Esta novela pone en movimiento a dos personas, Carmen y Tomás, que no se permiten ser felices, que se ven a sí mismos como seres torturados, que se someten a un encierro intencionado. Y, sin embargo, el destino provocará un cambio en sus vidas.
En este Making Of, Susana Hornos cuenta el origen de Mañana seremos otro día (La Esfera de los Libros).
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Hay cierta reparación y pudor al reconocer que escribir mi primera novela ha sido fruto de mis dos mundos y mis dos duelos.
Llevaba meses indagando en mí misma con un tema que desde el dolor, las entrañas y un profundo asco no podía, no puedo, asimilar: la sumisión química. Leía artículos, entrevistas, nada puede responder a la pregunta de qué pasa por la mente de un ser humano para ejecutar, porque es una ejecución, tal acto de crueldad. Supe desde que me acerqué a mi Carmen que no era el acto violento en sí lo que me inquietaba, era el después, el trauma, mi necesidad de no proyectarla víctima sino mujer y desde ahí pensaba en su familia, su pareja, su jefe… Carmen era un esbozo de algo doloroso y fuerte a quien solo quería abrazar cada noche y decirle “vas a estar bien”.
Tomás nació de mis orígenes de lugar chico y mucho campo, de gente querida y amigos a quien me gusta escuchar. Todos ellos homosexuales, muchos de ellos con infancias y adolescencias tergiversadas o aisladas. Amo los pueblos como el mío, de viñas, tractores, vista abierta y olor a higueras en verano, aunque tanto desde mi prejucio como desde los datos, no es tan sencillo ser uno mismo cuando los vecinos están tan cerca. Pero al seguir bocetándolo, un día vi a Tomás con su sombra, un padre torturador y negador de su propio hijo, y aquí no tuvo que ver con mis orígenes sino con un ser dañado y agresivo que había conocido dos años atrás cuyo padre del Opus Dei, justamente lo había sometido a todo tipo de terapias de conversión. No había sido el campo. Había sido su propia familia. Por ahí seguí explorando.
Carmen y Tomás seguían sin tener nada que ver el uno con el otro.
Entonces llegaron mis duelos. El primero ya casi añejo, si es que un duelo, de cinco años entonces, era ya viejo y lejano y tocaba dejarlo atrás. Yo no podía, o no quería, seguía haciendo dos o tres veces al año un monólogo que escribí tras la muerte de mi marido. “Demasiado joven para ser viuda”, gracias a él terminé al otro lado del océano, en Los Ángeles. Me decidí a ir allí por mi otro duelo; perder a mi hermana me había dejado sin un solo resquicio de aire, sin respirar, sin reflejos, ni dormir, ni sueños, ni alegría, se fue toda por un enorme torrente donde van todas las muertes infames. Porque morirse con cincuenta años lo es. Decidí volar ese mes y alejarme de lo que no puedes huir que es el duelo pero al menos darle un descanso, postponerlo, alejarlo, negarlo, esa maldita fase, que, vale que hay que pasarla, pero qué rabia no poder quedarse ahí siempre.
Sin ser muy consciente, me había armado ese mes una rutina para sanarme. Todas las mañanas muy temprano me daba dos horas únicamente para caminar, siempre la misma ruta, recorría la costa de Venice a Santa Monica, una hora de ida, una de vuelta. El mar no cura pero acompaña, es tan inmenso que no puedes dejar de mirarlo, en aquellas madrugadas solo la soledad era mi compañera fiel y silenciosa, ella no te pregunta si lloras porque lloras, y como apenas me cruzaba con nadie más, yo lloraba para dejar entrar el aire. Y entonces ocurrió. Una mañana, en uno de los parkings que hay llegando al muelle de Santa Monica, vi una de esas pick up gigantes con su enorme caja abierta. La habían aparcado de forma que la parte de atrás era la que miraba hacia la costa. Dos personas estaban dentro. Sentados muy juntos. Ella, atino a pensar que le quedaban días de vida, casi transparente, con un pañuelo cubriendo la cabeza, su rostro estaba tan enfermo como sonriente, él, a su lado, estaba terminando de colocar bien una manta que los tapaba a los dos, sobre todo a ella. Después de cubrirla siguieron abrazados llenos de paz contemplando el sol surgir calmo y azafranado detrás del mar. Podían ser hermanos, pareja, amigos, para mí lo fueron todo en ese momento, una postal de ternura, de amor, de despedida, tan bella con conmovedora. Justo ahí me vino una imagen: Tomás era aquel hombre, la mujer no era Carmen, era su madre, pero por algún motivo quien entonces cuidaba y velaba por la anciana era él, estaban en una camioneta igual, mirando al mar como ellos lo hacían. «Se conocen, Carmen y Tomás se conocen» me dije. Me quedé quieta, inmóvil, tenía miedo de que se me fuera esa fotografía que me habían dejado. Esa escena no es el inicio de la novela, tampoco el final, ocurre hacia la mitad de la novela, pero sí fue el comienzo de mi escritura. Ese día supe que Carmen y Tomás compartían una historia juntos, no sabía nada aún de cómo ni porqué. Ya conocía sus traumas, llevaban meses acompañándolos, solo algo guio a partir de entonces mi escritura, estos dos “necesitan ayudarse”. A mi regreso del viaje me obligué a escribir ocho horas diarias siete días a la semana porque me quemaba la historia dentro. Necesitaba espacio, no tener reglas ni formatos, tenía que ser novela. Y ahí continué viaje con ellos. Dejé que mis duelos convivieran con nosotros, lo digo en mi dedicatoria, tanto amor recibí de mi marido y mi hermana que era justo dárselo también a ellos. Y eso hicieron. Llenarme de amor.
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Autora: Susana Hornos. Título: Mañana seremos otro día. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todos tus libros.
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