Quién le iba a decir a ese adolescente flaco, presuntuoso y pardillo que, con quince años, desafinaba, se desgañitaba y anticipaba una afonía inminente —y temporal, a Dios gracias— en el Auditorio Municipal de Daimiel (Ciudad Real) el 3 de septiembre de 2004, durante el concierto que Extremoduro, la banda de su vida, ofrecía en el Macondo feliz, hermoso y manchego de su adolescencia, quién le iba a decir, decía, que, recién rebasados los treinta, los hubiera entrevistado hasta cinco veces —una, la primera, a todos sus miembros; dos a Robe Iniesta en solitario, y otras dos a Iñaki Uoho Antón como guitarrista y fundador del grupo Inconscientes—, hubiera asistido gratis a sus conciertos para escribir sobre ellos —entonces, todavía quería ser Félix Rodríguez de la Fuente— y, por último —al menos, por ahora—, hubiera acabado abrazado a ellos tras la rueda de prensa en la que oficializaban su separación y anunciaban una gira de despedida.
Extremoduro llegó a la vida de ese chavalín mucho antes, cuando cursaba quinto de primaria y un compañero de clase repetidor y reincidente se plantó con un disco en cuya portada aparecía un planeta que en realidad era una bomba y que se titulaba Iros todos a tomar por culo. No sé por qué, pues la psicología no es lo mío, algunos críos asocian la visión temprana —y falsa— de la madurez, y quizás también de la rebeldía, con la libertad absoluta a la hora de decir palabras malsonantes. Los tacos eran conjuros fascinantes. Cagarse en la puta madre de alguien te hacía sentir el rey del patio de colegio y, sobre todo, te hacía ganar puntos para adquirir el estatus que tenían “los mayores”.
Menudo idiota.
Así que, en la papelería que estaba frente al colegio, compré —qué narices, abandono la tercera persona: qué pedante queda hablar de uno mismo en tercera persona, copón— un CD virgen, se lo di a mi compañero de aula y éste me grabó una copia de un disco que arrancaba así: “El público puesto en pie / agitando la bandera / grita una y otra vez: / ¡¡¡MIEEERDA!!! ¡¡¡QUÉ MIERDA MÁS GORDA!!!”. Cuando mi madre lo descubrió, lo arrojó a la basura previa bronca del tipo qué hace un niñato como tú escuchando estas barbaridades.
Tres años después, mientras el acné empezaba a hacer estragos y asomaban los primeros pelos en la huevada, Extremoduro se adhirió no sólo a mi mente y a mi alma, sino a las de la mayor parte de los adolescentes de mi ecosistema con un disco que a muchos nos cambió el cerebro: Yo, minoría absoluta. En su portada, Robe aparecía como una suerte de Jesucristo García en calzones, con estigmas, una pistolera y una cadena a modo de corona de espinas. No había visto imagen más blasfema ni más llamativa en la vida. En aquellos días de cocción hormonal, lo que molaba era ser anarka: pintábamos la “A” dentro del circulito en los estuches, en las mesas y en algunas paredes y, para unos chavales que veníamos de familias azules o rojas, pero siempre católicas —anda que no he visto veces a Bono y a Barreda de procesión—, y que estudiábamos en un colegio de monjas, esa icónica estampa era la cosa más anarka que podíamos imaginar.
Con los ahorros de un mes —mis padres jamás me dieron paga ni derivados; ahora que lo pienso, no sé de dónde saqué la pasta—, una tarde, al salir del insti, fui con un grupo de amigos a la tienda de discos de Daimiel y, rozando lo clandestino, como si estuviéramos trapicheando con Pablo Escobar, cada uno de los presentes compró un ejemplar de Yo, minoría absoluta. Juramos por Zidane —casi todos éramos del Real Madrid, y mucho— que nadie diría nada en sus familias. Yo, para evitar posibles secuestros por parte de mi madre, escondí el mío en mi mochila, entre libros de texto y cuadernos. Lo escuchaba o bien cuando no había nadie en casa, o bien muy muy bajito, en el ordenador —no tenía cascos—, como si interceptara conversaciones del KGB.
También lo escuchábamos en los primeros botellones, tan guarros, tan castos, tan entrañables. Recuerdo que descubrí qué era el alcohol mezclando —menuda guarrada— Baileys con leche. Su sabor nos recordaba al Werther’s Original. El nuevo batido nos gustaba, nos hacía reír, decir gilipolleces y socializar. Así, entre copas deficientes, berreábamos: “Que nada me interesa de alrededor, / me subo a lo más alto de la locura, / me encuentro a mi princesa hablando con la luna, / echándose carreras a ver quién es más puta”. Semanas o meses después, alguien se pilló el disco anterior, Canciones prohibidas, y hacíamos lo mismo con los estribillos de “Salir” y de “Golfa”. Tras el botellón, peregrinábamos a los garitos, pedíamos “A fuego” o “Standby” e intentábamos ligar demostrando que nos las sabíamos al dedillo.
Así que, cuando el 3 de septiembre de 2004 actuó Extremoduro en Daimiel, acudimos al Auditorio Municipal como si fuéramos a presenciar la segunda venida de Jesús. El concierto empezó con “Cabezabajo”, creo que terminó con “Ama, ama, ama y ensancha el alma” y, entre medias, sonaron “No me calientes que me hundo”, “La vereda de la puerta de atrás”, “Jesucristo García” o una inédita, “Mezclar agua con sed”, que no fue incluida en ningún disco posterior. Me gasté veinte eurazos —¿de dónde los saqué?— en una camiseta oficial negra en la que ponía “Puta” con letras naranjas. Al llegar a casa, mi madre me echó una bronca del copón y me dijo que ni se me ocurriera ponérmela, al menos delante de ella. A los cinco o seis meses la hizo trizas y la convirtió en trapos.
En los siguientes cuatro años, Extremoduro pasó a un segundo plano en mi discoteca biográfica. Ahora practico el politeísmo musical —en mi Olimpo cohabitan Bowie, Dylan, Bunbury, Cohen, los Beatles, Sabina, etcétera—, pero antes era un monoteísta ortodoxo que, a lo sumo, malentendió aquel concepto del dios trinitario de la música popular. Así, en cuarto de la ESO descubrí a Andrés Calamaro y a Los Rodríguez, ya disueltos. Entonces, a los hogares manchegos ya había llegado Internet —neolítico y tuberculoso: aún recuerdo el rugido chirriante del módem mientras se conectaba, pero Internet al fin y al cabo—, y el hallazgo primero y las consecuentes descargas de discos como Honestidad Brutal o Palabras más, palabras menos y de canciones como “Días distintos”, “Media verónica” y, sobre todo, “Estadio Azteca” —la noche que la descubrí la escuché como veinte veces—, introdujeron al argentino en mi microscópico e inmaduro salón de ídolos y apartaron al grupo de Robe y Uoho, que, narices, llevaban sin sacar canciones nuevas desde 2002.
Cuando todos pensábamos que en su próxima aparición pública anunciarían su disolución —la de veces que se ha matado a Robe en la prensa, caray—, Extremoduro publicó el que, en mi opinión, es el mejor disco de rock en español de la Historia: La ley innata. Aún se me pone el pelo de punta con los primeros acordes, sutiles e hipnóticos, y los primeros versos de su arranque, “Dulce introducción al caos”: “¿Cómo quieres que escriba una canción / si a tu lado no hay reivindicación? / La canción donde el tiempo no pasaba, / donde nunca pasa nada”.
Dividido en seis partes —una introducción, cuatro movimientos y una coda—, La ley innata es un disco sublime, cuya aparición, por bella, por enérgica, por poética, por perfecta, hizo que mereciera la pena ese sexenio sordo en el que no escuchamos canciones nuevas de Extremoduro. Ese disco me hizo reconsiderar el significado del sustantivo “excelencia”, y empecé a considerar mediocres y a descartar a un puñado de grupos que, durante la ausencia de la banda de Robe y Uoho, ejercieron de metadona musical. Desde entonces, La ley innata es mi disco favorito de Extremo. El 27 de septiembre de 2008 actuaron en el Auditorio La Granja de Ciudad Real. Lo peor del concierto, que fue cojonudo —y que estuvo a punto de suspenderse por la lluvia—: de La ley innata sólo tocaron “Dulce introducción al caos” y “Primer movimiento: El sueño”. Me resarcí el 29 de septiembre de 2012, en el concierto que ofrecieron en el Auditorio Miguel Ríos, en Rivas-Vaciamadrid, durante la gira “Robando perchas del hotel”: interpretaron La ley innata entero. ¡Entero!
Un par de años después, en marzo de 2014, conocí a Robe, a Iñaki, a Miguel Colino y a José Ignacio Cantera, en la rueda de prensa en la que presentaron la gira “Para todos los públicos”. Acudimos muy pocos periodistas, no más de quince-veinte. Los colegas no preguntaron en exceso, los músicos tenían ganas de hablar, y yo formulé ocho o diez preguntas. Respondieron a todas con una amabilidad desconcertante —me advirtieron de que Extremoduro y la prensa se llevaban como Sánchez y Casado— e, incluso, el placentino me dio una exclusiva: estaba preparando un proyecto “paralelo” al de Extremoduro. Al evento me llevé a mi hermana, también fan, y, tras finalizar el turno de preguntas, nos quedamos con ellos tomando cerveza y haciéndonos fotos. En cuanto llegamos a casa, cada uno subió la suya propia a su perfil de Facebook.
Desde entonces, como ya he dicho antes, he entrevistado varias veces a Robe y a Uoho. Y eso se lo debo al jefe de prensa de la discográfica Dromedario Récords —fundada por Alén Ayerdi, baterista de Marea—, Óscar Beorlegui. No sé cómo contacté con él, pero desde el primer minuto nos caímos bien y, al menos desde 2015, en toda acreditación, entrevista y derivados relacionada con Extremoduro, él ha ejercido de canal o, como poco, de facilitador. Rara es la conversación mantenida con Óscar en la que no figura un sincero “gracias”.
Admiro a los Extremoduro una barbaridad. Demuestran que la diversión y la belleza y la inteligencia no son conceptos incompatibles. No creo que Robe, como letrista, tenga cosas que envidiarle, por ejemplo, a Serrat o a Sabina. Uoho toca la guitarra como los ángeles. Supe de la existencia de Miguel Hernández, de Antonio Machado, de Pablo Neruda o de Federico García Lorca gracias a ellos. Además, en esta época tan neurótica, tan polarizada y tan quisquillosa desde el punto de vista ideológico, ellos todavía encarnan una independencia ofensiva, omnívora, sana y urgente: los de Hazte Oír los harían picadillo si escucharan “Villancico del Rey de Extremadura”; los que ahora se hacen llamar “de extremo centro”, si escucharan “Luce la oscuridad”; los rosilegendarios, si escucharan “V Centenario”; las que corean “El Estado opresor / es un macho violador”, si escucharan “Golfa”, “Puta”, determinados fragmentos de “Pedrá” o, incluso, “Si te vas”.
Mi último capítulo —insisto: al menos, por ahora—– con Extremoduro se escribió el pasado 19 de diciembre, en el Hotel Riu Plaza de España de Madrid, mientras cubría la rueda de prensa en la que Robe y Uoho ratificaban la disolución del conjunto y, sobre todo, anunciaban una última tanda de conciertos. Al acabar el acto, nos abrazamos, conversamos durante unos minutos y, acordándome de ese capullín granudo que se desgañitaba en Daimiel en 2004, les di las gracias por todo lo que habían supuesto en mi vida.
Próxima estación: 5 de junio, Auditorio Miguel Ríos, Rivas-Vaciamadrid.
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