Hete aquí la culminación del descomunal proyecto literario emprendido por Juan Manuel de Prada en Mil ojos esconde la noche. Si en la primera entrega, La ciudad sin luz, narraba los primeros años de la ocupación de París por parte de los nazis, ahora nos guía por una ciudad carcomida por las sombras y asolada por el mal.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Cárcel de tinieblas, segunda parte de Mil ojos esconde la noche (Espasa).
*****
I
—¿Tú crees que se puede dejar de ser malo, si uno se lo propone? —pregunté a Ana María Sagi.
A veces me acercaba hasta la buhardilla de la calle Froidevaux, para llevarle algunas viandas que compraba a los logreros del mercado negro: una lengua o medio hígado de ternera, un muslo de pollo, una botella de leche o cualquier otro alimento que la ayudara a completar la dieta exigua a la que obligaban los cupones de racionamiento. En los mercados de París ya sólo se podían adquirir a un precio razonable las hortalizas más disuasorias (rábanos, nabos, zanahorias, acelgas); y cualquier otra comida se había convertido en un lujo extraordinario que sólo se podía adquirir con dinero, astucia y no pocas molestias, o bien pagando unos precios inicuos en unos pocos restaurantes abastecidos directamente por los gánsteres del estraperlo.
—Primero hay que arrepentirse verdaderamente —me respondió, después de pensárselo un rato, mientras ordenaba las viandas que le había traído en una alacena donde se conservarían a la temperatura de nevera reinante en la buhardilla—. ¿Recuerdas los requisitos de la confesión que estudiábamos en el catecismo? Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda…
—Decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia —completé el recitado irónicamente—. Pero no esperarás que vaya a contarle a un cura mis pecados…
Tampoco habría sabido por dónde empezar, porque para entonces ya debían de formar una montaña abrumadora, más alta que la Torre de Babel.
—Pero que Dios te perdone es relativamente fácil
—dijo Ana María, mientras se ensombrecía su voz—. Lo difícil es que llegues a perdonarte a ti mismo.
—¿Y eso cómo se hace? —me atreví a preguntar, a sabiendas de que estaba hurgando en una herida todavía supurante.
—Tienes que salirte de ti mismo y contemplarte des de fuera, como si fueses alguien ajeno —me respondió, con voz ensimismada—. Tienes que examinar el panorama de podredumbre que hay dentro de ti y localizar las llagas de las que procede la infección. Y después tienes que meterte otra vez dentro de tu pellejo y sanar esas llagas. El perdón que viene de fuera puede resultar sanador. Pero antes debes estar dispuesto a perdonarte a ti mismo, que es una tarea que puede durar toda una vida.
Traté de restar hierro a sus palabras, y amargura a su gesto, con un poco de frivolidad:
—¡Cuán largo me lo fiáis! Entonces creo que me lo tomaré con calma, ahora estoy demasiado ocupado.
La acompañé hasta el estudio de Ruanito, donde acu día todas las mañanas para darle la papilla al niño Cuco y después sacarlo a dar un paseo en cochecito, mientras sus padres todavía dormían, convalecientes de la farra de la noche anterior, o tal vez trabados en luchas de amor demasiado concurridas. Ana María se cambiaba de ropa en el estudio de Ruanito, rescatando del armario de Mary de Navascués ropas que su dueña había arrincona do, por estar demasiado desfasadas o deslucidas por el uso, pero confeccionadas con tejidos de calidad que, pese al desgaste o la obsolescencia, denotaban todavía cierta distinción, aunque fuese maltrecha. Así Ana María se disfrazaba de aristócrata arruinada que había logrado cruzar los Pirineos salvando algunas piezas de su colección pictórica, o bien de oportunista que había aprovechado el torbellino de sangre de la guerra española para rapiñar el palacio de algún marqués y se iba desprendiendo poco a poco de sus rapiñas, para llenar las tripas.
—Hay en el Bosque de Bolonia unos coleccionistas de arte por completo trastornados y dispuestos a comprarlo todo —me informó, mientras terminaba de componer su disfraz—. Los muy bellacos creen estar aprovechándose de mi situación de necesidad, y pagan con racanería. Pero César me ha pedido que les coloque algu nas de las falsificaciones que hemos descartado para la exposición de la galería Castelucho.
Se había tocado la cabeza con un turbante de terciopelo despeluzado; y se echó sobre la ropa astrosa un abrigo de visón alopécico que movía a la compasión y a la grima a partes iguales. En el cochecito del niño Cuco, debajo del colchón, Ana María introdujo un cuadro de pequeñas dimensiones, una falsificación de Matisse que ella misma había pergeñado, con una pareja de náyades mirándose en el espejo de una fuente que más bien parecían las gran jeras de culo ecuménico reclamadas por Lequerica para la prensa de patos. Ana María colocó al niño Cuco en el cochecito y lo tapó muy esmeradamente con varias mantas, cuidando que el embozo de la sábana impidiera que le raspasen la carita sonrosada, antes de levantar la capota.
—¿No le hará daño el cuadro en la espalda? —pregunté.
—Como el colchón es muy mullido ni lo siente —me tranquilizó—. No es la primera vez que hacemos el re corrido, no te preocupes.
Desde la segunda quincena de diciembre del anterior año, el termómetro no había marcado, ni siquiera eventualmente, más allá de cuatro grados sobre cero, con una constancia impasible y exasperante; y durante gran parte del día helaba. No recordaba haber pasado en mi vida un invierno tan crudo, tan uniforme y duradero; pero, en las horas de sol del mediodía (que era cuando Ana María sacaba al niño Cuco de paseo), era preferible caminar por la calle que quedarse quieto en las casas pues, con el nuevo año, se habían impuesto restricciones al consumo de carbón, gas y electricidad, con amenazas de multas desorbitadas y cortes de fluido.
—Cómo se nota que no conoces el invierno de Aragón —me zahirió Ana María, en cuanto se me ocurrió quejarme del biruji.
Había vivido, ejerciendo como corresponsal de guerra en el frente, el invierno en las trincheras azotadas de ventiscas, erizadas de carámbanos o convertidas en un barrizal, alimentándose de achicoria y carne en conserva, casi siempre podrida.
—Pero allí, en el frente, mirando a la muerte de cara, los hombres se volvían más humanos y sus sentimientos más nobles, olvidados de rencores y envidias. Eran las alimañas encargadas de la «limpieza» quienes se quedaban en retaguardia —reflexionó Ana María—. La ciudad siempre atrofia el espíritu y favorece que emerjan los sentimientos más viles.
En esto coincidía con Marañón, que en el Tiberio consideraba el resentimiento una pasión de grandes ciudades, como pronto iba a comprobar en sus propias carnes (pues calculaba que las cartas anónimas que había enviado con su artículo apócrifo habrían alcanzado ya a sus destinatarios). En las trincheras del frente de Aragón, Ana María Sagi había visto caer a muchos milicia nos anarquistas, perforados por una bala que se colaba por las aspilleras entre los sacos terreros, o cuando por descuido se olvidaban de caminar agachados y asomaban por un instante la cabeza por encima del parapeto. Alguno había muerto, incluso, entre sus brazos, con la sien taladrada por un pequeño orificio del que se escapaba la vida, como una delgada lombriz roja.
—En cada cuerpo yerto que tocaron mis manos enterré un poco de mi vida —murmuró.
Me gustaba pasear con Ana María y el niño Cuco en el cochecito de ruedas altas y blancas, porque me inspiraba la ilusión de pertenecer a una familia (la familia que nunca había tenido ni formado); y era una ilusión consoladora, aunque resultase por completo quimérica. Cuando nos cruzábamos, camino del Bosque de Bolonia, con alguna patrulla de soldados alemanes, Ana Ma ría no lograba reprimir el tembleque, no tanto porque su proximidad la intimidase como por el temor de que algún emboscado disparase contra ellos y le tocase otra vez sostener un cuerpo agonizante entre sus brazos.
—Sorprende que hayan dejado de pedir a la gente los
papeles en la calle —murmuró.
—¿Y de qué les serviría? Ya te puedes imaginar que los autores de los atentados siempre tienen la documentación en regla, aunque sea falsa.
Y no pude evitar preguntarme si los documentos que Viola y su novia Tita se encargaban de «comercializar» no estarían proveyendo de papeles no sólo a los judíos, sino también a los emboscados del ejército de las sombras que disparaban contra los soldados alemanes, desatando las represalias desorbitadas de la Kommandantur. Pero tal vez no conviniese hacerse demasiadas preuntas.
—A veces pienso que, si los matan, es porque se lo merecen —me dijo Ana María—. Pero luego me doy cuenta de que esos soldados alemanes son tan inocentes, o están tan engañados, como los milicianos que vi morir en las trincheras de Aragón.
Me preocupó que mi piedad insidiosa pudiera llegar a cobijar bajo su manto a los judíos, que eran quienes sufrían mayormente las represalias de los atentados, como la piedad de Ana María acogía a los soldados alemanes que caían bajo las balas del ejército de las sombras. Las calles de París se hallaban empapeladas de carteles, dibujos y pasquines estigmatizando o caricaturizando a los judíos, que siempre aparecían como sayones narigudos de manos engarfiadas, desgarrando el hexágono de Francia con la misma lujuria con la que podrían haber desgarra do la camisa de una pudibunda doncella. Pero los transeúntes que pasaban delante de tales carteles no ofrecían ningún indicio de que les molestasen. ¿Por qué iba yo a mostrarme más piadoso que los gabachos?
—En esa casa vive el matrimonio Dupont, los coleccionistas tronados de los que te hablé —me anunció Ana María tras una larga caminata, señalando una mansión de es tilo Segundo Imperio que se asomaba al Bosque de Bolonia. La vista de aquella extensión arbórea le comunicaba un aspecto como de pabellón de caza coronado de mansardas. Ana María golpeó la aldaba de la puerta de un modo muy peculiar, como si estuviese transmitiendo en código morse, que seguramente se trataría de alguna contraseña convenida con los dueños de la casa. Y, en efecto, en lugar de franquearnos la puerta un criado circunspecto, lo hizo una pareja incongruente y algo siniestra: el hombre era magro y alargado como una piparra, con un cráneo dolicocéfalo que hubiese hecho las delicias de Lombroso, completamente despejado de ca bellos y con las facciones macilentas y apergaminadas; la mujer era repolluda y oronda, con una cabellera como de zíngara y el rostro lunar muy graciosamente salpica do de verruguitas, cada una coronada por un pelito escarolado. Ambos vestían, en un esfuerzo por uniformizar sus aspectos antípodas, batas confeccionadas con el mismo tartán, que —según advertí con asombro— esta ban forradas de armiño. También tenían casi idéntica la dentadura, compuesta por piezas de oro, entre las que se intercalaban, a modo de teclas bemoles en un piano, algunos dientes o muelas renegridos por la caries.
—¡Querida madame Sagi! —la saludaron ambos albo rozados, con perfecta sincronía; pero enseguida el marido dejó que fuese la esposa quien llevase la voz cantante—: Ya nos parecía que estaba tardando mucho en visitarnos. Pero, díganos, ¿quién es el caballero que la acompaña?
—Es Fernando Navales, un prestigioso crítico de arte, recién llegado a París para autentificar la colección del arruinado marqués de Cagigal, que en un par de meses se pondrá a la venta en la galería Castelucho —improvisó Ana María, mientras yo asentía, estólido.
Los coleccionistas tronados nos hicieron pasar a su mansión, donde pululaban los criados como cucarachas despavoridas, todos ataviados con el uniforme reglamentario.
—¿Y es una colección valiosa la de ese marqués? —preguntó el señor Dupont, conteniendo a duras penas la gula.
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Autor: Juan Manuel de Prada. Título: Mil ojos esconde la noche. 2. Cárcel de tinieblas. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros.
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