Qué mirada única, atenta y perspicaz. Esa conclusión queda en la mente tras leer Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg. Esta es la enseñanza: el oficio de escribir se trabaja mirando, sin dejar que nada pase desapercibido, convirtiendo cada brizna, cada nimio suceso, en la esencia del mundo, de la vida, del amor. Porque en cada insignificancia está toda la naturaleza humana, lo que nos hace trascender.
Pasión casi obsesiva por los pequeños detalles. Y sólo una mirada, que entre muchas, es capaz de acapararlos. Todos asistimos al mismo devenir. Todos sabemos que lo que nos cuenta Natalia Ginzburg no es algo extravagante, sino cotidiano. Está ahí, aunque nos había pasado desapercibido. Esto es lo que engancha al lector. Ese instante mientras lees en que percibes que tú ya sabías lo que estás leyendo, que conoces esa emoción, que compartes esa opinión, aunque nunca te habías parado a pensar en ello.
Las pequeñas virtudes nos muestra lo que puede verse cuando rasgamos el velo de rutina, de adormecimiento, de prisa, que emborrona nuestra mirada. Con vocación ensayística, casi educativa en algunas de sus crónicas, se nos enseña lo que se aprende tras mirar todo, o casi nada, pero con detenimiento. Y en su intención está que lo hagamos también. Su oficio era escribir, aunque decía no saber el valor que tenía lo que escribía. La voz es otra cosa: se pule, se aprende, en parte; es un oficio. Pero la mirada se tiene o no se tiene.
Las pequeñas virtudes acompañaron a Natalia Ginzburg por los sucesos de su vida. Invierno en los Abruzos fue escrito en Roma, y describe lo vivido en Pizzoli, donde su marido había sido desterrado por el Gobierno de Mussolini, y donde viviría hasta 1943. Alabanza y menosprecio de Inglaterra fue escrito en 1961, ya casada con su segundo marido, Gabrielle Baldini, después de que Leone Ginzburg fuera detenido y torturado hasta la muerte en la cárcel de Regina Coeli (Roma) en 1944. Entretanto, escribió Silencio, Mi oficio, Las relaciones humanas. De toda su vida dejó impronta en esta obra; de lo que vio, lo que miró y lo que sintió. Y en todas sus partes hay un intento de describir con letras lo que rasgaba en su alma aquello que delante de sus ojos pasaba.
No hay que buscar ornamento en su prosa. Pequeñas o grandes epifanías. Es la sencillez de lo observado, mejor dicho de lo detectado, lo que eleva su escritura. No son pensamientos, solo. En realidad es una conversación. Lo advierte Ginzburg al inicio. Todo se lo cuenta a un amigo, que bien pudiera ser Pavese. Y esto hace dudar si son conversaciones pensadas, o diario disfrazado.
He leído comparar a Natalia Ginzburg con Montaigne; quizá por cuanto su escritura es el rasgo esencial de su identidad personal. O quizá porque nos cuenta su modo personalísimo de enfrentarse a la vida. Estoy conforme. Se parece al autor de los Essais. Parece hablar de lo que ve, de lo externo, aunque en realidad nos habla de ella misma, de la que observa, de cómo mira. Y lo observado se convierte así en un personaje secundario.
Al final, el trasfondo de Las pequeñas virtudes no es más que la esencia, una en concreto, que alguien, Natalia Ginzburg, obtiene de lo que ocurre ante sus ojos. De su mirada rezuma su extracción personal de la vida. Su estilo propio de describir la humana existencia. Si para Montaigne “cada hombre comporta la forma entera de la condición humana”, para Ginzburg la existencia se define en cada pequeño suceso, en cada ligera emoción.
Carmen Martín Gaite captó de forma magistral la esencia de esta obra: “Para Ginzburg, la elevación de lo particular y cotidiano a categoría filosófica tiene lugar con una frescura y naturalidad que logra llegar hasta lo más abstracto, sin desprenderse nunca del hilo concreto de su experiencia como mujer dotada de una capacidad de observación poco común”.
Nada resta por añadir.
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Autora: Natalia Ginzburg. Título: Las pequeñas virtudes. Editorial: Acantilado. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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