Para que las manecillas del reloj den tu hora, hay que estar en el lugar correcto a su debido tiempo. Eso es lo que se dice. Se repite tanto que ya debe de ser todo un proverbio. Tengo el convencimiento de que, si me fuera dado hablar sobre la mala suerte con Millie Perkins, se expresaría en términos muy parecidos. Solo así cabría explicar que una chica como lo fue ella, cuando sin tener la menor intención de ser actriz, Hollywood se empeñó en ponerla ante la cámara de George Stevens, su estrella no rayase tan alto como la de Natalie Wood o Pier Angeli, las otras dos actrices de su generación que tampoco tuvieron mucha suerte.
Sin embargo, a menudo pienso que a estas tres actrices, tres glorias del Technicolor de antaño, también las unió un estigma subrepticio. Sin duda, no fue tan evidente como el mal fario que el tres de febrero de 1959 —“el día que murió la música”, a decir de Don McLean— derribó el avión en el que volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper en las inmediaciones de Clear Lake (Iowa). Pero también hubo algo, una suerte de fatalidad suprema, común a cuantos vivieron esos días gloriosos de los albores del Ritmo del Diablo, que impidió a estas tres jóvenes, musas de los formatos en scope de los primeros 60, fulgir tan alto como merecían.
Pier Angeli se quitó la vida por miedo a cumplir los 40 años, Natalie Wood murió en extrañas circunstancias con tan solo 43 y Millie Perkins, que fue una de las mejores actrices de aquel tiempo, envejeció participando en producciones menores. Uno de aquellos trabajos, como si el mal fario, además, hubiera tenido recochineo, fue el de interpretar a Gladys Presley, la madre de Elvis, en una teleserie biográfica sobre el Rey del rock & roll emitida en el 90 en la antena estadounidense.
Puede que el destino de Millie, tan inmerecido como insospechado, se debiese a su primer personaje, una chica cuyo padecimiento fue tan cierto como el infierno que desataron en Europa quienes la persiguieron hasta confinarla en un campo de exterminio. No fue otra que Ana Frank, la adolescente víctima de la barbarie nazi, cuya experiencia aún remueve la conciencia de cualquier persona de buena voluntad. Pero en 1959, cuando George Stevens estrenó su adaptación a la pantalla del Diario de Ana Frank, la realidad estaba tan cerca que muchos prefirieron no recordarla.
Como todo el mundo sabe, pues hablamos de una película sobradamente conocida, se trata de una versión sumamente respetuosa del dietario de la autora. De hecho, contó con el visto bueno de su padre. Pero una cosa es leer sobre la barbarie, y otra cosa muy diferente ver en pantalla a una muchacha, en la que todo es candor, sabiendo que una de las mayores máquinas de matar que ha puesto en marcha la humanidad se va cerniendo sobre ella. Tanto Audrey Hepburn como Natalie Wood, primeras elegidas para encarnar a esa joven víctima del odio que genera el racismo, rechazaron en rotundo el personaje. Esto puede darnos una idea de por qué la película, por mucho que todavía se siga viendo, en comparación con el Diario, nunca ha sido ese éxito que se esperaba ni de crítica ni de público.
Audrey Hepburn, que nació en el mismo año que Ana Frank, en 1929, fue testigo directo de la ocupación alemana de los Países Bajos. No sé si será cierto, pero llegó a decirse que esa esbeltez suya, pilar de su elegancia, tuvo su origen en un raquitismo crónico, contraído a causa del hambre que pasó en Arnhem durante la guerra. Colaboró durante toda su vida con la organización dedicada a preservar la memoria de Ana Frank. Pero, por no recordar los horrores de la ocupación, se negó a interpretar el personaje.
La casa de atrás fue el epígrafe con el que la joven autora escribió su cuaderno de bitácora entre el 12 de junio de 1942 y el primero de agosto de 1944. Su navegación no habría de llegar a buen puerto. Circunscrita al 263 de la Prinsengracht de Ámsterdam, donde se encontraba la buhardilla dispuesta por su padre —Otto Heinrich Frank— para ocultar a su familia y a otros hebreos perseguidos, la de esta joven escritora, como es bien sabido, es una de las historias más tristes que ha originado el antisemitismo. Y el racismo, aunque en la mayor parte del filme de Stevens permanezca latente, no gusta en pantalla. Además, para los espectadores de hace 60 años, una cosa era que lo sufrieran los afroamericanos y otra, muy distinta, una adolescente candorosa. Volvemos a lo de siempre: el enconado racismo de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood, 1939) no fue óbice para que la cinta se convirtiese en uno de los clásicos más exitosos de Hollywood. Sin embargo, El nacimiento de una nación (1915), la oda al Ku Klux Klan de D. W. Griffith, uno de los pilares del cine estadounidense, sí que fue señalada y criticada por su racismo desde sus primeras proyecciones. Fue así, incluso en Estados Unidos.
Convertido en uno de los textos más vendidos desde que Gutenberg patentó su invento, no tardaron en llegar las primeras ediciones con el título de Diario de Ana Frank, bajo el que aún se lee. Lástima que la autora no viviera para conocerlo, ni para comprobar cómo el que fuera su escondite se convirtió en uno de los museos más visitados del mundo. Desde que el padre, habiendo perdido a toda su familia en el Holocausto, decidió dar a conocer el dietario escrito durante el confinamiento por su hija, todas las iniciativas surgidas en torno a dichas páginas fueron bien acogidas. Incluso la adaptación teatral, debida a Frances Goodrich y Albert Hackett, en la que se basa la cinta, conoció el éxito. Pero, como bien saben los autores de relatos criminales, sobre el papel se puede describir mucha más crueldad que la admitida en una proyección. Hay veces que el sufrimiento, si se sabe tan cierto como en este caso, no acaba de funcionar en pantalla. Al cine, al fin y al cabo, el común de los espectadores va en busca de una ficción, una mentira.
Georges Stevens, movilizado, fue uno de los grandes realizadores del Hollywood clásico que, convertido en un simple operador de cámara, acompañó a las tropas estadounidenses que liberaron diversos campos de concentración. El horror del que fue testigo a través del visor de su tomavistas no tenía precedentes. Sus planos de entonces fueron la primera ilustración de aquella matanza, y sirvieron de prueba para procesar a ese atajo de criminales que el pueblo alemán eligió democráticamente porque decían que su Reich iba a durar mil años.
Tras ser uno de los primeros que vieron el resultado de aquel delirio, la filmografía de Stevens dejó definitivamente atrás las alegres comedias musicales de los años 30, protagonizadas por el gran Fred Astaire: En alas de la danza (1936), Señorita en desgracia (1937)… Su cine se volvió más grave —Un lugar en el Sol (1951), Raíces profundas (1953)—, por eso sorprende aún más que, habiendo sido él uno de los que filmaron para la posteridad los restos de la matanza, no imaginase que El diario de Ana Frank, la película, no iba a ser ese éxito que se esperaba, comparable a las ventas del propio Diario.
La crítica y el público estadounidenses lo acogieron con tibieza. Al fin y al cabo, el Holocausto, para ellos solo era una noticia, terrible pero que había quedado al otro lado del Atlántico. Shelley Winters se llevó un Oscar a la Mejor Actriz de Reparto, cuya estatuilla, por cierto, también se guarda en el museo que lleva el nombre de la joven. Pero en la Europa ocupada, liberada por valientes como George Stevens, sin más armas que su cámara en la mano, donde hubo muchas Ana Frank y muchos delatores de muchas familias judías, la película gustó mucho menos. Las heridas permanecían abiertas. No habrían de cerrarse en mucho tiempo, si es que ya lo han hecho.
Con tales antecedentes, Millie Perkins, que era una modelo publicitaria a la que dedicarse al cine nunca se le había pasado por la cabeza, acabó por aceptar un personaje que no debía haber aceptado. Su afán de gloria se veía más que satisfecho con las portadas que ocupaba con regularidad en las revistas más leídas del mundo entero. Pero a Hollywood le basta con aumentar los honorarios para poner delante de sus tomavistas a quien considere oportuno.
Debutar en una cinta que no acaba de agradar es entrar con mal pie en la Meca del cine. Aunque por causas ajenas a su voluntad, pues como digo fue una actriz excelente, no haber respondido a las expectativas puestas en ella condenó a Millie Perkins a cintas menores desde su segundo título: un episodio de la serie Caravana, emitido en 1961, que ya no recuerda nadie.
En efecto, después llegó El indómito junto al Rey del rock & roll. Pero, las cintas de Elvis ya no eran como King Creole (Michael Curtiz, 1958); eran producciones de segunda categoría y adocenadas. Su siguiente gran papel de enjundia fue a encontrarlo la maravillosa Millie Perkins en España. Aquí recreó, con su magnético encanto, a Aldonza Lorenzo y Dulcinea del Toboso en Dulcinea (1962), de Vicente Escrivá.
De regreso a Estados Unidos, fue musa del mejor cine independiente: la chica de los westerns alternativos del gran Monte Hellman —El tiroteo (1966) y A través del Huracán (1967)—, en los que cabalgó junto a Jack Nicholson y Warren Oates. Yo creía levitar admirándola entonces. En El tiroteo incorporaba a una villana que maneja a unos jinetes para llevar a cabo su venganza. Hellman fue el realizador que mejor la dirigió. Volvió a colaborar con él en Gallos de pelea (1974). El resto de su filmografía, prolongada hasta 2006, ya no fueron chicas. Fueron madres y señoras mayores.
A veces, para redondear ingresos, esta antigua musa del Technicolor de antaño, que nunca quiso ser actriz, se vio obligada a dar clases de interpretación en asociaciones vecinales. Cuando su estrella dejó de brillar, todo fueron papeles de reparto en telefilmes y cintas menores. ¡Cómo me gustaría poder hablar con ella del mal fario!
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