Miguel Lago (Vigo, 1981) ha “hecho risas” desde que era niño chico. En tercero de BUP, su profesor Emilio Nieto le contagió el virus de la literatura abordando, durante todo un curso, el estudio de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. “Nos enganchó —cuenta a Zenda— diciéndonos que era un libro con el que nos íbamos a reír muchísimo, porque era una gran novela de humor”. Estudió Filología Hispánica pero, recién estrenada la mayoría de edad, se cruzó en su vida El club de la comedia y, poco a poco, se convirtió en el profesional de la comedia que es hoy. Especie endémica del escenario, lo conocemos por sus monólogos, por sus interpretaciones en series y por su colaboración en el programa de Cuatro Todo es mentira. También escribió “un libro malo de famoso”, Gamberro y caballero (La Esfera de los Libros, 2017). Conversamos en el Ocean Rock Bar, la mejor iglesia laica de Malasaña, sobre sus proyectos, sobre la risa culpable y, cómo no, sobre literatura:
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—Señor Lago, ¿qué hizo o qué dijo para tener que salir, hace unos años, escoltado por la Policía de un local de Marbella?
—Mi pecado fue la juventud. Esto fue en 2005 ó 2006. Cuando tienes veinte años, crees que puedes hacer cualquier cosa. Y cometí el error, en una actuación infame, en un sitio dificilísimo, de atacar al público, que es algo que no se debe hacer. En este caso, eran dos tipos trajeados que estaban de afterwork y que no tenían respeto alguno por lo que yo estaba haciendo. Y había, a lo mejor, ocho personas en el local. Entonces cogí y, en varios momentos, me empecé a dirigir a ellos hasta el punto en el que ya, directamente, les falté. Les dije: “Vas de abogado por la vida y no llegas ni a dependiente del Corte Inglés”, porque iban trajeados y tal. Y resultaron ser dependientes del Corte Inglés. Eso, unido a los gin-tonics que ya llevaban… Se creó un quilombo enorme. Hasta el punto de que el dueño me tuvo casi que arrastrar al almacén, porque fuera me mataban. Y hubo que llamar a la policía local, que me llevó al hotel en el asiento de atrás del coche patrulla. Una historia muy bonita. Desde entonces, evito tener conflictos directos con gente alcoholizada.
—¿Y con la sobria?
—(Risas) Con la sobria me siento más cómodo. Desde el punto de vista del profesional del humor no puedes, esto lo aprendí con el tiempo, dar ese poder sobre ti a un espectador que, por lo que sea, no quiere seguirte el juego. De todas maneras, forma parte de una época en la que había que bregar absolutamente.
—Como el de Mongolia, su humor no es, precisamente, inocente como un monaguillo del padre Ángel. ¿Ha vivido algún caso similar al que sufrió la revista con Ortega Cano?
—Hasta el punto lamentable al que ha llegado el acoso a Mongolia, porque me parece más un acoso a Mongolia que el derecho a la retribución de Ortega Cano, no. Sí me han puesto reclamaciones en teatros. En Barcelona, un par de burofaxes reclamaban que un espectáculo con bromas como las mías no se podía hacer. Y una muy graciosa, que la conservo con mucho cariño, en el Teatro Reina Victoria, es una carta de una espectadora que tiene una frase que me encantó, y decía: “¿Cómo es posible que un caballero de la categoría de don Carlos Sobera tenga a un personaje así en su teatro?”. Me gustó muchísimo que esa persona no pensara que, es cierto, Carlos Sobera es una excelente persona, pero también tiene sentido del humor y sabe reírse de casi cualquier cosa.
—¿Ha menguado o se ha vuelto más precaria la tolerancia —conste en acta que detesto esta palabra— al sentido del humor en España? ¿Es más comprometedor, cuando no peligroso, hacer hoy un chiste que cuando usted empezó en El club de la comedia?
—Sin ningún género de dudas. Es triste, pero sí. Mira, yo estoy ahora preparando un espectáculo… Yo vuelvo a Madrid con Todo al negro a partir del 2 de octubre, en el Capitol. Llego a la Gran Vía por una vez en mi carrera y con honores. Estoy muy feliz por eso. Pero estoy preparando otro que estoy girando por fuera de Madrid que se llama Veinte años faltando. Son mis rutinas más faltonas en veinte años de carrera. El viaje que estoy haciendo es muy curioso porque yo mismo, en el escenario, presento la rutina que voy a hacer a continuación, y digo: “Esta rutina es del año 2006. La hice en Paramount Comedy, por ejemplo, y es la siguiente”. Y empiezo a contarla. Y hay chistes en los que, directamente, me paro. Y digo: “Qué, 2006, esta broma. Y no había problema. Ahora estáis alguno mirando para el suelo. ¿Qué está pasando? ¿Estoy tan equivocado quince años después?”. Mi reflexión siempre es la misma: yo no me he movido. Se está moviendo en exceso lo que hay alrededor. Quizá eso no diga mucho de mí. Ahora, te lanzan a la cara órdenes como “revísate” o “evoluciona”. Yo creo que poner cercos al humor no es evolución, sino todo lo contrario.
—¿Sobre qué no haría un chiste?
—Sobre aquello que no me hiciera risa de primeras. En realidad, yo lo reduzco a si me hace risa o no. Lo llevo a lo más simple del planeta. A la emoción más pura: si me ha hecho risa. A partir de ahí, no tengo límites. Es cierto que el que revisa mi material a lo largo de veinte años ve, por ejemplo, que no he practicado el género guarro. No he hecho chistes de sexo. No por nada, sino porque nunca he encontrado chistes guarros que me hicieran risa. No he sido capaz de escribirlos. Entonces, no los hago. El único límite es que no me haga reír. Ahora, como me dé la risa floja, da igual la gravedad que tenga la broma. Ahora cada vez menos, pero había una época en la que me salía en el hombro derecho el demonio y en el izquierdo el ángel, y el ángel decía “no hagas esa broma, no compliques la noche”, y el demonio decía “dila, hombre, para eso estamos aquí”. Hace mucho tiempo que, en el escenario, dejé de escuchar al ángel (risas). Tiene mucho que ver también con la evolución de la edad, del momento, y de que he pasado, y creo que es la gran desventaja que hay para muchos humoristas, de la entrada libre a cobrar por verme. ¿Qué quiere decir eso? El que viene a verme, viene a verme: le puedo dar lo que yo tengo sin límite alguno porque es a lo que viene, y me lo paso realmente bien. Pero es cierto que cuando empezaba, cuando no era conocido, era más complicado. Aun así, tiraba para adelante y eso es lo que me ha hecho seguir trabajando hoy en día.
—Haciendo humor, ¿cuánto se expone?
—El Miguel Lago del escenario es mi mejor versión. Porque es la versión más libre de mí mismo, la que no tiene problemas, la que no se corta, la que no tiene filtros, a la que no le preocupan las facturas, el cambio climático o que mi hija tenga ya trece años. El escenario es un espacio de libertad. Entonces, hay muchísimo de mí sobre el escenario. Yo creo que es una versión deluxe, una versión loca.
—¿Es el ello freudiano?
—Probablemente. El escenario me permite sacar todo aquello que no me atrevería sacar en otros lugares. De hecho, yo me lo planteo como un reto permanente conmigo mismo. De ver hasta dónde puedo llegar o, artísticamente, qué puedo hacer. ¿Soy yo? Sí. ¿Soy yo? No. Caben las dos respuestas.
—Truffaut distinguía dos clases de artistas: los ‘simplificadores’ y los ‘complicadores’. Decía que “entre los complicadores hay grandes artistas, buenos escritores, pero que, para triunfar en el campo del espectáculo, es preferible ser un ‘simplificador'». ¿Suscribe?
—No me atrevería a decir que suscribo. A ver, intento no ser aleccionador, chapas y, sobre todo, no someto al espectador a retos intelectuales. Soy un entretenedor, estoy para que se rían. Pero sí tengo una parte de “complicador” en el sentido de que hay ciertos espectadores que conmigo sufren el reto de si se permiten a sí mismos reírse de según qué cositas. Mi humor produce risa grave, que es muy bonita. Hay una risa muy libre, que es la risa con la “a”, la del “jajaja”, y una risa muy culpable, que es la risa con la “o”, la del “jojojo”. Yo, a lo largo del show, genero mucha risa con la “o”. Y es muy bonito porque es muy catártico. Uno de los piropos más grandes que me ha regalado mi público es cuando me dicen: “Nunca pensé que me pudiera reír con esto. Y me he reído”. Siempre les digo lo mismo: “No te sientas culpable por reírte”. No nos podemos sentir culpables por reírnos. La risa es una emoción que es puro amor y pura alegría. No entiendo por qué se puede condenar la risa. Es una cosa que llevo desde pequeño: entendí muy pronto que había ciertos convencionalismos sociales que impedían que en un aula pudieras estar haciendo reír todo el rato, porque eso ralentizaba el ritmo de la clase o perjudicaba al profesor. Eso lo entendí a base de castigos, pero hasta que entendí que tenía que dejar hablar a ese señor, hasta llegar a ese punto, no entendía como niño que yo estuviera haciendo algo mal haciendo reír al que tenía al lado. No entendía por qué podía ser malo que se riera. Entonces, me enseñaron que no era el lugar o el momento. Cosa que luego empecé a discutir también bastante. Seguí haciendo bromas en clase. Lo que pasa es que tuve el don de saber escoger el momento. Siempre he hecho risas.
—Entremos en el cuestionario literario. Usted es filólogo, aunque nunca ha ejercido.
—No: yo soy licenciado en Filología Hispánica (risas). Filólogos son otros ya. Sí es cierto que me licencié. Hice la carrera en la Universidad de Vigo. Entré en el año 99 y salí en el 2003, con un par de asignaturas pendientes, una de ellas con conflicto legal… y la justicia acabó dándome la razón. Al final, acabé licenciado, pero nunca llegué a ejercer. Sí es cierto que di clases particulares de análisis sintáctico. En principio, cuando me matriculé, era la vocación que tenía. Lo que pasa es que ocurrió una cosa terrible: yo me matriculé en septiembre, y a la vez se estrenaba en Canal Plus El club de la comedia. Entonces, seis meses después, ya estaba subido al escenario de El club de la comedia. Tenía muy claro por dónde quería ir. Pero por una cuestión de que el saber no ocupa lugar y de que me gustaba muchísimo lo que estudiaba, seguí estudiando hasta terminar. No me gusta dejar las cosas a medias.
—¿Recuerda cuál es el primer libro que leyó?
—Uno del Barco de Vapor. Me costó mucho terminarlo. Se llamaba Patatita. Te estoy hablando, a lo mejor, con diez u once años. No tuve conciencia real de leer hasta BUP. Todo lo que se hacía en EGB, o, al menos, tal como yo lo viví… Yo nací en el 81, con lo cual, te estoy hablando de acabar escolarizado con trece años, por tanto, en el 94… Yo no tengo conciencia de haber leído prácticamente nada ni en clase de lengua, quitando un poquito de Barco de Vapor y poco más. No sé si por culpa mía o porque no nos daban nada de leer. Sería cuestión de retrotraernos en el tiempo.
—¿No le pusieron algún libro tipo La regenta y le hizo la cruz?
—Eso siempre ha sido un drama. De hecho, empecé a tener conciencia como lector con El Quijote, que fue cuando realmente disfruté, y ya estaba en tercero de BUP. Previamente, había tenido grandes conflictos con Tiempo de silencio, por ejemplo. Me enamoré de la literatura, y fue lo que me hizo estudiar Filología, por el profesor Emilio Nieto, que hizo algo que yo no sabía que se podía hacer. Él se cagó en el programa de tercero de BUP. Llegó y dijo: “Miren, señores: la teoría no la voy a dar. La tienen ahí escrita y no tiene ciencia alguna: es cuestión de leer y aprendérselo. Pondré alguna pregunta en el examen… y si la pongo. A mí me interesa esto”. Nos quería enseñar El Quijote. Entonces, le dedicó dos evaluaciones. Venía con El Quijote debajo del brazo y lo ponía encima de la mesa. Ideó un método: él nos enseñaba la estructura externa del libro y la interna. Entonces, llegó un punto en el que sus alumnos éramos capaces, y yo era cojonudo en eso… Tú abrías El Quijote, por donde fuere, me leías un párrafo y yo era capaz de situarlo en el capítulo del que era. Era espectacular todo lo que nos enseñó. Además, y creo que tiene mucho que ver con lo que soy hoy, nos enganchó diciéndonos que era un libro con el que nos íbamos a reír muchísimo, porque era una gran novela de humor. Y recuerdo su primera clase, donde nos hablaba de que Rocinante era una palabra cómica, porque venía de “rocín”, y, entonces, “un rocín que rocina es un chiste”, el propio vestuario de Don Quijote… Nos lo hizo ver como una comedia y nos enganchó. Y me llegó tanto, que acabé estudiando Filología por esta asignatura. De hecho, el único sobresaliente que tengo en la carrera es en Estudios Cervantinos.
—¿Alguno que alimentara su vocación?
—El Quijote. No te podría citar más. Luego entro en la carrera, y ahí acabo hasta el rabo de leer. Era exagerado todo lo que había que leer. Pero era lectura en serie, la lectura que no se disfrutaba: “Es que hay que leer, hay que leer, hay que leer…” Acabé muy saturado. Además, la Universidad de Vigo, en lo que es Filología Hispánica, no se caracteriza por tener, quitando el profesor Montero, grandes profesores. Sobre todo, no se caracteriza por tener profesores que hagan que ames las asignaturas. Han pasado veinte años, y me quedo con el profesor Montero y con el profesor Rifón. El primero daba, precisamente, Estudios Cervantinos y Literatura, y el segundo, Morfología. Lo transmitían con una pasión… y te enganchaban; el resto, parecía que iban por la nómina. No mostraban el menor interés.
—¿Cómo son los libros que más le interesan?
—Hoy por hoy, siento no ser erudito, pero me pasa lo que con el cine: a los libros les pido que me entretengan. Reconozco mi fatalidad, pero, ahora mismo, necesito que pasen cosas, que me enganchen de alguna manera. O bien a través de la acción, o bien porque la historia me emocione. Lo siento mucho por Clarín, pero no me puedes estar describiendo durante veinte minutos el alféizar de una ventana. Tengo que reconocer públicamente que no he sido capaz de leer Cien años de soledad o el Ulises de Joyce. Lo voy a llevar a mi terreno. Me pasa exactamente lo mismo con un humorista: quiero que me haga reír mucho.
—Dígame tres o cuatro títulos que, para usted, sean imprescindibles.
—Los pilares de la Tierra: soy de esos que lo leyó y lo devoró. Después, Otra vez el mar, de Reinaldo Arenas: me flipó. No conocía a Reinaldo Arenas. Fue a través de la película de Javier Bardem, y por ella me acerqué a su obra. En la propia universidad tenían obras de Reinaldo Arenas, leí Otra vez el mar y me lo compré al minuto de acabarlo. Luego, tuve un crush genial con Lorca, cuando fue su centenario. Recuerdo que mis padres me suscribieron al Círculo de Lectores por sus Obras Completas, que las tengo y las he leído una y otra vez. Con diecisiete años, Poeta en Nueva York me flipaba. Hasta yo escribía, humildemente, poemas surrealistas. Por supuesto, Don Quijote. Y todas las de la saga La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. Y todas seguidas. Ah, y quiero destacar Os vellos non deben de namorarse, de Castelao, y los poemas de Rosalía de Castro. De la literatura en gallego, es lo que siempre más me ha gustado. Y que no le pongan a los niños a Roald Dahl en gallego: no hay dios que lo entienda.
—Bajemos al barro: ¿algún autor u obra que no soporte?
—Buah, me cuesta mucho señalar, pero yo sufrí mucho con Belén Gopegui en la carrera. Recuerdo que no me entró. Y no me entró. Y el libro que más detesto del planeta sigue siendo Tiempo de silencio. Le cogí manía hasta a Imanol Arias.
—¿Qué está leyendo ahora?
—Estoy cumpliendo con mi deber de buen español y buen amigo y estoy con la trilogía de Juan Gómez Jurado. Me da vergüenza ser amigo de Juan y como yo tengo un defecto muy grande, que es que no cuento mentiras, estoy siempre que hablo con él en tensión, por si me pregunta “qué me ha parecido”. Es una tensión que me quiero quitar de encima y he empezado por Reina roja.
—Para terminar, ¿ha descubierto alguna verdad universal leyendo?
—Sí. Sobre todo, leyendo biografías. Incluso autobiografías. He encontrado verdad y, en muchos aspectos de mi vida, fíjate qué pedante, me he encontrado reflejado a mí mismo en la vida de otros. En la ficción novelada, no. Me creo la ficción, pero no como Don Quijote. No llego a ese punto. Pero en biografías y autobiografías sí he encontrado cosas que subrayar y he dicho «aquí estoy yo» o «este ejemplo lo quiero seguir».
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