Cuentan que Miguel Hernández entraba en las fiestas de la intelectualidad de entonces, y siempre se hallaba en ellas Federico García Lorca, que tocaba el piano en el centro y que sonreía tras haber cosechado el enésimo éxito en América o tras haberse disparado las ventas de su Romancero gitano —fue el poemario más vendido de la época—. Se acercaba entonces Miguel con sus esparteras, su chalequillo y su pantalón de pana, y le mostraba tanta admiración al granaíno como desprecio le mostraba el granaíno a él. Pese a su amistad legendaria con Aleixandre, nunca congenió con aquel grupo de burgueses. El propio Federico no bajaba a Velintonia si en la casa se tomaba un vino a esa hora el de Orihuela, Alberti amenazó con darle dos bofetadas tras un enfado de Hernández a consecuencia de una fiesta en tiempos ya de guerra —»aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta», exclamo Miguel al contemplar el banquete—, y a Cernuda le parecía repulsivo que un poeta no desprendiese la supuesta elegancia del dandi sevillano. Era una figura incómoda para ellos, que rompía la comodidad frágil del grupo por su ética férrea, por la vehemencia que le llevó a las trincheras, en contraposición a la posición opulenta y holgada de sus colegas de poesía. Una metáfora de la España de entonces, partida en dos, desbocada hacia el desastre.
Mañana se cumplen 110 años del nacimiento de uno de los poetas que más talento natural mostraron en la historia de nuestra literatura. Pero precisamente por esa ética inamovible se ha convertido en un símbolo político, y como tal su figura sigue siendo fuente de conflicto. Se retiran sus versos del memorial de la Almudena, polémica. Se incluye su rostro en un cartel taurino, polémica. Se le utiliza como ariete a favor del idioma español en la Comunidad Valenciana, polémica. Se suprime del registro de la Universidad de Alicante el nombre del secretario que participó en la condena a muerte del poeta, polémica. Se revoca con el apoyo de todos los partidos su proceso penal, polémica. Se ha convertido, para pesar de cualquiera que ame la poesía, en una efigie política manoseada por todos, da igual el signo.
Sólo escribo este texto para protestar por el hecho de que su potente figura política, tanto en los tiempos en que su generación no lo acogía como en el presente que nos ve celebrarlo hoy, atempere sus versos. Probablemente muchos de los que hoy ensalzan o pisotean su figura por cuestiones ideológicas no hayan leído su Perito en lunas, para mí su libro más flojo por lo que tiene de críptico, o El rayo que no cesa, su consagración como gran epígono del 27, o Las nanas de la cebolla, un libro desgarrador, donde las penurias de un encierro se subliman en una lírica inigualable, no sin desprender en el proceso un mensaje de esperanza para su hijo. Un hijo que representa, por cierto, lo que alegóricamente podría ser la ilusión por una generación renovada, ajena al revanchismo y a la discordia. Me temo que, décadas más tarde, sus versos no sólo no se utilizan para esperanzar, sino que se blanden, fría y calculadamente, contra el consenso.
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