El monje benedictino del Monasterio de Montserrat Andreu Soler fundó el movimiento scout de la abadía, Els nois de servei, y fue su responsable durante cuarenta años. Publicó unas memorias en 2007, Escoltisme i Montserrat, prologadas por el expresidente de la Generalitat Jordi Pujol. Murió un año después. Durante casi tres décadas, el germà actuó como “un depredador sexual y un pederasta”, según la comisión independiente para investigar los abusos creada por el abad actual, Josep María Soler. Sus predecesores, Cassià Just y Sebastià Bardolet, se taparon los ojos y los oídos ante los rumores, cuando no compraron el silencio y la “confidencialidad” de las víctimas con dinero negro. Josep Maria Soler no envió al pederasta a los tribunales: lo trasladó al monasterio de El Miracle. Hace unos meses, durante una homilía, pidió perdón por las atrocidades cometidas por su colega. Y hasta luego, Lucas.
A Miguel Hurtado (Barcelona, 1982) le untaron con 7.200 euros para que no dijera que, a lo largo de un año, Andreu Soler abusó de él a los pies de la Moreneta. Hurtado, hijo de un padre no creyente y de una madre practicante, católica del “sector progresista moderado”, descubrió en la adolescencia que le gustaban los chicos. Y la cosa le amargó. Buscó consuelo en los evangelios, se enamoró de la figura de Jesucristo, aquel hombre-dios que, según san Lucas, dijo “¡ay de aquel que escandalizara a un niño! Más le valiera haberse colgado una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar”, se sumergió en la vida de las comunidades parroquiales y terminó siendo scout en Montserrat. Allí conoció al monje Soler y padeció el horror.
Cuenta Hurtado a Zenda que peor aún que el abuso fueron las diversas traiciones —la de su familia, la de su Iglesia, la de las instituciones democráticas— de quienes no quisieron enfrentarse al poder del Vaticano “y reconocer que aquí, en España, hay religiosos pederastas y obispos, abades y cardenales encubridores”. Durante su largo proceso de recuperación, Hurtado estudió medicina, se convirtió en psiquiatra infantil, se fue a trabajar a Londres, se hizo activista y, finalmente, decidió hacer trizas su silencio. Junto a otras once víctimas, se reunió con los organizadores de la cumbre antipederastia convocada por el papa Francisco. Acaba de publicar El manual del silencio (Planeta, 2020), obra de casi 500 páginas escrita en seis meses en la que, amén de contar su calvario, repasa la historia reciente de los abusos infantiles cometidos por religiosos.
Conversamos en el Hotel de las Letras:
—Señor Hurtado, ¿qué tal está?
—Estoy muy bien. 2019 fue un año muy atípico. Para mí y para una persona normal. O sea, denuncias los abusos que has sufrido, denuncias el encubrimiento, sale a la luz un escándalo mayúsculo, de un depredador sexual que ha abusado de, al menos, doce críos durante treinta años, y tres abades que le han protegido, y luego, inmediatamente después, Planeta se pone en contacto contigo ofreciéndote escribir un libro y, en seis meses, le das un repaso a tu vida. Emocionalmente, fue un año muy intenso. Y al acabar este proceso, psicológicamente me siento muy bien. Ha sido muy reparador y muy sanador. Es un clásico decir que escribir es terapéutico, pero el denunciar públicamente en los medios, más escribir el libro, me ha hecho sanar y darme cuenta de que lo peor no fue el abuso, que duró un año, sino el encubrimiento. Y una vez que rompí el silencio, que acabé con el secreto tóxico, psicológicamente, mi salud mental mejoró.
—De entre todos los personajes del Evangelio, ¿con cuál se identifica más?
—Yo creo que con Jesús de Nazaret. Es decir, cuando me pasaron los abusos era una persona muy católica. Leía mucho los evangelios, siempre me gustaron mucho. Me parecieron de una belleza, de un humanismo sin parangón. Cuando vi el encubrimiento y la doble cara de la Iglesia perdí la fe. No sé si la hubiera perdido igualmente. Sin embargo, me quedó una esencia de humanismo cristiano. Sigo creyendo en la filosofía de vida de Jesús de Nazaret, en la importancia de tratar a los demás como a ti mismo. Aunque no crea en Dios o en la Iglesia.
—¿Por qué dejó de creer?
—No lo sé. ¿Por qué crees o por qué dejas de creer? Es que es muy difícil.
—Durante su calvario, ¿sintió que Dios le había abandonado?
—(Piensa) No. Yo creía que la Iglesia me había abandonado, que no es lo mismo. La Iglesia dice que representa a Dios, pero luego su comportamiento es más propio del Diablo. Entonces, yo me sentí muy traicionado. No solamente por la jerarquía católica, sino por la comunidad católica. Mi comunidad católica, la de las parroquias a las que acudía, Sant Simó y Sant Pau, era muy comprometida con el Evangelio y con las tareas de la Iglesia. Iniciaron un programa de atención a los inmigrantes africanos, que llegaban en una situación muy precaria… Eran gente muy coherente. Sin embargo, cuando hablábamos de delitos sexuales…
—Se transformaron en Judas.
—Efectivamente.
—Una vez, su madre le dijo: “Miguel, hay tres instituciones que son intocables para los catalanes: la Generalitat, el Fútbol Club Barcelona y Montserrat”. ¿Lo suscribe?
—En esa época, sí. Hace veinte años, sí. Ahora, las tres han tenido grandes escándalos de corrupción. En el caso de Montserrat, con una relación directa: Jordi Pujol escribió el prólogo del libro que le publicaron a mi agresor. Si lo piensas bien, es un libro que habla de valores para la juventud escrito por un cura pederasta y por un político corrupto.
—Cuando El País informó del “lobby rosa” en Montserrat, el abad Soler denunció una “caza de brujas” que tenía la voluntad de “desprestigiar los valores evangélicos, la propia Iglesia como institución, Cataluña e incluso las bases éticas de la sociedad”. A Soler no sólo lo arropó Pujol, sino políticos catalanes de izquierdas.
—Había mucha gente que decía: “Yo no soy religioso, pero soy montserratino”. Montserrat era más que un símbolo religioso: era un símbolo nacional apreciado por gente de todas las ideologías. Históricamente, es fácil de comprender: mientras que la Iglesia, en el resto de España, adoptaba una posición muy cerrazónica, en Montserrat eran un poco más cercanos a la Iglesia europea, defendían la democracia… Montserrat acogió al movimiento democrático catalán, y gente de izquierdas estaba agradecida por ello.
—La abadía compró su “confidencialidad” con 7.200 euros en negro. ¿Qué le pareció aquello?
—Me sorprendió mucho no porque intentaran comprar mi silencio, sino por la forma de hacerlo. En EEUU, en los países anglosajones, que es una sociedad más legalista, la Iglesia hace que la víctima firme un contrato de indemnización con una cláusula de confidencialidad, de manera que si rompe el silencio hay un castigo económico muy severo. La Iglesia española lo adapta a la idiosincrasia del país. En España es con sobres con billetes de 500. A fin de cuentas, el principio es el mismo: intentar guardar el secreto a toda costa para preservar la reputación de la institución por encima del bienestar de los menores. Al mismo tiempo que Montserrat me indemnizaba, no intentaba hacer una búsqueda activa de víctimas para ver si ese señor era un pederasta simple o un depredador sexual.
—¿Qué le impulsa a convertirse en activista?
—La cuestión es que no sabía qué buscaba y no sabía adónde iba. No había nada planificado. Iba corriendo como un pollo sin cabeza, huyendo. En Barcelona no estaba bien, hui a Madrid. Al acabar la residencia, tenía la oportunidad de trabajar en el extranjero y me fui a Londres. Pero no tenía una idea de…
—Un rumbo.
—Exacto. Estaba, sencillamente, huyendo. Sí que sabía que, en algún momento, querría denunciar los hechos. Pero no sabía cómo ni cuándo. Hubo muchos detonantes. Detonantes y condiciones previas.
—Imagino que le ayudó el hecho de que viviera en Londres, como ha dicho, en una sociedad más garantista a nivel jurídico que la española.
—La condición previa era que yo me sentía seguro. Estaba fuera de España, tenía una independencia económica, en una sociedad anglosajona, y podía romper el silencio sin miedo a sufrir ningún tipo de consecuencias: jurídicas, económicas, sociales… Esa era la condición previa: me tenía que sentir seguro. Y luego, el factor desencadenante creo que fue el libro de memorias que publicaron a mi agresor. Eso fue la gota que colmó el vaso.
—Si yo le digo «Barbara Blaine», usted me dice…
—Una mentora, un referente, un personaje histórico que, muy probablemente, no esté en los libros de Historia.
—Afirma que el movimiento de denuncia de los abusos infantiles está muy relacionado con el feminismo.
—Sí. Durante mucho tiempo no se creyó la palabra de las mujeres ni de los niños cuando contaban las experiencias que habían vivido. Si decían que habían sido maltratados, violados o agredidos, el entorno no les creía. Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, hacía mucha terapia, ¿no? Y sus pacientes le comenzaron a contar, en un ambiente de confianza, los abusos sexuales que habían sufrido en la infancia. En un primer momento, Freud les creyó. Hizo un artículo en el cual relacionaba el trauma sexual infantil con la histeria de las mujeres adultas, con sus secuelas psicológicas. Claro, en la sociedad vienesa de finales del XIX y principios del XX, eso fue una bomba. Significaba que mujeres de clase media y alta habían sido abusadas en su entorno de confianza. Significaba que las familias vienesas de bien no eran tan de bien. Entonces, Freud lo que hizo fue traicionar a los pacientes y comenzar a decir que las mujeres estaban fabulando. Eso hizo mucho daño durante muchos años. Luego, en los años sesenta, se comenzaron a hacer círculos de mujeres donde se contaban historias unas a otras y volvieron a salir historias de malos tratos, de violencia sexual, de incesto… Pero esta vez, las mujeres, entre sí, sí que se creyeron. Y se dieron cuenta de que no era un problema individual, sino estructural y sistémico, y que sólo se podía cambiar con la acción colectiva, con la protesta en la calle. Y esa dinámica se repitió en el caso de los abusos sexuales infantiles. Barbara Blaine comenzó a reunirse con supervivientes, comenzaron a hacer grupos, se contaron las historias los unos a los otros, se dieron cuenta de que no eran los únicos, se creyeron y generaron un movimiento de acción colectiva. Y al principio nadie les creyó: sólo se creyeron los unos a los otros. Un pequeño periódico, el National Catholic Reporter, que era un diario católico con una tirada mínima, siguió la historia desde un principio. Pero en los años ochenta, los principales medios de comunicación prestigiosos, como el New York Times o el Washington Post, no querían tocar el tema. Porque no querían enfrentarse a la Iglesia y que los acusaran de anticatólicos. Veo un paralelismo muy claro: como ocupas un puesto bajo en la jerarquía social, tu palabra no tiene valor. Hablas y nadie te cree y, por ello, debes coaligarte, hacer piña, para que sea una denuncia colectiva.
—Por otro lado, la prensa fue clave para destapar estas barbaridades. En su libro, por ejemplo, menciona —y varias veces— al equipo de Spotlight. ¿El documental Examen de conciencia fue el Spotlight español?
—Sí. En parte, el documental Examen de conciencia y, en parte, el conjunto de artículos de investigación de El País. Es la primera vez que un número significativo de víctimas denuncia de forma colectiva. Y al denunciar de forma colectiva, permiten identificar al sistema: que no son casos aislados, que no son cuatro manzanas prohibidas, sino que es algo estructural y sistémico.
—Acudió a la cumbre antipederastia organizada por Francisco en febrero de 2019. ¿Qué recuerda de aquellos días?
—Marcó un antes y un después. Por una sencilla razón: la Iglesia, durante años, había dicho que era un problema que sólo afectaba a ciertas áreas geográficas. “Es un problema de los países anglosajones; esto en países latinos, africanos, asiáticos no pasa…”. A medida que la crisis fue aumentando de intensidad, oleada tras oleada, al Vaticano no le quedó más remedio que admitir que esto es un problema global. “Por lo tanto, tengo que traer a todos los obispos, a los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, que vengan a Roma y explicarles que en sus países de origen esto también pasa”. Eso es un paso importante a nivel de reconocer el problema. Luego, también fue un punto de inflexión: fue la primera vez donde la opinión de las víctimas tenía más valor, más importancia…
—…que la de sus verdugos.
—Efectivamente. Al principio, los medios de comunicación prestaban atención a lo que pasaba dentro de la reunión. Pero era muy aburrido, se pasaban el tiempo rezando… y fuera tenías un colectivo de víctimas organizado, protestando, organizando vigilias, y les robamos el show. Al final, la imagen que se quedó fue la de las víctimas protestando. Creo que eso es muy significativo: demuestra que los obispos no van a cambiar la Iglesia. La va a cambiar el activismo de base.
—¿Francisco es un vendehúmos?
—Francisco es un encantador de serpientes. Creo que ha engañado de forma muy inteligente a la mayor parte de la opinión pública global. Es decir, al inicio de su pontificado descubrió que no tenía que tomar grandes acciones para luchar contra la pederastia. Bastaba con que recitara bellas palabras. Sin embargo, los que mejor le conocen, que son las víctimas argentinas, ponen en cuestión la lucha de Francisco contra la pederastia siendo obispo de Buenos Aires y, posteriormente, papa de Roma.
—¿Cree que la Iglesia, alguna vez, dejará de gestionar como pecados lo que en realidad son delitos sexuales?
—Si puede salirse con la suya, no. La cuestión es equivocada, porque pone el foco en la Iglesia. La cuestión es: ¿en algún momento, las autoridades civiles van a dejar de consentir que se aplique una doble vara de medir con los delitos sexuales del clero? Por una sencilla razón: muchas de las víctimas ya no somos católicos, hemos perdido la fe, pero seguimos siendo ciudadanos de un Estado supuestamente democrático. Y nos encontramos con que la Iglesia no nos ampara ni nos protege, pero es que el Estado tampoco nos defiende. La Iglesia no la van a limpiar el Papa o la Conferencia Episcopal Española, sino los jueces, los fiscales, la Policía y la Guardia Civil.
—El nuevo Gobierno está preparando una nueva ley de protección a la infancia. ¿Está al tanto?
—En 2016, tras el estallido del caso Maristas, lanzamos una campaña en Change.org, conseguimos medio millón de firmas, proponiendo la reforma del plazo de prescripción. Y tanto el gobierno conservador del PP como el progresista del PSOE nos dieron largas. Ahora, cuatro años después, en la ley integral contra la violencia infantil por fin se incluye, en uno de los apartados, aumentar el plazo de prescripción. El problema es que es muy insuficiente. Ellos lo que están diciendo es que el plazo de prescripción comienza a contar a partir de que la víctima cumpla treinta años. Lo que intento en mi libro es que la gente vea que el de la recuperación es un proceso lentísimo, y que las víctimas necesitan mucho tiempo para denunciar con garantías. Y por ese motivo, nosotros lo que pedimos es que el plazo de prescripción sea a partir de que la víctima cumpla cincuenta años. Cuando las víctimas denunciamos, muchas veces no sólo nos enfrentamos a unos abusadores poderosos, sino a unos encubridores, a unas instituciones muy poderosas. Por lo tanto, si no hay unos plazos de prescripción amplios, esas instituciones, como la Iglesia Católica, saben que lo único que deben hacer es silenciar a la víctima durante unos años para que el delito quede impune.
—Para finalizar: hace unos días, la prensa informó de un caso de menores tuteladas en Baleares que habían sido forzadas a prostituirse. PSOE, Més y Podemos impidieron con su voto la creación de una comisión de investigación en el Parlamento balear. ¿Conoce el caso? ¿Qué le parece?
—Desgraciadamente, a raíz de que saliera el escándalo de pederastia en la Iglesia Católica, hubo una onda expansiva y empezó a afectar a otras instituciones. Algunos países se han dado cuenta de que la única manera de entender qué es lo que ha sucedido y saber cómo prevenirlo en el futuro es crear una comisión de investigación independiente, semijudicial, para investigar el abuso sexual en las instituciones. Y es lo que han hecho en Australia y en el Reino Unido, por ejemplo. Si el Gobierno de España decide investigar los abusos sexuales en instituciones, estos modelos serían los más solventes. Pero ya te digo: el Gobierno se niega a investigar los abusos sexuales en los centros de acogida de Baleares, pero también se niega a investigar los abusos sexuales en las instituciones católicas.
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