Foto de portada: Federica Palmarí
Miguel Ángel Martín (León, 1960) es uno de los artistas españoles en activo más radicales, ingeniosos y políticamente incorrectos que uno pueda toparse en las tiendas de cómics. El trazo inconfundible que caracteriza su obra como ilustrador —más influenciado por la Disney que por la Marvel— y las temáticas recurrentes de su trabajo como narrador —psicópatas, sadismo, pornografía o experimientos científicos— le han convertido en todo un emblema dentro del panorama del cómic alternativo español. También en el extranjero: censurado en Italia en los 90 por supuesta inducción al homicidio y la pedofilia, Miguel Ángel Martín ha hecho siempre caso omiso de ofendiditos y puritanos. “Mi ideología puede resumirse básicamente en una palabra: Libertad”, asegura el ilustrador y narrador leonés. Y predica con el ejemplo: ni a favor ni en contra de los retorcidos acontecimientos que protagonizan las páginas de sus cómics, Martín gusta de jugar a que el lector, entre la lágrima y la carcajada, tome parte activa en el relato y disipe por cuenta propia sus dilemas.
—¿Por qué el cómic como medio de expresión? ¿Nace antes el Miguel Ángel Martín dibujante o el Miguel Ángel Martín contador de historias?
—Yo me considero antes un narrador que un ilustrador. De pequeño me gustaban mucho los cómics —aunque éstos no eran la principal de mis lecturas— y también me encantaba dibujar: empecé por Mickey Mouse y el Pato Donald, después lo intenté con los superhéroes… También me gustaba mucho el cine, pero claro: con 14 años era algo impensable, más aún habiendo crecido en los 70. Fue en torno a esa edad cuando empecé a decantarme por las viñetas como medio de expresión para contar mis historias. Me fascinó desde el principio, y me sigue fascinando, aquella posibilidad de narrar con imágenes que, además, estaba completamente a mi alcance: en mi casa, tranquilo, sin necesidad de dirigir a ningún equipo, como sí sucede por ejemplo en el mundo del cine.
—Tienes un estilo gráfico muy particular que es característico de toda tu obra. Esa línea clara, de trazo pulcro y limpio, con un punto incluso naíf, que después contrasta con la dureza de tus temáticas y con esas explosiones de sexo y violencia. Me gustaría preguntarte acerca del origen de este estilo visual. ¿En qué momento de tus inicios se fragua esa forma de hacer tan propia?
—Es un estilo que, supongo, fue tomando forma a raíz de la suma de una serie de influencias y de un ejercicio constante de depuración. Recuerdo, por ejemplo, que de muy pequeño, con cinco o seis años, me encantaban unos cómics antiguos de Mickey Mouse que tenía mi padre, dibujados por Floyd Gottfredson. Probablemente ahí nació mi gusto por la línea redondeada y amable tan típica de Disney. Más tarde, siendo un poco más adulto, me apasioné por el trabajo de Benito Jacovitti, dibujante de cómics italiano muy heredero de la tira Krazy Kat de George Herriman, y cuya influencia, sobre todo la de su obra Cocco Bill, todavía hoy percibo muchas veces en mi trabajo. A esa edad, teniendo unos 12 o 13 años, comenzaron a interesarme los superhéroes, aunque no dejaron una gran huella en mí. Es más: antes que los clásicos de la Marvel —que contaban, eso sí, con el gran Jack Kirby—, me resultaban mucho más atractivos los superhéroes que diseñó para la ocasión la “competencia” inglesa: el gorila gigante Mytek El Poderoso; The Spider, que disparaba telarañas y robaba bancos; Kelly Ojo Mágico, un cómic que fusionaba fantasía con cultura inca; y mi favorito, Zarpa de acero, un tipo que tenía una mano mecánica y podía hacerse invisible.
Después, claro, llegó a mis manos el trabajo de Will Eisner, que para mí continúa siendo el paradigma del gran narrador. Cuando muere Franco, a mis 16, en España empieza a editarse Totem, momento en que descubro a Moebius, que dibujó la portada del primer número, y después El Víbora, donde publicó durante un tiempo mi admirado Calonge, historietista de un estilo único que terminó muriendo muy joven por culpa del caballo. De hecho, al principio de mi carrera, cuando iba a Barcelona a mostrar mis dibujos a La Cúpula, me los rechazaban porque, decían, me parecía mucho a Calonge. De él había “copiado”, es cierto, su manera de exagerar los rasgos de los personajes, con esas grandes bocas y dientes… En fin, que las influencias gráficas eran obvias, pero mis historietas eran otro rollo. Y fue precisamente aquel rechazo inicial el que terminaría llevándome a encontrar mi estilo: quitando y quitando aquellos rasgos “calongianos”, nació Martín.
—Hay dos elementos en los que se percibe una evolución en tu trabajo desde los inicios hasta la actualidad: por ejemplo, en el integral de Brian The Brain se ven muy claramente, en tanto que las primeras páginas fueron escritas y dibujadas a primeros de los 90, y las últimas hace relativamente poco, en 2014-2015. Estas dos cuestiones son la reducción en la cantidad de diálogos y de texto en cada página, y el uso también de un menor número de viñetas, siendo estas cada vez más grandes. ¿Hay cada vez una mayor confianza, en tu evolución como artista, en el poder narrativo de las imágenes?
—Hay que tener en cuenta que esas primeras viñetas formaban parte, muchas veces, de publicaciones más grandes en las que cada artista contaba con un número limitado de páginas. Por eso yo tendía a meter más texto y más viñetas, para evitar quedarme corto en aquello que quería contar. Pero sí: con el tiempo, cuando comienzo a dominar a un personaje, ya no necesito tanto espacio; estiro más las viñetas para tener un mayor juego con el espacio y con la profundidad, comienzo a sintetizar los diálogos en frases más cortas… Me cargo, digamos, la charlatanería, algo que, considero, demuestra que uno ha evolucionado como artista: un dibujante o un guionista que escribe muchos diálogos no es un buen escritor, a diferencia de lo que mucha gente piensa. Casos distintos serían los de Quentin Tarantino o Woody Allen, que escriben diálogos larguísimos pero brillantes, que definen a sus personajes pero que en ningún momento pretenden soltarle la chapa al espectador para hacer avanzar la trama a toda costa. Pero Alan Moore, por ejemplo, que como creador de grandes iconos se merece todos mis respetos, me parece sin embargo un guionista mediocre, precisamente por esta cuestión que comentamos. En mi caso, por ejemplo, cuando con Reino de Cordelia editamos el integral con las cuatro partes de Rubber Flesh, me vi obligado a reducir el texto porque las páginas en que habían sido editadas originalmente las viñetas eran mucho más grandes, y al reducirlas para publicar la obra completa los diálogos quedaban tan pequeños que no alcanzaban a leerse. Inicialmente parecía algo limitante, pero al hacerlo me di cuenta de que había quitado charlatanería que, en muchos casos, sobraba. Por ello, recomiendo siempre a los lectores echarle un ojo a ambas versiones: al cotejarlas, se puede apreciar muy bien esa evolución que te comentaba.
—Otra cuestión que me interesa mucho en este sentido es el uso expresivo del color y del blanco y negro en tu trabajo. La mayor parte de tu obra como guionista y dibujante es en blanco y negro, desde Brian The Brain hasta Saphari, pasando por Psychopathia Sexualis, Total Overfuck, etc., pero hay determinadas obras, véanse Rubber Flesh o Bitch, donde haces un uso expresivo de los colores primarios. ¿Qué te lleva a escoger un camino u otro?
—Pues la verdad es que nunca he escogido nada. Este tipo de pautas vienen dadas casi siempre por el editor: yo empecé a publicar en Zona 84, de Tutain, y después en Totem. Allí todo iba en blanco y negro. Después llegó El Víbora, donde me aceptaron por fin Rubber Flesh: cinco páginas a color. Puedo decir que siempre he hecho lo que me ha dado la gana, pero con un corsé que incluía el número de páginas y el blanco y negro o el color. En mi última novela gráfica, Saphari, el blanco y negro viene dado, sin embargo, por el motivo puramente pragmático de lo económico: al ser un cómic de tantas páginas, y teniendo en cuenta que yo no tengo las mismas ventas que Mortadelo, no era viable hacerlo en color.
—Hemos hablado de estética, centrémonos ahora un poquito en la ética. ¿Cuánto de reivindicación política hay en tus cómics?
—Por mi parte, en mi trabajo no hay nada de reivindicativo. Otra cosa es lo que éste pueda generar en los lectores. En los 90, por ejemplo, mi editor de aquella me dijo: “En los centros sociales italianos Brian The Brain es un héroe antiglobalización”. Yo no lo había concebido así para nada. O ahora, por ejemplo, son muchos los que me dicen que Rubber Flesh es un comic feminista, pero yo no lo escribí con ninguna pretensión ideológica. Hay una anécdota muy buena que cuenta Don Siegel, el director de cine, y que ilustra muy bien todo esto. En una ocasión, un periodista le preguntó si La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) pretendía ser una metáfora sobre una posible invasión comunista durante la época de la Guerra Fría. Siegel, estupefacto, respondió: “Pues la verdad es que no se me había ocurrido verlo así”.
Mi intención nunca ha sido denunciar nada. Por ejemplo, con Psycopathia Sexualis, que fue secuestrado en Italia —lo cual me vino muy bien: ¡publicidad gratuita!—, yo no tenía intención alguna de denunciar la pedofilia. La fiscalía de Cremona pensaba que el cómic era una apología del suicidio y la pedofilia, y por otro lado había lectores que lo veían como una denuncia de estas cuestiones. Por mi parte, ni una cosa ni la otra: tan solo era un cómic de humor. En todo caso, esta variedad de lecturas es algo bueno, porque significa que la obra tiene algo detrás y no se limita meramente a hacerte pasar un buen rato. De esta manera, el lector no juega únicamente un rol pasivo en la lectura. Y a mí, como autor, también me permite ver qué tiene la gente en la cabeza. Pero, como te digo, yo no estoy aquí para dar sermones a nadie. No soy activista, ni tengo especial simpatía por ellos, que en general son un coñazo: me parece muy bien que la gente se manifieste por pensar y creer lo que quiera, pero a mí que no me den la chapa. Que no me impongan nada.
—Tal como acabas de comentar, la publicación de Psychopathia Sexualis fue secuestrada en el 95, en Italia, por supuesta inducción al suicidio, el asesinato y la pedofilia. Cinco largos años de proceso judicial. Esto no deja de ser sintomático de cómo recibimos las obras de arte y hasta qué punto nos las tomamos en serio; de cómo, erróneamente, exigimos muchas veces al artista que sea también un moralista. Tu trabajo es tan radical y puede llegar a levantar tantas ampollas que, imagino, a lo largo de tu trayectoria te habrás encontrado con multitud de personas que te puedan haber tomado por alguien enfermizo que está de acuerdo o que comparte aquello que aparece en sus obras. Más aún en un tiempo como este, donde reinan el victimismo y el puritanismo. ¿Cómo enfrentas esta situación?
—Es que el arte no era así. En los años 70, por ejemplo, no se esperaba que el artista diese lecciones morales de ningún tipo. Pero en estos tiempos sí se está dando esta polarización ideológica, que es comprensible entre rojos, azules y verdes, pero no en cuestiones tan banales como que una youtuber cuente si está gorda o delgada o lo que sea, y se le echen encima por ello. A mí ya me pilla viejo y me da igual, pero es cierto que puede ser algo nocivo para la gente más joven que escribe, pinta o crea en general, y que a raíz de todo esto pueda sentir miedo de expresar su propia opinión. Hace poco leí que ha subido enormemente la tasa de suicidios entre jóvenes occidentales. Aparentemente, jamás se ha vivido mejor que en esta época, pero las estadísticas dicen otras cosas… Está claro que algo está pasando. Y a mí, como dibujante, esto me interesa mucho, en tanto que es una cuestión de naturaleza humana.
—Me gustaría también preguntarte por tu trabajo como ilustrador de portadas. Recientemente has ilustrado, para Reino de Cordelia, El cantar de Valtario, varios libros de poemas de Luis Alberto de Cuenca, El crítico como artista, de Oscar Wilde, Don Quijote de La Mancha, o la adaptación de Los 120 días de Sodoma, de Sade, entre otros muchos ejemplos. ¿Qué relación guardas con las obras “ajenas” que ilustras? ¿Qué tiene que tener un cuento, una novela, una película, una banda o un libro de poemas para que te atraiga el hecho de ilustrarlo?
—Pues en ocasiones ha sido por admiración hacia la obra o hacia su autor, como en el caso del cartel de Killer Barbys, de Jess Franco, y otras muchas veces han sido encargos. Por ejemplo, a Carlos Galán, el director de Subterfuge, lo conocí un día a las tantas de la mañana en Malasaña. Nos presentó Mauro Entrialgo, amigo en común. A raíz de ahí, ilustré la portada del primer disco de Sexy Sadie, y posteriormente, de forma recurrente, los recopilatorios anuales conocidos como Stereopartys. Ahí caben grupos de todo tipo, algunos más psicodélicos, otros más ruidistas… Carlos Galán sabía que a mí no es un tipo de música que me interesase especialmente (a mí lo que más me gusta de verdad es la electrónica industrial y las pasadas de rosca), pero siempre es un placer ayudar a grupos que están empezando y a los que les interese mi trabajo. Además, que el rock y los cómics han tenido siempre mucha vinculación; al menos cierto tipo de cómics. Aunque no deja de ser también curioso que uno de los padres del cómic underground, Robert Crumb, detestase profundamente el rock.
—Hablando de otras disciplinas, también has hecho alguna incursión en cine y teatro. Borja Crespo adaptó Snuff 2000; con él participaste también en el guión de su largo Neuroworld, y colaboraste con Pepe Mora en la adaptación teatral de Kyrie, Nuevo Europeo. ¿De qué manera han contribuido estas experiencias fuera del mundo de la ilustración a tu personalidad como artista?
—Me siento muy a gusto haciendo cosas para cine, pero siempre como escritor. Tras haber estado en varios rodajes, entre ellos los que comentas, me di cuenta de lo importante que es y la dificultad que entraña el rol del director. Porque no es solamente cuestión de tener la película en la cabeza, sino que implica el enorme trabajo adicional de tener que tratar con la gente y dirigir a todo un equipo. He estado en rodajes de cineastas amigos, como Álex de la Iglesia o Nacho Vigalondo, y siempre acabo pensando lo mismo: ¡Joder! ¡Qué huevos! Desde entonces, también te digo, he empezado a valorar más cualquier película, porque, aunque a nivel artístico pueda ser una mierda, siempre se merece un cierto respeto por la dificultad que, seguro, ha implicado hacerla.
—La visión perversa y distópica de la tecnología propia de Ballard, el concepto de la Nueva Carne de Cronenberg, la mirada sobre las armas o las drogas de Burroughs… Estas son algunas de tus principales influencias, tal como tú mismo has reconocido en multitud de ocasiones, y que saltan fácilmente a la vista cuando uno se acerca a tu trabajo. No sé si en los últimos años has descubierto artistas nuevos que de alguna manera también te hayan influido, cuyo trabajo te interese mucho, y que podríamos añadir a esa lista de, digamos, “clásicos”.
—Pues, respecto a influencias recientes, me costaría mucho decirte, porque las que mencionas son muy antiguas y me han acompañado desde el principio. Fueron las que a mí me conformaron como artista. Además, hay otro tema: hace mucho que no veo cosas rompedoras. También es cierto que con 60 años no te impresionan las cosas como cuando tienes 20… Podría nombrar, por ejemplo, a Ben Wheatley, el cineasta inglés que adaptó Rascacielos, de Ballard, o a un equivalente suyo americano, que al mismo tiempo también es muy distinto: Jeremy Saulnier, director de Blue Ruin, Green Room y Noche de lobos. Luego está Macon Blair, amiguete de Saulnier, que principalmente es actor y guionista pero que hace poco dirigió Ya no me siento a gusto en este mundo, una película en mi opinión excelente. Lynne Ramsay, la directora de Tenemos que hablar de Kevin y En realidad nunca estuviste aquí, también me parece brillante. En lo relativo a las temáticas, por cierto, tengo que destacar un momento crucial en mi carrera: cuando a finales de los 70, principios de los 80, descubrí el mundo de la música electrónica industrial. Por aquel entonces me empezó a interesar mucho lo que estos grupos contaban en sus letras y sus portadas: psicópatas, exterminios, pornografía, propaganda subliminal, experimentos, etc. Grupos como Whitehouse o Esplendor Geométrico son buen ejemplo de ello, y resultaron determinantes en la evolución temática de mi trabajo.
—Y, ya para cerrar, la pregunta recurrente. Nuevos proyectos, futuras colaboraciones, publicaciones a la vista. ¿Alguna idea para un nuevo cómic largo o novela gráfica?
—Estoy dibujando una nueva novela gráfica que se llama My Way, como la canción de Sinatra, y que es una historia de venganza y suicidio. También estoy terminando de escribir otra, El Mago Tóxico, que será una historia de amor. En Italia acaba de salir el nuevo disco de Asia Argento, I’m Broken, con un dibujo mío en la portada. Y en Italia también tengo una expo que funcionó muy bien en Milán en el mes de julio y que ahora estamos pensando en llevar a Roma: Beyond The Dark.
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