Después de presentar una novela en el Museo de la Evolución Humana, Juan José Millás (Valencia, 1946) propuso al director científico de la citada institución, Juan Luis Arsuaga (Madrid, 1954), una asociación literaria “para hablar de la vida”. “¿Asociarnos cómo?”, preguntó el paleontólogo. Respondió el escritor: “De la siguiente manera: tú me llevas a un sitio, al que quieras: a un yacimiento arqueológico, al campo, a una maternidad, a un tanatorio, a una exposición de canarios (…) y me cuentas lo que estamos viendo”.
Durante dos años, Arsuaga y Millás conversaron sobre, entre otros temas, biodiversidad, la bipedestación, el dimorfismo sexual, el experimento de las sociedades sin dios o la autodomesticación de la especie humana recorriendo, por ejemplo, el Valle Secreto de los neandertales —sito en la Sierra de Guadarrama—, un parque infantil, un sex shop, el Museo del Prado o la cueva de La Covaciella, en Asturias. El fruto de estas salidas tiene 216 páginas, se llama La vida contada por un sapiens a un neandertal y justifica esta entrevista desbordada, divertida y lúcida.
Antes de arrancar, Jeosm les hace una sesión de fotos en la cama del hotel de Goya donde tiene lugar el encuentro.
—Con menos —les digo—, José Luis Moreno hizo un programa de cartón piedra que fue un pelotazo.
—Oye, no nos jodas tanto durante la entrevista —responde Millás.
Comenzamos:
—Señor Arsuaga, ¿por qué dice que la Prehistoria está por todas partes?
—Arsuaga (A): Porque de la Prehistoria quedan, para empezar, los animales. Los bisontes, por ejemplo. En el yacimiento de Pinilla se han encontrado muchos bisontes, y los bisontes europeos siguen existiendo. O bien las formas domésticas: te paseas por Pinilla del Valle y donde antes veías uros, ahora ves vacas avileñas, que son preciosas. Ese paisaje reproduce, prácticamente, el escenario de caza de los neandertales, cuando acechaban las manadas de caballos y de uros. Luego, el marco físico, el valle, es el mismo; la huella de los antiguos glaciares queda en las montañas. Es como si la Prehistoria se hubiera ido casi ayer. Y luego, al igual que la vaca avileña es la forma doméstica del uro, nosotros somos la forma doméstica del salvaje que fuimos. O sea, que no es tan distinto lo que vemos ahora, si el entorno está bien conservado, de lo que veían nuestros antepasados.
—Y señor Millás, ¿por qué escribe que los hechos de la Prehistoria le explican mejor que los de su siglo?
—Millás (M): Fui a Atapuerca y me explicaron ese momento en el que aparece el pensamiento simbólico. Y en uno de los estratos ya había piezas en las que se apreciaba que no eran objetos meramente útiles, sino que tenían una carga simbólica. En el Museo de la Evolución tienen muchos. Por ejemplo, el hacha de doble faz, que es una especie de jano, no tiene doble faz porque sea más útil, sino porque está representando el cuerpo: nosotros estamos hechos de dos mitades iguales pegadas entre sí. Hay pensamiento simbólico. Yo, viendo eso, me hago cargo de lo que significa tener pensamiento simbólico. Por eso yo decía que, al ir a Atapuerca, tenía la impresión de ir a visitar a mis abuelos. Claro, nos hacen estudiar la Prehistoria como si fuera algo que no nos concierne. Primero, porque está muy lejano en el tiempo; segundo, porque estamos acostumbrados a estudiar los periodos históricos como si estuvieran divididos por muros, como si fueran compartimentos estancos. Y la Historia es un continuo. La Prehistoria nos concierne. Yo tengo la sensación de que lo que les pasaba a aquellas personas me explica mejor que lo que es hoy mi propio siglo. Y luego, hay una cuestión que olvidamos: nosotros, en la Historia, hemos vivido un minuto en relación del tiempo que llevamos en la Tierra. Parece que llevamos instalados en la Historia todo el tiempo, y no. Por lo tanto, estamos muy cerca, nos concierne. Esto se puede experimentar racionalmente cuando eres un sabio, como Arsuaga, pero lo puedes experimentar emocionalmente cuando eres un ignorante como yo. En estas manifestaciones culturales te reconoces.
—A: El primer yacimiento que yo visité, siendo adolescente, fue un yacimiento que está relativamente cerca de Bilbao, que se llama Axlor. Es un yacimiento de neandertales y, movido por la curiosidad, lié a un amigo mío y nos fuimos juntos en autobús. En aquella época, los miércoles por la tarde no había clase.
—M: Y el sábado por la tarde había clase.
—A: Entonces, cuando llegas a ese yacimiento, hay un arco de piedra que llevará ahí millones de años, seguro. Un arco de piedra sorprendente, un movimiento natural. En euskera, ese arco se llama “Jentilzubi”, que significa “el puente de los gentiles”. Es el puente de los gigantes que vivían antes del ser humano. Dije: “Esta combinación es lo que me interesa”. Y estoy convencido de que si no los neandertales, sí los cromañones, cuando miraban ese arco, pensarían algo similar. Ahí comprendí que no hacía tanto tiempo que los espíritus, que los dioses, se habían ido del lugar: todavía, de alguna forma, permanecían allí. Eso me marcó.
—¿Es verdad eso de que ha cambiado el hombre más en un siglo que en 20.000 años, o es una exageración?
—A: Sí y no.
—M: Es verdad que una persona que se hubiera dormido en la Edad Media y se hubiera despertado a principios del siglo XIX no habría percibido grandes cambios. Pero es verdad que alguien que se hubiera dormido en los años cincuenta y se despertara ahora no reconocería el presente. Desde los cincuenta, que es cuando empieza la aceleración de las comunicaciones en general, y la globalización y tal, el progreso ya no es lineal. Quiero decir: en la Revolución Industrial, el progreso, en el sentido de ir a una dirección, era lineal porque era medible. Tú comprabas una máquina de hacer jerséis, y sabías que esa máquina fabricaba 500 jerséis a la hora y que, por lo tanto, podías prescindir de 500 empleados. Mientras que, con la aparición de las nuevas tecnologías, el progreso es exponencial. ¿Qué quiere decir eso? Que no sabes absolutamente nada de lo que es capaz de hacer: ni cuántos puestos de trabajo va a quitar, ni en qué momento la inteligencia artificial va a alcanzar un grado tal de complejidad que alcance un modo de autoconciencia… No sabes nada. El crecimiento exponencial se dispara y, a medida que crece, se va acelerando. Y en los últimos treinta o cuarenta años, el acelerón ha sido brutal: todas las redes sociales han aparecido en cuatro días; el fax, que era tecnología punta ayer, ha muerto.
—Lo resucitó Messi.
—M: (Risas) Hemos visto nacer y morir la tecnología punta. Y Harari, que es un tipo bastante fiable, dice que en los próximos veinte años el mundo cambiará más que en los mil anteriores. Por eso, es asombroso que los políticos estén pensando todavía en un mundo del siglo XIX.
—Hace unos días, Castells, el ministro de Universidades, dijo que “este mundo se acaba”.
—M: No: ya ha acabado. Y los políticos están trabajando como si, cuando acabara el virus, volviéramos a la situación anterior. No vamos a volver a la situación anterior. Este cambio de paradigma en el que nos hallábamos inmersos, del mundo analógico al digital, el virus lo ha acelerado. Los periódicos de papel, ¿qué iban a durar? ¿Diez años? Ahora van a durar cinco. Otra cuestión es: ¿la cabeza humana puede asimilar ese vértigo, esa velocidad? Lo que es cierto es que si mi padre, que se murió hace cuarenta años, resucitara ahora, no entendería nada.
—A: Decía Pío Baroja, que es mi filósofo de cabecera, que hay días en los que parece que nada cambia, que ese pájaro que canta en esa rama de ese árbol es el pájaro que cantaba hace 4.000 años, y hay días en los que dices, como Heráclito de Éfeso, que no te puedes bañar dos veces en el mismo río. Las dos cosas son ciertas. Baroja decía otra cosa que se aplica a todo: cuando sales de España y te vas a Francia al exilio, la primera sensación es: “Oye, qué distinto es esto”. Luego, te acostumbras y dices: “Bah, todo es igual”. Y luego, pasa el tiempo y dices: “No, no es lo mismo”. Ahora me toca a mí llevarle la contraria a Juanjo, para eso estamos. Entonces, cuando me toca hablar en auditorios para empresarios, ejecutivos y tal, y me piden un consejo, yo les digo: “No cozáis demasiado los espaguetis”. El único consejo que doy en la vida es que no hay que cocer en exceso la pasta; de lo demás, no tengo ningún consejo que dar a nadie. Para eso hay otros y, además, ahora todo el mundo da consejos por todas partes. Ahora bien, como consejo de negocio, puesto que el futuro es incierto, agarrémonos a lo que no puede cambiar, a lo que es eterno. ¿Cuál es el mejor plan de negocio? Aquello que siempre sea negocio. ¿Qué es seguro? La naturaleza humana: eso no va a cambiar. Va a seguir habiendo celos, amor, padres, hijos, ira, fanatismo, ambición, envidia… Yo pongo un ejemplo: mi familia del pueblo. Vivían todos en el mismo pueblo y trabajaban en la misma fábrica. Mi abuelo y sus cuatro hijos trabajaban en la misma fábrica, ojo al dato. Yo tengo mis hijos por el mundo. Sin embargo, los veo yo más. Por Skype. Porque mi mujer, que es la que mantiene los contactos, tiene puesto el Skype. El mundo moderno nos ha dispersado: antiguamente vivíamos juntos; ahora, ya no tengo ningún hijo aquí: uno en Londres, otro en Bruselas, la otra estaba en Chile, pero la relación sigue existiendo. Estoy más comunicado. En tiempo real. Primera fase: todo es distinto, ya no tengo ningún hijo en casa, mientras que en mi familia, en cambio, no es que vivieran en el mismo barrio del mismo pueblo de Guipúzcoa, sino que trabajaban en la misma empresa. Segunda fase: bueno, no es tan distinto, porque veo a mis hijos por Skype todos los días. Y ahora ya, la tercera: no es lo mismo. ¿Por qué? Porque cuando yo me haga mayor y viejecito, no va a venir ningún hijo mío a cuidarme. No va a venir de Chile a cuidar al abuelito. Tendrán su propia familia, vivirán en otro sitio y, por Skype, me dirán “papá, te queremos mucho”.
—M: Luego ha cambiado. Cuando viajé a Japón, en el avión iba una azafata gallega que se había formado en una compañía japonesa. Lo hacía todo como una japonesa. Como el viaje era tan largo, estuvimos charlando un rato. Y esta chica tenía la base en Londres, trabajaba para una compañía japonesa y su novio estaba en Vigo. Entonces, esta chica me hablaba de Europa como yo hablo de mi barrio. Ella se cogía un avión para pasar un fin de semana en Vigo, y volvía y tal… Ahora: le ha pillado en la segunda fase. Luego vendrá la tercera: se querrá casar y tener hijos…
—A: Hay tres fases. Es la ley de Baroja y vale para todo. A mi juicio, el mayor cambio de la Historia de Europa se llama Programa Erasmus. Eso lo ha cambiado todo, de verdad. Mis hijos viajan muy barato: cogen el Ryanair, se plantan en Atenas y se van a casa de su amigo griego, al que conocieron en el Erasmus.
—Por treinta euros tienes viajes de ida y vuelta a Milán.
—M: Es más barato que el metro.
—A: Y como tienes un amigo en Milán y otro en Roma y otro en París… Todo eso viene del Programa Erasmus. Ahora, con el coronavirus, va a haber una generación de licenciados que se van a perder el Programa Erasmus. Y lo ha cambiado todo: ha convertido Europa, verdaderamente, en una casa común. De manera que, para mis hijos, un vuelo europeo es un vuelo doméstico. Yo con mis amigos del colegio de Bilbao me veo poquísimo; mis hijos, con sus compañeros del Erasmus, se ven más que yo.
—M: Eso es porque son más sociables que tú.
—A: Bueno, cuando voy a Bilbao veo a alguno y tal. Pero es que mis hijos quedan: “¿Por qué no quedamos en Estocolmo?”. ¡Y quedan! Esa es la parte de “no es tan distinto”. Pero, al final, es lo mismo pero en realidad no es lo mismo. Y lo vamos a ver pronto: moriremos todos en una residencia solos. Nuestros hijos, por Skype, nos harán así…
—M: En una celda de una residencia privatizada que cotiza en bolsa…
—A: Eso es evitable. Lo que no es evitable, lo que no podemos pretender, es que nos cuiden nuestros hijos.
—M: Pero nosotros tendremos a nuestro alcance la eutanasia. Eso es un cambio importante.
—A: Igual nos lo dicen y todo: “Oye, papá, ¿has pensado en la eutanasia?” (risas).
—M: Será una ceremonia, como la primera comunión. “Oye, ¿el domingo quedamos?”. “No, es que es la eutanasia de mi padre” (risas). Ojalá sea así. Además, como el cóctel estará muy mejorado, será como tomarse un gin tonic. Mira, yo vengo, literalmente, del siglo XIX. Yo he vivido en calles sin asfaltar. Yo he conocido la polio. Bueno, la tuberculosis todavía hacía estragos. El cambio en mi propia vida es alucinante. Pero como se ha disparado, no es un cambio lineal, dentro de veinte años será la hostia: al crecimiento acelerado de las nuevas tecnologías añádele los cambios en la naturaleza provocados por la acción del hombre. O sea, añádele el cambio climático, las zonas terráqueas que estarán inundadas en treinta o cuarenta años. El desierto en España avanza: Asturias va a ser la nueva Costa del Sol. Los polos se derretirán. Virus que llevan atrapados en el hielo millones de años saldrán y no sabremos cómo nos afectarán. Incluso el pronóstico de Harari igual es optimista.
—Millás, en La vida contada por un sapiens a un neandertal, se pregunta si “cada vez que a lo largo de la Historia nos habíamos elevado un centímetro del suelo, había entrado en nosotros un centímetro de YO”. ¿El hombre de hoy vive con una sobredosis de YO?
—A: Seguramente. Vivimos en primera persona. Tienen razón los budistas: el yo es tu peor enemigo. Tú eres esclavo de tu yo. El yo es una entidad para la que trabajas. El yo es tu condena: no te deja en paz, te tiene siempre trabajando para él. Entonces, hay que deshacerse de él como sea, hay que hacerlo desaparecer. Todo lo que sea proyectar la mirada fuera de ti me parece sano.
—M: Hay un sobreexceso de identidad. O sea, yo soy Juan José Millás, y lo puedo demostrar porque, mira, aquí tengo una tarjeta de crédito que dice que soy Juan José Millás, aquí otra de El Corte Inglés que dice que soy Juan José Millás, otra de Iberia, otra de Sanitas, aquí tengo dinero…
—Porque eres Juan José Millás.
—M: Así es (risas). Y no me he traído el pasaporte. Entonces, hay un exceso. Hasta el punto de que ahora hay una cosa muy de moda, que a mí me pone los pelos de punta, que es “la autoestima”. Ahora, un diagnóstico muy frecuente en los niños es: “Este niño tiene problemas de autoestima”. Y lo llevas al psicólogo. La autoestima es una de las formas del yo, ¿no? Y la autoestima es una peste. ¿Te imaginas que viviéramos en un mundo sin autoestima? ¿Te imaginas que llegan las elecciones y va Pedro Sánchez y dice: “Miren, no me voten. Soy un desastre”? O Casado: “No, es que no valgo para nada, voten a este otro”. O yo mismo: “Mira, no me entrevistes…”. Un mundo sin autoestima sería un mundo como Dios manda. Sin embargo, queremos un mundo con más yo, con más identidad. Cuando vemos a una persona sin autoestima decimos que tiene una patología, pero la patología es la autoestima. Imagínate a Pablo Iglesias: “Mire usted, tiene razón: soy una mierda. Soy un desastre en todo”. ¿No sería un mundo maravilloso?
—A: Pániker decía que, cuando eres joven, tienes que tener un yo. Si no, te pisan. Tienes que tener un poco de amor propio, de autoestima, para abrirte camino. Pero ya, a ciertas edades, la autoestima o el yo…
—M: Es una mierda.
—A: ¡Hay que deshacerse de él! Yo estoy todavía en la parte de la construcción del yo, pero él (Millás) ya debería…
—M: Yo mantengo que, desde que cumplí los cincuenta años, a mí me deberían llamar desJuanjo, puesto que estoy en descomposición. A ti te deberían llamar desJuan Luis, desantropólogo…
—A: Todavía necesito el yo.
—¿Y dónde queda el NOSOTROS?
—A: Nunca ha habido tantas banderas como ahora. ¡Qué barbaridad!
—M: El otro día…
—¡Veinticuatro! (Nos referimos a la reunión entre Sánchez y Ayuso).
—A: ¿Y dónde no? Nunca he visto tantas banderas como ahora. Volvemos a la ley de Baroja: ahora somos todos muy modernos, pero nunca ha habido tanto patriotismo. Y patriotismo llevado a unos extremos… El que llevo peor es el patriotismo gastronómico: puedes querer a tu tierra y tal, Bilbao es estupendo y voy siempre que puedo, pero no por ello las alubias tienen que ser lo más rico. El patriotismo gastronómico se ha extendido de tal forma que, si eres aragonés, sólo puedes beber Somontano. No hay otra cosa. Es más: debes convencer a los demás de que el Somontano es el mejor. Y si eres murciano, Jumilla. ¡Está mal visto que un murciano pida un Rioja en Murcia! Hombre… De todos los patriotismos, el que me parece más ridículo es el gastronómico. “¡Te tienes que tomar el vino de tu pueblo! ¡Mis alubias son las mejores!”. Cuando las alubias vienen de América. Es decir, estamos globalizados pero, si eres murciano, tienes que beber Jumilla. Nunca hemos estado tan apegados al terruño. ¿Por qué? Porque la globalización ha producido el terror de la pérdida de identidad. “Ahora que estamos globalizados, no seremos murcianos. Nos disolveremos en la globalización”. Entonces, tenemos que hacer una autoafirmación local bebiendo Jumilla. La globalización ha creado el terror…
—M: …de la disolución del yo. Del yo colectivo.
—¿La autodomesticación del Homo sapiens conduce a una sociedad de borregos?
—A: Un poco.
—M: La autodomesticación tiene ese objetivo: “Si queréis entrar en el Reino de los Cielos, haceos mansos”.
—A: “Haceos como niños”.
—M: Esto sale en una escena del libro, en la que estamos comiendo en un restaurante japonés.
—A: Ese es el peligro de la autodomesticación: el calor del establo, que decía Nietzsche.
—M: En esa autodomesticación, si coincide con un momento de fragmentación del rebaño y de inseguridad, pueden aparecer los locos.
—Claro: a falta de dioses, ¿quiénes son los mejores candidatos para pastorear al rebaño?
—A: A la tribu, mejor.
—M: Ahí aparece Hitler. Siempre se dice, y es verdad, que fue votado y no dio un golpe de Estado. ¿Cuándo aparece? En un momento de fragmentación de una sociedad donde se rompe… Siempre me pregunto por qué se rompen las cosas: me asombra que tire una taza contra el suelo y se rompa. Siempre que pregunto a un físico, le pregunto: “¿Por qué se rompe esto?”. Y siempre me explica que hay una cohesión molecular… Del mismo modo que se rompen los objetos, se puede romper la cohesión molecular de las sociedades. Y en las sociedades rotas aparecen profetas. Porque la gente está buscando una dirección. No hay sociedad sin dirigentes. Entonces, en la Alemania en la que ganó Hitler, esto lo explica muy bien Arthur Koestler, el Partido Socialista, entre otros, tuvo una gran responsabilidad, porque estaba preocupado solamente de aspectos cuantitativos y de corto plazo. No estaba mirando con las luces largas. Y ese es el peligro de las sociedades en las que se rompe la cohesión, en las que las desigualdades son brutales. Ahí, los discursos populistas, salvadores, tienen un campo abonadísimo. Pero eso no creo que sea un peligro de la autodomesticación, sino de la fragmentación, de las desigualdades…
—A: No solo eso. Históricamente, era difícil ser homosexual, por ejemplo. Y los niños son muy crueles: con el gordito, con el gafitas… Hay que educarles en la tolerancia, hay que decirles: “No podemos acosar al gordito porque no sea como tú, o al gafitas o al que no le guste el fútbol”. La tendencia del grupo a excluir y tal es una tentación.
—M: Ahí se da una contradicción que es curiosa: salir del rebaño da pánico porque el rebaño protege. La «inmunidad de rebaño», que decimos.
—A: Tienes que ser predecible.
—M: Ahora bien: ¿la sociedad progresa gracias a quién? La sociedad progresa gracias al discrepante, al tío que dice: “No, no: el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, es al revés”. Estamos atacados por dos pulsiones: la del rebaño y la de la discrepancia. Sin discrepancia no hay progreso, pero sin rebaño, tampoco. El tipo raro paga un precio: luego la sociedad le pone estatuas, o le perdona con 300 años de diferencia, como a Galileo la Iglesia, pero ese tipo, para salirse del rebaño, tuvo que hacer un esfuerzo de la hostia, y tuvo que pagar un precio de la hostia.
—A: Hay una escena genial en una de las películas de La guerra de las galaxias en la que llegan a un pueblo del desierto y entran en un bar Luke Skywalker y el personaje de Harrison Ford. Hay un tío con las orejas enormes…
—M: ¿Eran mutantes?
—Es una discoteca Erasmus interestelar.
—A: Es interestelar: cada uno es de un planeta distinto. Y están ahí tomando unas copas, llega Harrison Ford con Luke Skywalker, piden un whisky, y se acerca un tío con unas verrugas y tal y dice: “Aquí no nos gustan los tipos raros”. ¡Y los raros eran ellos!
—M: Ginés Morata decía que si nos despertáramos dentro de doscientos años, con la manipulación genética, iríamos a un bar y nos encontraríamos a un tío con un ojo aquí, una tía con una teta en tal…
—A: Todos los genéticos están empeñados en que van a cambiar al ser humano.
—M: Formalmente. Pero esto es evidente, ¿no? Yo hice un reportaje sobre Ginés Morata, que es un científico español de talla universal, ya jubilado, que estuvo experimentando toda su vida con moscas del vinagre. Y, en su laboratorio de la Autónoma, hacían moscas a la carta. Decían: “Hazme una mosca con un tercer ojo por aquí y un ano en el tórax”. Y te la fabricaban. Pero igual que te fabricaban una mosca, te podrán fabricar un ser humano. Entonces, Ginés Morata me decía: “Me gustaría despertarme dentro de doscientos años, sólo durante cinco minutos, para ver cómo hemos cambiado morfológicamente”. Porque del mismo modo que ahora alguien va y dice “ponme un piercing aquí”, alguien irá al genetista y dirá: “Oye, ponme un ojo aquí”.
—A: Intento explicarle (a Millás) que eso no lo puedes hacer. Lo puedes hacer con tu hijo, pero hay que estar muy mal de la cabeza.
—M: ¡Pues anda que para ponerse un piercing en la lengua…!
—A: Pero te lo pones a ti mismo.
—M: O en la tetilla… Sucederá. Él (Arsuaga) dice que no, pero yo mantengo que todo lo que se puede hacer se hace.
—¿La revolución ha muerto? ¿No hay alternativa al sistema capitalista?
—A: Ahora mismo, no. Los chinos son la prueba.
—M: Foster Wallace cuenta una escena muy graciosa. Dos peces jóvenes van nadando, viene un pez viejo por aquí y el pez viejo dice: “¿Qué tal, chicos? ¿Cómo está el agua?”. Y sigue. Y uno de los jóvenes le dice al otro: “¿Qué es el agua?”. Dentro de poco, alguien hablará del capitalismo y otro preguntará “¿qué es el capitalismo?”. Es el medio en el que vivimos. Esta es una de las cosas que ha pillado muy por sorpresa a la izquierda. Tú ahora pregunta a un comunista clásico en qué consiste ser de izquierdas. Te dirá que en la toma de los medios de producción. ¡Pero si los medios de producción están dispersos!
—A: Yo voy a decir lo contrario ahora.
—M: Por eso, yo creo que el mantenimiento de las posiciones de izquierda/derecha lo que hace es esclerotizarnos en posiciones viejas que no nos ayudan a salir del atolladero. Y, de hecho, fíjate: al principio de Podemos, que coge los ideales del 15-M, aunque después los codifica y los manda a la mierda, antes de que hiciera eso, Pablo Iglesias llegó a ser número uno en intención de voto. Pero Pablo Iglesias se negaba a ser calificado de izquierdas. Al principio, decía: “Rompamos estos esquemas, porque no valen para nada”. En estos momentos, hay que hablar de sentido común. Y el sentido común dice que la Tierra tiene unos recursos limitados…
—A: Eso sí.
—M: El crecimiento continuo es imposible.
—A: De eso no hay duda.
—M: Por lo tanto, tenemos que llegar a acuerdos para vivir… Como si tú y yo estuviéramos en una isla desierta. ¿Yo intentaría hacerme con todas las riquezas de la isla y tú lo mismo? ¡No! Entonces, somos 7.000 millones de náufragos, y hay que repartir la riqueza. La única solución realmente eficaz pasa por la renta básica universal. Ya me he disparao (risas).
—Me parece maravilloso.
—M: La renta básica universal significa que todo ser humano, por el mero hecho de nacer, tiene derecho a vivir dignamente. Porque, además, la mayoría de ellos no va a tener la oportunidad de trabajar. Por tanto, hay que cambiar la educación, para que estos millones de personas que no van a trabajar hagan trabajos comunitarios… Hay que cambiar el mundo. Y cuando hablo del reparto de la riqueza, no digo que haya que quitarle el yate a Amancio Ortega. No, no, por favor. Que siga con su yate. ¿Pero qué sentido tiene que un señor tenga 100.000 millones de euros? Yo no digo que lleguemos a una sociedad comunista ideal en la que Arsuaga y yo tengamos el mismo cepillo de dientes. Si a Arsuaga le gusta el yate, puede tener un yate.
—A: Lo veo difícil.
—M: Pero para tener el yate, no necesitas 100.000 millones de euros.
—A: Yo voy a contradecirle: el 52% de la riqueza nacional está en manos del Estado. O sea, el Estado administra más del PIB que…
—M: Perdona, una puntualización nada más: las 10 personas más ricas tienen tanto como el 90%.
—A: Vivimos en una sociedad capitalista, pero no en una sociedad capitalista como la de 1900, en la que el Estado podía administrar, a lo mejor, el 5% de la riqueza nacional. Es una sociedad europea, post II Guerra Mundial, en la que el Estado administra la mitad de la riqueza del país. Es decir, que tampoco estamos en un capitalismo salvaje: hay que poner las cosas en su sitio. Dicho esto, respecto a si el sistema de mercado, consumista o capitalista, como lo quieras llamar, ha triunfado definitivamente… Definitivamente no hay nada. Es como el amor: es eterno mientras dura. Pero, de momento, sí: China ha adoptado la economía de mercado, lo que quiere decir que, hoy en día, no hay alternativa a la economía de mercado. Hay sociedades en las que la parte de la riqueza que el Estado administra puede ser mayor o menor, y ahí está el debate…
—M: Perdona: es que llevas razón.
—A: No estoy preparado para eso.
—M: Es que este es el debate: la cantidad de Estado que debe haber.
—A: Yo he vivido siempre de lo público, y trabajo en una universidad pública, y, cuando voy al campo, voy a un parque nacional público, y, cuando voy a ver unos cuadros, voy a un museo público. Yo me muevo en el ámbito de lo público. No soy, para nada, partidario del museo privado o de la escuela privada. Soy un funcionario. Y una sociedad en la que el Estado administra más de la mitad, y deja otra parte para que cada uno se lo administre a su gusto, me parece razonable. Luego, ese 50% que administra el Estado, ¿cómo se administra? Y ahí sí que caben diferentes políticas sobre cómo redistribuimos ese dinero y en qué lo empleamos: si lo empleamos en hacer más trenes de alta velocidad, en dependencia o en lo que sea. Volviendo a tu pregunta: China representa la rendición absoluta al sistema de mercado.
—M: Y Rusia. La URSS se convirtió en un burdel. Las conquistas socialdemócratas, que eran fantásticas, en parte se debían al miedo al otro modelo.
—A: Pero hoy no hay ya otro modelo.
—¿Y no lo habrá mañana?
—M: De momento, no.
—A: ¿Y si sale? ¿Hemos llegado al final de la Historia? ¿No puede ocurrir que salga un ideólogo que plantee un modelo alternativo que no sea la repetición de alguno de los anteriores?
—M: Y además, realizable.
—A: Siempre es utopía hasta que se lleva a la práctica.
—M: Date cuenta que el capitalismo en el que vivimos es una locura tremenda.
—A: Desde el punto de vista energético, sin duda.
—M: No sólo desde ese punto de vista: es un delirio consensuado. He conocido épocas en las que el dinero tenía respaldo. Ahora, ¿cuál es el respaldo del dinero? ¡La confianza! O sea, ¿por qué funciona? ¡Porque creemos en él!
—A: ¿Será posible que nos muramos sin que haya surgido alguna alternativa a lo que hay?
—M: El sentido común. Si nosotros tres cayéramos en una isla, llegaríamos a acuerdos. Y esto es igual: tenemos que llegar a acuerdos, porque no hay otra. Y las posiciones antiguas nos fosilizan.
—A: La sociedad de consumo de hoy es inviable, ¿pero dónde está la alternativa?
—M: En el crecimiento cero.
—A: Imagínate que tienes una hija que trabaja en una compañía aérea. Vete tú a decirle que se acabaron los vuelos…
—M: Pues estamos atrapados en una contradicción autodestructiva.
—A: Exacto.
—M: La situación actual lleva a la autodestrucción. En primer lugar, habremos acabado con todos los recursos del planeta. Por otro lado, los gases de efecto invernadero habrán subido la temperatura no sé cuánto. La mitad de las tierras, anegadas. Los virus salidos del Polo Norte… Autodestrucción.
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