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Miriam

A Marina Casado Hernández

Érase una vez una niña que salió de su casa para dar una vuelta por el bosque. Hacía lo mismo todas las mañanas. No tenía que ir al colegio porque su país había estado en guerra durante mucho tiempo, y todas las escuelas habían sido destruidas.

La niña había perdido a sus padres en la guerra, y vivía con su abuela. También había perdido a su hermano, el único que tenía, mayor que ella. Los tiempos de guerra habían pasado y el cielo volvía a ser azul.

Todos los días se iba al bosque a recoger flores. De todos los colores, tamaños… Durante mucho tiempo no había podido salir, porque siempre había peligro de bombas, o de soldados que apresaban y mataban a todo aquel que encontraban por ahí. Para la niña era una felicidad ir al bosque y perderse en él, ir hasta el fondo, hasta el corazón del bosque, sentarse en una piedra y pensar.

Pensar en el pasado, en el presente y soñar con el futuro.

Pero aquel día fue diferente. Normalmente solía estar ella sola, y aquel día apareció un hombre con una guerrera. Tenía los ojos extraviados y parecía que venía de muy lejos.

El hombre le preguntó dónde estaba. La niña le contestó.

“¿De dónde vienes?”, le preguntó la niña. Pero el hombre no supo contestarle.

“Vengo de la muerte”, contestó el hombre mientras se le humedecían los ojos.

La niña se quedó muy seria.

“¿Vienes de la guerra?, preguntó.

“Sí”, dijo el hombre, sin saber muy bien lo que decía.

“¿Cuántos años tienes?”, preguntó la niña.

El hombre se acordaba, milagrosamente, pero se acordaba.

“Tengo 52 años”.

La niña pensó que su padre también tendría 52 años, si no hubiera muerto.

“¿Y tú?”, preguntó el hombre a la niña.

“Once.”

El hombre pensó que su hija también tendría esa edad.

“Mi hija tendría la misma edad que tú. ¿Cómo te llamas?”

“Miriam”, contestó ella.

“Mi hija tendría hoy la misma edad que tienes tú.”

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