y tantas otras cosas más. Pero quiero traer a esta mañana un recuerdo que viene a cuento, aunque suene a cuento.
Esta parte de la historia, como las de la mala literatura, empieza con un amor y un desamor. Ya he contado que perdí a la novia argentina en el camino, un par de años después de llegar. Me tomé muy mal la separación porque, me di cuenta años después, que ella era el último pedazo de Argentina que yo todavía llevaba conmigo. Así, solo solísimo, inmigrante por completo, me enfermé. El médico de cabecera escuchó mi caso con paciencia, se tomó su tiempo y por fin me explicó su teoría, una que se repetiría para siempre en mi memoria: usted es igual que una planta que ha sido trasplantada, caballero. Todo aquel que migra, incluso quien se muda, puede pasar por esta instancia. ¿Qué le pasa, entonces, a una planta que se trasplanta? Le pasa que sufre una crisis: se puede poner amarilla, se le pueden caer unas hojas, hasta se puede morir. El período de adaptación pone a prueba la salud. Dicho esto: usted no se va a morir, sólo está sufriendo una crisis de adaptación. En su caso, esta crisis le trajo una alergia. Por eso le cuesta respirar, le pica el paladar y los ojos. Por otra parte, no es difícil volverse alérgico en Madrid. ¿Sabe que se ha instalado en la segunda ciudad con más árboles del mundo? Bueno, oiga, siguiendo con la comparación con la planta: usted se va a adaptar, pero va a pagar el precio, como toda planta trasplantada. Pero si se cuida y persevera en su recuperación, va a convertirse en un alérgico controlado, bien medicado y hasta puede que un día la alergia remita para siempre. Y si seguimos, yo le diría que un día usted será una planta que va a florecer.
Aquel buen hombre que no me puedo olvidar, me regaló con esas palabras sencillas y sabias, una lección para toda la vida, pero sobre todo para la vida como inmigrante. Porque eso de ser inmigrante, aunque se viva hasta el último día en el país al que se llegó, uno ya no se lo quita de encima, jamás.
La maldita alergia no remitió con los años, sino más bien todo lo contrario: invitó a colarse hasta la cocina al maldito asma, convirtiéndome en cada primavera, en un hombre que pide a Don Santiago de Compostela, a San Diego Armando y a las redondas inhalaciones del Plusvent de 500 miligramos, un poquito más de aire.
Los problemas de respiración de los que me hice amigo, amén de ciertos pólipos nasales bien corregido en la sanidad pública, me llevan al aroma de las flores, de mis propias flores. Una planta que va a florecer, dijo aquel señor. Pero, ¿qué era eso de florecer…? Con permiso de los marca-páginas de autoayuda, diré que: florecer es encontrar la mejor versión de uno mismo.
Mi manera de florecer fue contar historias, escribirlas, publicarlas, conversarlas, compartirlas. Florecer para mí fue contar mi necesidad de florecer, porque quien no florece se marchita. Escribir novelas y cuentos en los que aparecía disfrazados y no tan disfrazadas, la historia en la que mis padres fueron a visitar su primera casa en construcción, con su miedo y su ilusión; escribir novelas en los que un grupo de franceses colonizan un pueblo en medio del desierto pampeano; o dejar rienda libre a las risas, tan terapéuticas, en una comedia surrealista como la de mi última publicación. Y, entre medias, gané becas, gané premios, gané lectores y gané alumnos.
De todo este camino de adaptación, supervivencia y florecimiento posible, el único que puede dar cuenta total es mi cuerpo, éste que hoy se presenta delante de todos ustedes y les confiesa con la honestidad de un peregrino al final de una etapa: cómo sufrí, cómo me estabilicé, cómo finalmente pude llegar a este destino deseado.
Hace dos años, en mayo de 2020, mi padre tuvo la mala idea de morirse. En medio de la pandemia, no pude viajar para despedirme. En ese momento, me di cuenta que ni el florecimiento personal y el profesional en esta tierra bendita, me iba a salvar de la distancia. Una vida, por más amplio de miras que resulte quien la vive, se desarrolla en un espacio físico determinado. Igual que una planta no puede estar plantada en dos tierras al mismo tiempo. Para ser un inmigrante con salud hay que saber aceptar la realidad. “Estar donde estás”, dicen ahora los meditadores que nos dan una mano grande a muchos. Estar donde está tu cuerpo, donde está la escuela de tus hijos, donde está tu trabajo. Escuché decir por ahí, que uno es de donde tira la basura. Yo soy de Hortaleza, Madrid, pero también soy de Buenos Aires. Sin embargo, no se me escapa nunca que mi vida y la de mis hijos se desarrolla en Madrid. Será por eso que la aprendí a querer tanto.
Gestionando el florecimiento y la distancia, así vine, así estoy y así me iré algún día, para encontrarme con los otros viajeros de la familia que soñaron con una vida mejor.
Vivan los inmigrantes y viva la salud pública madrileña.
Muchas gracias.
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