Inicio > Blogs > Detrás de las palabras > Mil piezas y una vida

Mil piezas y una vida

Mil piezas y una vida

Foto de portada: © Eduardo Garrido

La ruta no es fácil, aunque puede resultar placentera,
si no hay prisa ni es turbia la mirada.
(Mª Victoria Aroca Del Rey)

Cuando una mujer es intrépida traza una estela tan solo delimitada por los confines del cielo, y la tierra. No es el destino quien lleva sus riendas, porque donde surge una arista ellas divisan un camino más allá, y se arriesgan. Ganar o perder no es lo que está en juego. Solo ser ellas mismas.

La historia de Ingrid Gehring oscila en un vigoroso foehn del norte, sometida a rigores y sobresaltos desde su inicio, cuando con tan sólo tres años cruzó los Alpes junto a su madre y su hermana, un bebé de nueve días, para huir de las masacres causadas por el ejército soviético en su Austria natal, hasta llegar a la devastada Alemania del final de la Segunda Guerra Mundial. Ellen, aquella madre que se retaba con el mar en los tiempos felices a bordo de su velero, logró sacar adelante a Ingrid y sus hermanas, que iniciaron sus caminos recorriendo el arcta via, buscando de forma deliberada la ruta abrupta. Casi 80 años después, Ingrid me abrió las puertas de su casa para contarme la fascinante historia de su vida, un sobrecogedor recorrido autobiográfico que reúne la periodista y escritora Mª Victoria Aroca del Rey en la obra Al final, te fuiste enfadada… (Ed. Comanegra, 2024).

Entrar en el hogar de Ingrid Gehring es como atravesar la puerta del castillo ambulante de Miyazaki, o la madriguera de Lewis Carroll. No es posible detener la retina en un solo rincón sin que aparezcan mil detalles, a cuál más fantasioso. Así, sumergida en un ambiente onírico, donde se filtra tamizada una verdinosa luz procedente del jardín, sigo a la esbelta y elegante mujer. Tiene las facciones delicadas, los ojos de un azul metálico y el cabello deja entrever el rubio luminoso que una vez fue. Sus gestos son pausados, como si bailara con el aire. Poco a poco, voy viendo a través de los objetos de su casa a la propia Ingrid reflejados en ellos.

"Todo allí ha crecido de forma vertiginosa, con urgencia, en pocos años, como la gigantesca palmera hasta la que hace pocos años se encaramaba Ingrid para podar sus ramas"

Magníficas fotografías, retratos de Afganistán y la India, al estilo de las de McCurry, decoran las paredes. Cientos de bobinas de hilo de tonos pastel depositadas por el suelo, creando estructuras armoniosas, y multitud de trajes confeccionados por ella misma se hallan esparcidas por las peculiares estancias. “Ese conjunto perteneció a la nobleza de Afganistán”, me cuenta mi anfitriona, como si fuese la cosa más corriente del mundo. Me detengo en la magnífica vestimenta, en la luminiscencia y pulcritud de cada bordado. La infinidad de enseres acumulados, estrato tras estrato, parecen haber crecido desde el centro a los extremos, y yo intento buscar ese eje, ese núcleo del que parte todo… el hilo conductor que sé que está en algún lugar.

Llega el inconfundible olor de los libros viejos, que crecen dispersos aprovechando cada recoveco, y otros aromas que no logro descifrar, tal vez procedentes de otros continentes. Historias que se deshilachan y crecen como las raíces, sin un final. Escucho también sonidos agradables, como el tintineo lejano de unas campanas tibetanas. El jardín ha ido creciendo deliberadamente asilvestrado, dejando que los árboles y las flores se mezclen entre sí creando un caos que también es orden. Un cuadro de Dalí con sus propias reglas. Estoy en otro mundo, donde hasta el silencio parece guardar respeto por los elementos que allí habitan, a tan solo dos minutos de la muchedumbre que callejea absorta por la ciudad de Barcelona.

Ingrid Gehring en su furgoneta

Mientras paseamos surgen formas de la nada, esculturas de hermosas y tristes mujeres, piedras de perfectas líneas ovaladas, bancos de madera, armarios que guardan secretos. En ese reino, cada nuevo diminuto objeto lleva sellada una vida y parece custodiado por algún ser mágico. Una longeva tortuga camina por la tierra tranquilamente, por ese jardín selvático, y un noble perro saltarín reclama su atención trayendo peluches a nuestros pies. Todo allí ha crecido de forma vertiginosa, con urgencia, en pocos años, como la gigantesca palmera hasta la que hace pocos años se encaramaba Ingrid para podar sus ramas.

"Ingrid, en paz consigo misma, quiso que su madre, a quien sufrió y vivió a partes iguales, aplacara la ira y la frustración de una vida arrebatada por la guerra"

Nos sentamos en una mesa con un mantel de entrañable bordado infantil a juego con unas servilletas con las que Ingrid juguetea cuando se adentra en el viaje de sus recuerdos. A nuestro alrededor hay fotos de sus dos hijas cuando eran pequeñas, dos preciosas niñas rubias que visten conjuntos étnicos, coloristas, muy adelantados a su tiempo, que la misma Ingrid diseñaba cuando fue pionera en diseño de moda infantil. En otros retratos aparecen las mismas hermanas, ya de mayores, junto a los nietos de Ingrid. Y más allá, cerca de una gran chimenea, bajo la maqueta de un velero, fotografías en blanco y negro de una bellísima mujer rubia que posa sonriente con los brazos alzados y el cabello agitado por el viento, desafiante, en la cubierta de una embarcación. Es Ellen, la madre. Ya son generaciones las que se salvaron gracias a esa madre intrépida. Y justamente ahí es donde parte el hilo conductor de la historia de Ingrid Gehring. Ese es el centro que yo estaba buscando. De este eje parte la eterna nómada Ingrid, que en el cénit de su carrera dejó su cargo como directora de arte de una prestigiosa agencia de publicidad para viajar hasta la India en una furgoneta Volkswagen de segunda mano. Como compañía, tres cámaras Nikon y unos cien rollos de película, una experiencia que transformó para su vida para siempre. Concluiría el periplo de un año y cincuenta mil kilómetros de vivencias que modelaron su mirada y su forma de estar en el mundo. Nunca regresó al oficio de la publicidad, ni tampoco espiritualmente de la India y sus gentes.

«Ser nómada es una actitud íntima, esencial. No tiene que ver con el lugar en el que uno reside, con los parajes que ha conocido o el azar que lo lleve, sino con la ausencia de extrañamiento, con la ligereza y la desenvoltura con la que se vive». (Mª Victoria Aroca del Rey)

Ingrid, en paz consigo misma, quiso que su madre, a quien sufrió y vivió a partes iguales, aplacara la ira y la frustración de una vida arrebatada por la guerra que empañó en muchos momentos la felicidad de sus hijas, pero no lo consiguió. “Ella era fascinante. Fue increíble, pero todo aquello en lo que era tan brillante también tuvo un lado profundamente oscuro”, rememoraba Ingrid. Es justamente de esa dicotomía entre la admiración y el rechazo, la comprensión y el desconcierto, de lo que habla en sus primeras memorias, cuando la hija se convirtió en protagonista de su propio destino.

******

Antes de charlar con Ingrid, me gustaría presentar primero a Mª Victoria Aroca del Rey, la creadora de esta obra que trata con delicadeza e inteligencia una vida aventurera de la protagonista, compleja en momentos y entregada por completo al aprendizaje. Tengo el convencimiento de que quien descubra a esta excepcional mujer, querrá llevar su vida al cine. 

—Victoria, ¿qué te atrajo de la vida de Ingrid para hacer esta biografía y qué enseñanza extraes de haber compartido esta experiencia junto a ella?

"Ingrid me resultó insólita desde que me la presentó una amiga común, como posible personaje de una sección que yo escribía entonces para la revista SModa"

—Ingrid me resultó insólita desde que me la presentó una amiga común, como posible personaje de una sección que yo escribía entonces para la revista SModa, editada por el diario El País: “Mujeres de las que aprender”, se titulaba. Le dediqué un artículo y, conforme avanzaba nuestra relación, percibí que su historia, en la que lo factual lindaba la frontera de la ficción, por lo asombroso, merecía algo más que un breve perfil. Como periodista, me seduce descubrir y dar a conocer lo extraordinario. No diría que este libro es una biografía, sino que narra algunos aspectos de una vida excepcional que empieza en el corazón de Europa, recorre Asia y recala en Barcelona, escrito sin orden cronológico, como se rebusca y encuentra en los viejos cajones familiares y en las cajas de memoria. En el proceso, me dejé guiar por la intuición. Cada uno de los muchos matices de la personalidad de Ingrid tenía identidad propia. Me permitía escribir una novela de aventuras, un libro de viajes, un relato de intriga, una epopeya o una trama de búsqueda espiritual porque Ingrid es a la vez todas las figuras del viajero que recoge el filósofo Jorge Santayana: aventurera, vagabunda, exiliada, mercader, turista. Una mujer que ha vivido libre, sin miedo, emprendedora y que, sin ella saberlo, es alguien inspirador. Por otro lado, todo aquello que me contaba estaba constatado en unas imágenes magníficas, porque ella ha sido coleccionista de su propia vida y guardaba fotos y documentos de todo. Allí estaban el billete de avión con el que su madre la visitó en la India, la factura del taller mecánico de Volkswagen al que acudió en Irán, fotos de su madre encaramada a los obenques del velero paterno o al manillar de una moto con la que recorrió España, cientos de instantáneas de las hermanas Gehring en todas sus aventuras: documentos, cartas, salvoconductos… papeles hermosos y evocadores.

Ingrid Gehring y Victoria Aroca. © Nori Furlan

—¿Cómo derivó un escrito sobre la vida de Ingrid en una obra que viaja más hacia quién fue su madre, eje central de la obra?

—Creo que la trayectoria de Ingrid se entiende mejor cuando conoces la de su madre y la relación estrecha que ambas mantuvieron. La de Ingrid es la crónica de una mujer con una madre asombrosa, Ellen, que nació soberana con el siglo XX y maduró amarga. Mujeres valientes, modernas, profesionales de prestigio en un mundo de hombres. Libres para decidir. Experiencias llevadas al límite, combatir debilidades y asumir retos inverosímiles fueron aptitudes que su madre le inculcó con severidad y que ella hizo propias. El título del libro hace referencia a su relación y, no en vano, el primer capítulo narra un episodio que Ingrid ha tenido la generosidad de explicar por primera vez. Imposible obviar que ésta es también una historia europea, la de una mujer que debe huir desde Austria a Alemania, cruzando con sus hijas los Alpes a pie en un viaje desesperado, al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La de una profesional que conoció el éxito siendo muy joven en la Barcelona de los 60 y que tuvo la valentía de abandonarlo cuando entró en contradicción con sus principios, que vivió el auge artístico de un Cadaqués mítico… que unió los viajes en autoestop de su niñez, con la llegada a España y otros muchos saltos al vacío, bajo la sombra alargada de una madre inefable. He querido que “no puedo no existe”, el mantra de la familia, recorra esta narración en espiral en la que cada capítulo es una cala que investiga un campo inexplorado, que avanza y profundiza, en la que he intentado encajarlo todo: el relato y la vida.

******

Conozcamos ahora a nuestra invitada, Ingrid Gehring:

—Leyendo tus vivencias siento que las mías no han empezado. ¿De dónde fluye tanta energía?

—Creo que esta energía siempre ha estado presente en nuestra familia, transmitida por nuestra madre y por necesidad. La frase preferida de nuestra madre era “no puedo no existe”. Y eso ha durado toda la vida, y ha ido muy bien.

—¿Y no te ha costado alguna vez seguir esa máxima?

No, desde tan pequeña tenía claro que hay que poder, en todos los sentidos… en la enfermedad, en frenar las emociones, y resolver problemas. Tú tienes que aprender y solucionar. Esta energía nos la enseñó nuestra madre. No fue fácil huir con tres niñas, tras haber perdido a nuestro padre y al que fue su segundo marido cuatro meses antes de nacer mi hermana pequeña. A los pocos días de nacer entraron los soviéticos en la zona donde vivíamos y mi madre tuvo que huir cruzando los Alpes con sus tres pequeñas. Tardó nueve meses en llegar a la zona americana.

—¿De dónde procede el apodo “Ingo”, y con qué nombre te identificas más? 

"La fuerza y la libertad de la que gozaban los chicos me atraía mucho"

—Hace muchos años que mis hermanas, Marita y Ellen, me llaman Ingo, la versión en chico de Ingrid. Empezaron a llamarme así porque asumí desde muy joven las tareas que normalmente habría hecho un padre, o un hermano. La fuerza y la libertad de la que gozaban los chicos me atraía mucho. No tenía dudas sobre mi identidad, siempre me he sentido mujer, pero quizá esta parte de mí se me acentuó más al llegar a España, porque aquí las mujeres eran muy femeninas, muy conquistadoras… ¡Se llevaban faldas! En general me gusta más Ingo que Ingrid, por el sonido, que es más melódico. De hecho, todas mis creaciones llevan la firma Ingodesign.

—Fuerza y libertad en tiempos complejos. Un poco como tu madre, entonces.

—Mi madre no tenía tiempo casi de ser madre, ni tuvo ayuda de ninguna clase, y también asumió un rol de padre. Nos dio mucho cariño, pero tenía otra versión de “padre castigador”, con métodos prusianos. Hemos recibido tantas palizas que hoy en día serían denunciables. A veces, cuando hablábamos entre las hermanas, decíamos: “Hemos tenido suerte de que nunca nos ha matado”. Podía llegar a cierta brutalidad, pero como niños no lo hemos sentido así. Hemos tenido miedo de nuestra madre, pero también la adorábamos. Ella era todo lo que teníamos, no había nada más. Nos ha hecho sobrevivir. Fue dura por necesidad. Si no hubiera sido así, nosotras tampoco habríamos sobrevivido. En Alemania, después de la guerra, vivíamos en una barraca que ella construyó cerca de la montaña. Ella cosía todo el día, se iba muy temprano, y mi hermana mayor de cinco años cuidaba de mí, que entonces tenía tres años, y del bebé. Durante la huida desde Austria a Alemania, como no teníamos leche para darle a la más pequeña, por la noche mi hermana y yo conseguimos alimento para ella en un campo de prisioneros de guerra alemanes. Reptamos por el suelo hacia las alambradas, y nos dieron un bol de agua con guisantes, repleto de gusanos flotando. Nosotras decíamos “¡mami, tiene bichos!” y ella respondía “esto es la ración de carne”. Lo chafaba todo y le daba al bebé esta especie de papilla. De bebé fue la más sana y la más gordita de las tres.

Mujeres en burka. © Ingrid Gehring

—¿Cuál ha sido tu mayor descubrimiento a lo largo de tus muchos periplos? 

—Ver que el aprendizaje es la única manera para avanzar y para tomar conciencia… como las rocas pulen sus aristas rodando por el río, limando sus bordes, como hacemos nosotros a través de las dificultades.

—¿No te vuelve eso más áspero?

—Al contrario, te suaviza. Si mantuviéramos nuestros cantos sin pulir, al rodar nos haríamos más daño y se lo haríamos a los demás. Hay que dejarse llevar intentando saber por dónde vas para poder responder a la pregunta “para qué estoy aquí, en esta vida. Quién soy yo”. Pregunta difícil…

—Y la transparencia sería el paso final del proceso.

—Las piedras preciosas se vuelven transparentes a través de la presión. Esa transparencia es de dónde venimos y dónde queremos regresar algún día. Las piedras de río son terrenales, pero tienen la misma meta: llegar a una cierta perfección. 

—Esta obra navega entre dos vidas, la tuya, y la de tu madre, Ellen —Mutti, como todos la conocíais—. La figura de tu madre fue clave, hasta tal punto que marcó profundamente tu existencialismo. ¿Crees que quedó algo por decir entre ella y tú? 

—Quedó pendiente decirle en vida lo mucho que le debemos y lo mucho que la admiraba. Tomé conciencia de ello precisamente a través de hurgar en toda mi vida para el libro. Una buena manera de sacar cosas nunca expresadas. Mis hermanas y yo solíamos decir que Mutti era como el dios Jano, con dos caras: extremadamente fantástica, pero podía ser también lo opuesto.

—¿Por qué crees que se fue enfadada? 

"En ese lugar me desintoxiqué del mundo de la publicidad, encontré la meditación, y creía que ella también podría sanar allí. Pero me equivoqué"

—Ella sentía que el mundo le debía algo. Aunque a nosotros nos enseñó que nunca hay que sentirse víctima, ella vivió en una contradicción. Al final no supo reconciliarse con la nueva situación que quedó después de la guerra y la muerte de su primer marido en el frente de batalla. Mutti tuvo una juventud con todo lo que se podía desear: bienestar, vida social y familiar… Tuvo absoluta libertad y éxito profesional. Pero tras la guerra, ella y sus padres lo habían perdido todo, y nunca pudo volver al nivel de vida del que antes gozaba. Se sentía muy frustrada de no poder darnos aquel futuro a nosotras. Buscaba culpables. Tener tres hijas a su cargo era un final desgraciado, no se veía compensada. Yo quise que encontrara la paz en la India, como me sucedió a mí. En ese lugar me desintoxiqué del mundo de la publicidad, encontré la meditación, y creía que ella también podría sanar allí. Pero me equivoqué. Aquella convivencia en la furgoneta representó los peores meses de mi vida.

—¿Nunca te agradeció nada?

—Yo nunca he sentido que tuviera que agradecerme nada. Soy yo la que agradezco todo lo que nos ha dado, y le doy las gracias por habernos traído a la vida. 

El afgano. © Ingrid Gehring

—¿Hacia dónde se inclina la balanza, ahora que han pasado los años? 

—La balanza se inclina sin duda hacia el agradecimiento por todo lo que hizo por nosotras, todo lo que pudimos aprender de ella. Nos preparó para enfrentarnos a las dificultades de la vida. Tengo recuerdos muy dulces también, como cuando se fue a talar un árbol en el bosque para que tuviéramos nuestro árbol de Navidad a pesar de la precariedad en la que vivíamos, las muñecas de trapo que nos hacía, y uno en especial: Una vez nos regaló un tarro de mermelada de piña a cada una. Lo recordaremos toda la vida. Eran logros que nos parecían milagros. 

—Le cedes a ella el protagonismo en no pocas ocasiones. ¿Te gustaría escribir otra obra en la que tú, y tu vida, fuerais enteramente protagonistas? 

—Nunca quise un libro sobre mi vida y tampoco ser protagonista, me bastaba con mis fotografías. Decliné algunas ofertas previas de hacer un libro, pero ahora que esta obra existe gracias a Victoria Aroca, sé que me ha hecho un enorme favor porque he comprendido muchas cosas, y le estoy muy agradecida por el gran trabajo que ha realizado. Haberlo escrito antes habría sido un error. Ahora puedo echar la vista atrás, y ver con mayor claridad mi historia. 

—Fuiste supervisora ejecutiva internacional de la agencia Philip Morris y Troost con tan solo veintisiete años. Marcas como Persil, Delapierre, Warner’s, Punto Blanco… ¿Qué te llevó a dejar tu carrera como directora de arte? 

"Las grandes empresas contaminantes de Alemania querían lavar su imagen. Un engaño total"

—Después de dedicar todos mis esfuerzos, mi tiempo y creatividad para ayudar a vender con mis ideas productos en los que no podía creer, que eran incluso dañinos para las personas y el mundo, buscaba algo que poder defender con sinceridad y transparencia. Ser coherente. Necesitaba desintoxicarme, combatir la contaminación ambiental, y también la mental. La frustrante campaña publicitaria “anticontaminación” puso la guindilla sobre el pastel. Las grandes empresas contaminantes de Alemania querían lavar su imagen. Un engaño total. 

—Has viajado por todo el mundo. ¿De qué lugar te consideras? 

—Me gustaría poder formar parte de todos los lugares que he visitado, llevarme parte de sus creencias y su manera de ver la vida. Formar parte de lo conocido y lo desconocido. Al final, el lugar físico en sí no tiene tanta importancia, son las experiencias vividas las que forman mi hogar.

—¿Alguna vez te sentiste en peligro? Llamaría la atención, una mujer sola en aquellos países… 

—Lo primero que me viene a la mente es que el miedo que haya podido sentir, tanto yo como mis hermanas, ha sido solo a las reacciones de mi madre. Es el único que recuerdo de temor, aunque me han pasado muchas cosas… En Marruecos me apuñalaron, y el cuchillo me atravesó el tórax. Querían robarme mis máquinas de fotografía. Pero en ese momento no sentía dolor, sólo pensaba en no perder mis máquinas y mis fotos. En Afganistán sufrí varios terremotos, pero los vivía como algo interesante. Con mis pies desnudos en el suelo sentía la fuerza vital de dentro de la tierra. Lo viví con intensidad, pero sin temor. En este mismo país tampoco fue fácil en ocasiones, siendo mujer, recibí alguna pedrada y escupitajo. En Turquía una noche entré a repostar en una gasolinera y pregunté, estúpida de mi, si había algún lavabo. Cuando fui a donde me indicaron, un hombre me atacó e intentó violarme, yo le pegué un puñetazo y me escapé en el coche. En la India generalmente dormía al raso, al lado de la furgoneta, y cerca de mí pasaban las serpientes. Quizá soy muy inconsciente. Más bien debe ser esto. Recuerdo que cuando era pequeña tuve un accidente grave en bicicleta, y mi madre me dijo: “El miedo no existe, el miedo debilita”. Para que no rechazara la bicicleta hicimos un viaje de mil kilómetros hacia el mar del norte con mi madre y mis hermanas. 

—¿Alguien te ha propuesto llevar tu vida a la pantalla? 

—La casa Volkswagen quiso hacer una película sobre mis viajes para promocionar la furgoneta. Teníamos firmados ya los contratos e íbamos a iniciar el rodaje, pero justo dos días antes de empezar se decretó el confinamiento por la pandemia del covid. No creo que mi vida sea suficientemente interesante para hacer una película, del mismo modo que no quise ser protagonista de esta obra. Mis viajes me parecen interesantes, pero mi vida ha sido muy normal. No hay nada extraordinario en ella.

—No estoy de acuerdo con eso, he visto muy pocas vidas como la tuya. Pero sigamos. Después de toda esta búsqueda, ¿cuál es tu centro, el lugar donde siempre regresas? 

"No hay nada más placentero que pasar las manos por unas hojas, recoger un pequeño brote caído y plantarlo de nuevo"

—Durante unos años, mi lugar fue mi furgoneta, ahora es mi casa, en Sarrià, en especial mi cocina, rodeada de fotos y de cositas que me recuerdan a las personas que me importan. Mi lugar es también mi jardín salvaje, donde crecen los árboles que planté y donde pasea mi tortuga de ochenta años; es disfrutar de la compañía de Puma, nuestro perro. Es ver crecer esos árboles, acariciar sus hojas, contemplar los pájaros y otros visitantes, como ratones, erizos y ratas. No hay nada más placentero que pasar las manos por unas hojas, recoger un pequeño brote caído y plantarlo de nuevo. Los árboles que planté hace años parecen ahora querer tocar el cielo… es pura vida. Una semilla crece, se marchita y vuelve a integrarse en la tierra. Igual que nosotros.

Ingrid Gehring y Susana Rizo. © Eduardo Garrido

—En todos estos detalles que observo en tu hogar, parece haber muchos secretos. 

—Mi casa está llena de recuerdos y cada cosa tiene su vivencia, no hay secreto, pero sí una bonita historia. La planta que habita en mi cocina, por ejemplo, ha sobrevivido 25 traslados. Era de nuestra madre, y llegó con ella desde Alemania. Debe de tener unos 70 años. Solo vive de agua, y de cuando en cuando da unas delicadas flores, como de cera.

—¿Por qué elegiste la India para marcharte, qué supuso para ti este país? 

—Me fascinaba desde pequeña. Era la jungla, lo exótico… tigres, aventuras, cuentos que había leído. También quería profundizar en la meditación y el yoga. Por mi trabajo en publicidad, anhelaba alcanzar esa tranquilidad y paz. Además, era el tiempo del movimiento hippie. La gente viajaba allí, como los Beatles. Todo encajaba. La India fue mi destino inicial, y me ha ayudado a profundizar a través de sus creencias, tan presentes en su vida diaria. Me ha ayudado a conocerme a mí misma. Pero en el camino para llegar a la India, todos los países que he conocido son igual de importantes como la propia meta.

—¿Cuántos kilómetros has recorrido en solitario con tu furgoneta?

—He hecho un total de 264.000 kilómetros entre todos los viajes. En el primer viaje a la India conduje entre catorce y dieciséis horas diarias. Solo en la India hice unos 55.000 kilómetros.

—¿Qué te sedujo de Afganistán?

"Ahora, con la fanatización de los talibanes, todo ha cambiado. Ya no podría admirarlos. Las mujeres han perdido todos sus derechos y han vuelto las lapidaciones"

—El primer contacto con este país fue impactante, porque todo era nuevo e inesperado. Era como viajar al siglo XIV o XV. Fue inolvidable. Su historia y creencias, con esa amalgama entre budismo, islamismo y cristianismo, es fascinante. Hasta allí llegaron los romanos y Alejandro Magno. Pero cuando pienso en los derechos de las mujeres, que ya entonces eran muy limitados, siento mucha tristeza. Solo vi mujeres libres en las tribus nómadas, y me identificaba con ellas porque dentro de mí habita un alma nómada. En Kabul pude conversar con unas mujeres que no llevaban burka en una peluquería, y me dijeron lo mucho que envidiaban mi libertad, poder ir con pantalones, y sola, sin acompañamiento de hombres. Cuando yo estuve hace 50 años los hombres eran muy masculinos, y se vestían orgullosos con su indumentaria guerrera, pero no me parecían agresivos. Ahora, con la fanatización de los talibanes, todo ha cambiado. Ya no podría admirarlos. Las mujeres han perdido todos sus derechos y han vuelto las lapidaciones.

—Te detienes en los rostros y en la mirada de las personas que fotografías. ¿Qué intentas capturar en esos retratos? 

—Las miradas te dejan descubrir una parte del alma de las personas, su espejo, el mejor medio de comunicación, muchas veces más que las palabras. 

—¿Cómo llegaste a España y qué supuso para ti la pequeña población de Cadaqués? 

—Mi primer contacto con España fue en 1960, a los 18 años, viajando en autostop desde el norte de Alemania con mi madre. Al acabar mis estudios regresé y tuve la suerte de conocer Cadaqués a través de un amigo fotógrafo, y en 1963 trabajé con Jaime Camino, quien rodaba una película en este maravilloso lugar. Participé en el rodaje como fotofija. Este pueblo con su entorno de naturaleza tan salvaje, las rocas, el mar a veces enfurecido por la tramontana, me robó el corazón. Adoro sus casas blancas, y si te alejas hacia el Cabo de Creus sientes que estás en el fin del mundo. 

—¿Cuándo descubriste que tenías luz en las manos? 

—En una de mis largas estancias en hospitales, cuando tenía doce años, después de salir de un coma. Empecé entonces a ayudar haciendo manualidades con las gasas de los vendajes para otros pacientes. Cuando tocaba sus heridas, unas monjas me dijeron que transmitía algo a través de mis caricias y que debía hacer uso de este poder para hacer el bien. También me lo dijeron en Dharamshala, en Filipinas, donde acudí tras diagnosticárseme una grave enfermedad, por lo que me daban tan solo cuatro meses de vida. El director de orquesta y padrino de mis hijas, Sergio Celibidache, me regaló un libro sobre cómo aplicar este don. “Con estas manos” —me dijo— “podrías acariciar un dinosaurio y apaciguarlo al momento”.

—Has dicho que te dieron cuatro meses de vida. ¿Qué te sucedió?

—Me diagnosticaron aracnoiditis. Cuando me dijeron que me quedaban cuatro meses de vida, mis hijas gemelas sólo tenían 11 años. La medicina tradicional ya había hecho todo lo que se podía hacer. En la Clínica Mayo, en Rochester, me dijeron que había pocas posibilidades de sobrevivir, pero habían visto mi historial médico, y me dijeron que “si alguien en este mundo podía sobrevivir, esa persona eres tú”. 

—¿Hay algo que no hayas aprendido todavía? 

"Estoy convencida de que detrás de todo lo que me pasa hay un mensaje, una llamada, una razón"

—Me falta tanto por aprender… Esto no se acaba nunca. Vuelvo al tema de las piedras, del que hemos hablado antes. Cada vez que tengo un accidente —he tenido ya 33 fracturas de cráneo, brazos, piernas, la columna, cadera…— miro a los de arriba y pregunto: “¿Qué me quieres decir? ¿Qué es lo que no he aprendido todavía?”. Estoy convencida de que detrás de todo lo que me pasa hay un mensaje, una llamada, una razón. Algunas fracturas creo que me “pararon” los pies. Fue un mensaje muy claro. Lo que me falta aprender es a deshacerme de las muchas cosas que he ido guardando para no dejar tanto trabajo a mis hijas cuando yo no esté.

—¿Cuál crees que has sido tu mayor pasión? 

—Difícil reducir solo a una… Viajar, hacer amistad con personas y retener vivencias plasmadas en imágenes, indagar en creencias, en la relación de nuestros pensamientos con nuestro cuerpo, cómo sanar e indagar qué hay más allá de la muerte. Ella siempre ha estado presente desde que era pequeña, la he considerado una amiga. He visto morir personas en paz, también con rencor. He salido de dos comas profundos, me han dado cuatro meses de vida cuando mis hijas tenían solo 11 años. Haciendo una síntesis de muchas creencias, he llegado a la siguiente conclusión: entre vida y vida tenemos total conocimiento de todas nuestras anteriores existencias, sabemos qué nos falta aprender, qué asignaturas quedan pendientes. Nuestro otro yo, o supraconciencia, o alma, nunca se extingue, y libremente escogemos dónde queremos renacer, escogemos los padres, el entorno y situación, riqueza o pobreza, salud o enfermedad. Todo ello para aprender lo que nos falta, para en algún momento volver a nuestro origen, el todo, la pureza, como las rocas, las piedras redondas, el cristal transparente. Mi símbolo preferido en la naturaleza es el huevo, representa vida y nacimiento, y lo esférico es el universo, lo eterno y lo espiritual.

—¿Qué opinión te merece la deriva que estamos siguiendo en Europa? 

—Me entristece que no seamos capaces de aprender del pasado, me preocupa la deriva de la extrema derecha y que, en vez de profundizar, cada vez vivimos más en lo superficial. Yo no soy nada amiga de las nuevas tecnologías, quizá porque no las entiendo mucho y no me son familiares. Ver a la juventud fascinada y adicta a unas pantallas me parece una evolución tan terrible… quizá no sé suficiente para juzgar, pero cuando oigo hablar de inteligencia artificial, o fake news, todo lo que se puede hacer para difundir cosas que no son verdad, es tremendamente peligroso. Me preocupa mucho la juventud que crece con esto. Es como si se metieran en su mente. La maldad de la humanidad se difunde y se contagia como un virus. Alemania por ejemplo se está armando, y me han dicho que buscan reclutar también mujeres. 

—¿Hay algún libro que marcara tu vida? 

"En mis travesías me acompañaron Los viajes de Marco Polo, y hubo uno que me empujó a dejar la publicidad y emprender mi viaje, El programa suicida, de Gordon Rattray Taylor"

—Hay muchos libros que han dejado huella en mí. En el colegio fue Die Fahrt (El viaje), de Otto Salle Verlag, una recopilación de escritos de más de cien filósofos y pensadores. También otros autores como Hermann Hesse, Friedrich Nietzsche, Marie Curie, Alexandra David Neel, Eduard Schweizer, Stefan Zweig, Victor Hugo, Immanuel Kant, Ernest Hemingway, Walt Whitman, entre otros muchos. La lista no tiene fin. En mis travesías me acompañaron Los viajes de Marco Polo, y hubo uno que fue precisamente el que me empujó a dejar la publicidad y emprender mi viaje, El programa suicida, de Gordon Rattray Taylor, escrito en 1970. Es una obra pionera contra la contaminación ambiental. Siempre que he ido a la India ha venido conmigo.

—¿Qué tuvo que aprender tu madre? 

—Precisamente lo que no consiguió aprender: tenerlo todo y luego quedarse sin nada. No encontró paz en vida, pesó demasiado la pérdida personal, y también la material. Ella tuvo esa necesidad de cierto lujo, era una mujer muy elegante, de hecho le decían que era la mujer más elegante de Austria. Consiguió mantenernos con vida, pero no fue feliz. Sentía que la vida la había engañado, y por eso se fue enfadada. Yo me quedé con ella sus últimas semanas de vida. Tenía tal desconfianza con los médicos que quiso que yo estuviera presente en las operaciones para contarle después lo que le habían hecho. No lo viví como algo extraordinario, había pasado ya por tantas cosas… Lo que fue traumático fue la última frase que pronunció justo antes de fallecer, refiriéndose a mí y a mis hermanas: “Ojalá os hubiera dejado a las tres morir en la nieve, yo habría tenido una vida mejor”. Vivir con esto es duro.

—Tendrá que volver, entonces.

—Casi todos tendremos que volver. Pienso que al morir tienes la visión de todas tus existencias, ves lo que te falta aprender, y voluntariamente buscas dónde renacer. No te pesa hacerlo, por muy incómodos o tristes que sean esos lugares. Te dirige la conciencia. No podemos lamentarnos de nuestra suerte. Al llegar al final de esos aprendizajes, vuelves al origen, a la pureza. Aquellos que han logrado la perfección regresan voluntariamente al mundo para transmitir su conocimiento. Todos los pensamientos que hemos tenido, están como en una nube a nuestro alrededor. Vale la pena seleccionar, y desestimar lo que lastima. Dejando ir. 

4.8/5 (24 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios