Una súbita congoja la atenazó al franquear las puertas de San Pedro del Vaticano. Su profesor los había advertido sobre sus dimensiones. Pensaba que exageraba. En su Huelva la catedral era chiquitilla, como de andar por casa. Conocía bien Sevilla y había visitado varias veces su seo, con ascensión a la Giralda incluida. La de Sevilla era colosal, pero san Pedro era… era… apabullante. Se abrió la cazadora, se quitó el pañuelo que llevaba al cuello. Comenzaba a faltarle el aire. Un sudor frío brotó de sus sienes. Buscó refugio corriendo hacia su derecha. La vio. Sintió cómo el corazón se le desbocaba. El suelo pareció abrirse a su pies cual si de un sumidero se tratara. Empezó a temblar a manera de álamo arrullado por gélida brisa. No pudo contener las lágrimas. Le era imposible apartar la vista de Ella. Era tan hermosa. Mucho más de lo que hubiera podido soñar.
Se llama Tatiana. Por entonces tenía 16 o 17 años. Yo fui el profesor que la acompañó a aquella visita a Roma hace más de dos decenios. La vi agobiarse ante la majestuosidad de San Pedro. Fui tras ella cuando buscó refugio en la nave derecha. Se detuvo bruscamente. Comenzó a tiritar entre lágrimas. La abracé para que no se cayera e intenté confortarla. No era capaz de decirme qué le ocurría. Señaló trémula la capilla que teníamos ante nosotros. Ahí estaba: la Pietà que Miguel Ángel esculpiera con 25 años por mandato del cardenal Bilhères de Lagraulas. “Es mucho más bonita de lo que Auxi (su profesora de Historia del Arte) nos había explicado en clase”, consiguió balbucear sollozando.
Tatiana posee una belleza botticelliana, que a sus 17 años la hacían parecer más frágil de lo que era. Fue víctima de lo que denominan Síndrome de Stendhal, el cual suele afectar a personas de una sensibilidad a flor de piel ante obras de arte o parajes de singular hermosura. Mientras la mantenía abrazada para que recuperara fuerzas, no sabía si admirar más su angelical donosura inundada de lágrimas o la eterna divinidad de la Virgen sosteniendo el cuerpo yerto de su hijo, con esa mirada lánguida, vencida, tan muerta como el fruto de su vientre que tan bien plasmara Buonarotti.
Al tener ante mí por primera vez el Coliseo también padecí una emoción similar a la de Tatiana. Todo cobraba sentido. Todo lo que mi Maestro nos había contado sobre los romanos en aquella aula unitaria de Peñarrubia, donde compartíamos pupitres niños y niñas desde los 6 a los 14 años. Todo lo que salía en aquellas películas de romanos que veíamos en el Teleclub de la aldea, el único sitio que contaba con un televisor, como si estuviéramos escuchando la palabra de Dios en misa. Todo lo que mi Magister Raimundo nos narrara sobre los habitantes del Lacio. Todas las expediciones que hicimos por los cerros que cercaban Elche de la Sierra y sus aldeas en pos de vestigios romanos, emulando aquel programa de RTVE llamado Misión Rescate. Todo aquello cobraba sentido al venerar con mis propios ojos el Coliseo a mis 20 años. Ninguna foto, ninguna filmina le hacía justicia.
Cuando acompañaba a mi padre en sus expediciones de caza o de pesca, al entrar a un bosque él siempre abrazaba un árbol. Me decía que era para darle las gracias a la arboleda por los dones que nos daba. Desde entonces yo hago lo mismo, pero no sólo con los árboles sino también con las rocas, paisajes o monumentos que me epatan.
Abracé uno de los pilares del Coliseo sin dejar de acariciar sus vetustos muros, por entonces cubiertos del hollín de la contaminación (¿cómo permitían esos malditos romanos hodiernos tal estado de deterioro en su buque insignia?). Un vigilante se me acercó con cara aviesa. Hube de dejar de acariciarlo con mis manos para hacerlo con mi mirar.
Me era imposible abarcar la magnificencia del Anfiteatro Flavio, inaugurado por el emperador Tito, el conquistador de Jerusalén, el 21 de abril, cumpleaños de Roma, 834 años después de haber sido fundada por Rómulo (80 d. C.). Fue Vespasiano, el iniciador de la dinastía Flavia, quien ordenara desecar el lago de la Domus Aurea, que Nerón había mandado construir en la colina aledaña, para erigir el mayor anfiteatro del imperio. Su hijo Tito culminó las obras. Los festejos inaugurales duraron 100 días, en los que hubo cruentas carnicerías de hombres y animales: cerca de 3000 gladiadores participaron en los combates, centenares de tigres, leones, osos, rinocerontes y otras fieras murieron en la arena para solaz de la familia imperial y el populacho, haciendo verdad la frase que poco después, ya en el mandato de Domiciano, acuñara Juvenal en su Sátira X: panem et circenses. Con ella el poeta quería criticar el inmovilismo del pueblo ante los desmanes de los poderosos, que le ofrecen a espuertas pan y espectáculos de circo (luchas de gladiadores, carreras de carros, etc.) para tenerlo amodorrado.
Años después de mi primera visita me hice con la obra de Willy Pocino Le curiosità di Roma, un excelente vademécum con el que conocer las curiosidades, historias y anécdotas de los espacios más señeros de la Urbe. Gracias a él pude indagar sobre que el término Coliseo (Colosseo en italiano) le puede venir de tres orígenes posibles. La más extendida es que a su vera se erguía una colosal estatua de Nerón (de la que sólo queda la base), cuya cabeza fue cambiada por otra del dios Febo Apolo tras la defenestración del último de los Julio Claudios. A esta estatua la plebe la llamaba el Coloso y desde el medievo se le dio ese nombre al edificio colindante: Colosseo. Otras fuentes dicen que a los cristianos que iban a ser ajusticiados en la arena se les preguntaba ante la estatua del dios “colis eum?” (¿lo adoras?), para ver si renegaban de Cristo y salvaban la vida. Una última posible etimología, según Pocino, es que en la colina cercana existía un templo de la diosa Isis y que por ello se la llamaba Collis Isei (la Colina de Isis).
Recorrer sus entrañas sabiendo leer las cicatrices que su tortuosa historia ha dejado en sus piedras es una experiencia que no deja indiferente a quienes lo visitan como viatores, no como simples turistas, coleccionistas de postureos y otras paparruchas, cazadores de autorretratos a cual más insulso. Ser consciente de que se calcula un aforo de 50.000 espectadores ávidos de sangre, exigiendo fuertes y nuevas emociones a los editores de los ludi, adorando o denostando a los ídolos de la arena, pero sabiendo que lo que se ha dicho en novelas y películas sobre el mundo de los gladiadores está muchas veces a años luz de la realidad. Baste saber que la mayoría de los combates no acababan con la muerte de los combatientes: éstos eran una inversión demasiado cara para las escuelas gladiatorias y el público estaba por la labor de dar una segunda oportunidad a sus ídolos si éstos habían combatido con decoro.
No sobra visionar de nuevo la película de Ridley Scott Gladiator, en la que se nos ofrece una exuberante reconstrucción del complejo, con su sistema de toldos gigantes para proteger a los espectadores del sol incluido. Pero hay que saber separar la paja del grano: muchísimos de los combates, hechos y situaciones narrados están tergiversados, “norteamericanizados”, con escaso respeto a la verosimilitud histórica, pero el espectáculo sigue siendo fastuoso. Verbigratia: en el filme los gladiadores están siempre recluidos en el propio Coliseo. Lo cual es falso: lo estaban en sus respectivos ludi o escuelas gladiatorias. Al menos dos se conservan al flanco del anfiteatro.
El Coliseo, navío insignia de Roma, de quien en el siglo VIII el Venerable Beda predijo:
Quandiu stabit Colyseus stabit et Roma
quandiu cadet Colyseus cadet et Roma
quandiu cadet Roma cadet et mundus.
Todo el tiempo que esté en pie el Coliseo estará también en pie Roma,
una vez que caiga el Coliseo caerá también Roma,
cuando caiga Roma caerá también el mundo.
Roma no deja indiferente a ninguno de sus millones de visitantes. O se la ama o se la odia visceralmente. Caóticamente eterna, descuidada y maltratada, infestada de turistas, atesora una belleza difícil de encontrar tan concentrada en ciudad ninguna. Es una vieja dama aristocrática, surcada de arrugas y estrías, empolvada de manera ridícula, pero coquetamente consciente de la fascinación irresistible que ejerce sobre los viatores, a los que hechiza con los cantos de sirena que entonan, muchas veces de manera disonante, sus monumentos, plazas, fuentes y parques. Sucumbir a una puesta de sol desde la colina del Janículo es una experiencia de dioses.
Como dije con respecto a Atenas, a Roma hay que venir bien leído. Si en tu alma no llevas los estigmas que te ha dejado Tito Livio, no te molestarás en descubrir cerca de la cima del Palatino los vestigios de la casa Romuli, la cabaña circular donde según la leyenda moró el fundador de la ciudad, y en sus proximidades saber el Lupercal, la cueva a la que la loba arrastró y en la que amamantó a los gemelos tras hallarlos en la ribera del Tíber. Si no has dejado vagar tu espíritu por las líneas de Tácito, Suetonio o Plutarco, si no te has empapado del Yo, Claudio y de Claudio el dios y su esposa Mesalina de Robert Graves, si no has vibrado con Los asesinos del emperador de Santiago Posteguillo, ahórrate visitar el Palatino, la colina sobre la que los emperadores erigieron sus palacios, tras expropiar las casas de un barrio republicano exclusivo, en el que se dice que morara Cicerón. Si no llevas esas lecturas en tu mochila espiritual, allí sólo verás ruinas y te ciscarás en la parentela de quien sea por obligarte a pagar entrada.
Hazte con una buena guía de viaje, como la que ofrece M. Antonietta Bonaventura, A piedi nella Roma Antica, cálzate un buen par de zapatos y patea con avaricia cada palmo de la Caput Mundi. Lleva contigo a Romolo A. Staccioli y su Guida di Roma Antica para saber leer eso que otros llaman piedras y que para ti han de ser cicatrices, estrías del tiempo, que hermosean aún más a una bella dama, no meros escombros. Saca de tu zurrón la obra del profesor José Guillén Urbs Roma, sobre todo su volumen I, y recorre con él las estelas dejadas por Cronos en el Foro y otros espacios históricos. Busca de su mano el lugar en el que se dice que fue sepultado Rómulo, marcado con el Lapis Niger, una de las inscripciones en latín más antiguas. Indaga dónde se hallaban las basílicas para impartir justicia en las que brilló con luz propia Marco Tulio Cicerón, el más grande orador de la latinidad. Imagínalo en la Curia declamando sus Catilinarias o sus Filípicas contra Marco Antonio. Estremécete contemplando la tribuna de los Rostra, desde donde tantas veces se dirigió al pueblo, y sabiendo que Antonio mandó colocar allí su cabeza y su mano derecha tras ordenar su asesinato.
Honra el lugar en el que las cenizas de Julio César fueron depositadas, en la cripta de un templo que le erigieron en su memoria. Desempolva aquí el inmortal Julio César de Shakespeare. Busca en sus páginas los discursos de Bruto y de Marco Antonio tras el asesinato del dictador. Léelos sottovoce o a viva voz paladeando cada sílaba, admirando cómo el dramaturgo hizo a hablar a Bruto, uno de los asesinos, en prosa y a Marco Antonio, devoto del asesinado, en verso. Si quieres tener preparado tu ánimo para libar más este momento, preocúpate de haber gustado antes, con un buen vino a tu alcance, a James Mason como Bruto en primer lugar, eclipsado luego por Marlon Brando como Antonio en la necesaria Julio César de Mankiewicz. Percibirás que en el sitio en el que reposaron los despojos del conquistador de las Galias hay mucho más que cascotes.
En el caso de que no hayas leído a César o a Salustio o disfrutado con la excepcional serie Roma, aléjate del Foro, de la Domus Publica y de la aledaña Casa de las Vestales, a la que sólo podía entrar del sexo masculino Julio en su condición de Pontifex Maximus, máxima autoridad religiosa de la Res Publica. Aquí trajeron su cadáver después de ser asesinado en la curia de Pompeyo (actual área arqueológica de Largo Argentina) para ser llorado por su esposa Calpurnia en la más absoluta soledad. Pocos osaron al principio rendirle sus respetos, temerosos de la ira de los conjurados.
Para valorar en su transcendencia estos lugares sugiero llevar consigo Mujeres de Roma, de Isabel Barceló, cuyo blog recomiendo con fervor. Barceló obtuvo una beca para residir en Roma una temporada y escribir este apasionante libro centrado en dar a conocer figuras femeninas cruciales en la historia de la ciudad e injustamente olvidadas en muchos casos. Sacude leer en sus páginas el cruel destino de la vestal Floronia, condenada a ser emparedada viva en el Campo Maldito, a la vera de la puerta Collina, por haber roto el voto de castidad que encadenaba a las sacerdotisas de Vesta durante los 30 años que tenían que servir a la diosa. Saberla saliendo de las ruinas de la Casa de las Vestales cala más hondo si leemos la bellísima descripción de estos hechos funestos que dibuja la autora.
En el libro de la sajeña no sólo tienen su altar mujeres que dejaron huella en la antigüedad, sino también quienes lo hicieron en el Medievo, el Barroco o el siglo XIX, lo cual lo convierte en una lectura imprescindible para los que desean vivir la Urbs que en sí es un orbe.
Cuando uno desciende a las entrañas del Tullianum, la tenebrosa prisión en la que murieron Vercingétorix y Yugurta, caudillo africano vencido por Mario, y donde aguardaron su martirio san Pedro y san Pablo, debe ir escoltado de un buen bagaje de lecturas. Ha de ascender a las faldas del Esquilino para hallar la Basílica de San Pietro in Vincoli en la que se veneran las cadenas que según la tradición llevó Pedro en su cautiverio en el Tullianum y, antes, en Jerusalén. La ascensión, con el Coliseo a nuestras espaldas y a nuestra diestra la Domus Aurea, erigida por Nerón como nueva residencia y que apenas pudo gozar, nos debe preparar para ser impactados por la joya de esta basílica: la escultura del Moisés que Miguel Ángel cincelara como parte de la tumba del papa Julio II. Una biografía suya debería escoltarnos para valorar en su ciclópea medida la marca que su genio dejara en la ciudad eterna. No estaría de más echar un ojo a la que redacta su coetáneo Giorgio Vasari en 1550.
Hay que imaginarlo estudiando con minuciosidad el Panteón de Agripa, presuntamente salido del genio de Apolodoro de Damasco en tiempos de Adriano, para conseguir erigir la cúpula más grande jamás levantada hasta la fecha, la de san Pedro del Vaticano (il Cupolone, como cariñosamente se la conoce), después de haber analizado cómo Bruneleschi, que también escudriñó el Panteón, consiguió coronar la cúpula de santa María del Fiore en su Florencia natal.
No podemos abandonar este prodigioso templo del Panteón, reconvertido en iglesia de Santa María Rotonda, sin rendir tributo a Rafael Sanzio, allí sepultado. Aunque el mejor homenaje es adorar sus frescos de la Villa Farnesina o de las estancias del Palacio Apostólico del Vaticano.
La Domus Aurea, sueño inconcluso de Nerón, podemos disfrutarla mejor si antes hemos paladeado la visión del mismo que nos ofrendó el excelso Peter Ustinov en el filme de Mervyn Le Roy Quo vadis? Tampoco está nada mal la versión de su figura que realiza Klaus Maria Brandauer en la miniserie de televisión dirigida por Franco Rossi, también Quo vadis?
Fue este último emperador julio-claudio quien ordenó la primera persecución sistemática de los cristianos, a los que se les quiso culpar del atroz incendio que sufrió la Urbs en julio de 64 y que estuvo ardiendo durante 5 jornadas. Simón Pedro, a quien Jesucristo había designado como su sucesor, se hallaba en Roma difundiendo el cristianismo. Se arredró ante la persecución de sus hermanos y huyó por la Vía Apia, que conectaba Roma con el sur de Italia y con los puertos que conducían a oriente. A unos 800 metros de la actual Puerta de San Sebastián la tradición católica narra que el apóstol se encontró a un niño que cargaba una cruz. Pedro reconoció en la criatura a Cristo y en latín lo interpeló: Domine, quo vadis? (Señor, ¿a dónde vas?). A lo que Jesús replicó: Eo Romam iterum crucifigi (Voy a Roma a ser crucificado de nuevo). Humillado en lo más profundo por haber abandonado a su rebaño, Pedro volvió sobre sus pasos para ser apresado en el Tullianum y ejecutado después en la colina Vaticana. Consciente de haber fallado a Cristo varias veces, pidió no ser crucificado como su Señor, sino con la cabeza hacia abajo. Recomiendo descubrir la Crucifixión de san Pedro, de Caravaggio, en la iglesia de Santa Maria del Popolo, máxime si admiramos también la Conversión de san Pablo, brotada del mismo pincel.
En el mismo lugar donde se produjo el encuentro entre Pedro y Cristo, se alzó una pequeña iglesia en el siglo IX, la del Domine Quo Vadis. En ella se reverenciaba una placa de mármol con unas huellas infantiles impresas, que los creyentes querían identificar con las que dejara el Cristo niño, dispuesto a volver a ser crucificado. Dicha placa se adora hoy en la vecina iglesia de san Sebastián, erigida sobre las homónimas catacumbas, de visita más que aconsejable. En dichas catacumbas, antaño canteras de toba volcánica, fue sepultado San Sebastián, comandante de la primera cohorte de la guardia pretoriana de Maximiano, cogobernante junto a Diocleciano, asaeteado como condena por predicar el cristianismo.
Muchos nos hemos enamorado de Roma con la irreemplazable Vacaciones en Roma, donde una Audrey Hepburn en estado de gracia conoce la Città de manos de un encantador Gregory Peck. Una de las escenas más recordadas es en la que el galán juega con la candidez de la princesa metiendo la mano en la Bocca della Verità, que en realidad podría haber sido una fuente o una tapa de la Cloaca Máxima, uno de los monumentos más antiguos de Roma, erigido en tiempos etruscos, y que desemboca en el Tíber a muy pocos pasos. La Bocca está en el pronaos de la basílica de Santa María in Cosmedin, una de las iglesias más sui generis en una ciudad cuajada de iglesias carismáticas. Hordas de turistas infectan el pórtico de la misma para hacerse la anodina foto metiendo la mano en la boca, pero casi nadie se adentra en el interior del edificio, lo cual raya en el pecado. Restos del antiguo Foro Boario, columnas provenientes de la Statio Annonae (uno de los complejos en los que se distribuía gratuitamente trigo a la población), mosaicos y pinturas murales, aparte de la antiquísima Ara Máxima de Hércules Invicto, que se conserva en la cripta y sobre la cual se construyó el altar mayor, aguardan al viator. Algunos días se celebran en ella misas siguiendo el rito griego, lo cual nos traslada centurias atrás, a una Edad Media no tan oscura.
En la novela Roma, de Steven Saylor, que condensa en sus casi 700 páginas 1.000 años de la historia siguiendo a dos linajes familiares, podemos hallar un relato vinculado con el ara custodiada en la cripta de esta basílica.
Frente a ella la capital nos regala dos templos de época republicana perfectamente conservados: el de Hércules Víctor, de planta circular al igual que el de Vesta, en el Foro, del que apenas permanece la planta, y el de Portumnus, divinidad a la que estaban consagrados los puertos. Hasta aquí era navegable el Tíber. No muy lejos se hallan los vestigios del Emporium, el complejo construido para dar servicios al ingente tráfico fluvial de barcazas provenientes o con destino a Ostia, el puerto de mar. Era de tanta intensidad la actividad comercial que con los fragmentos de las ánforas rotas se levantó un monte artificial, el Testaccio, en el que en la actualidad hay una barriada. Muchas de esas ánforas llevan los sellos de los exportadores, lo cual ha ayudado a los investigadores a conocer los productos más demandados y los lugares desde los que se importaban.
La zona que hollamos frente a Santa María in Cosmedin era el Foro Boario, el lugar donde se hallaba uno de los mercados de animales de la antigua ciudad. Conviene ascender un poco hasta el Capitolio y buscar a nuestra diestra el Arco de Jano, uno de los pocos cuadrifontes o de cuatro caras conservado, y el mal llamado Arco de los Argentarios, que en realidad era una puerta de acceso al Foro Boario y en su día se añadió al pórtico de la iglesia de San Giorgio in Velabro, puerta que fue construida a instancias de los banqueros (argentarii) y comerciantes, quienes deberían tener sus tenderetes en las inmediaciones, y en cuya inscripción y decoración guarda mención de la turbulenta historia de la Urbe: los nombres y figuras de Fulvia Plaucila, esposa del emperador Caracalla, y de Geta, hermano del mismo, fueron borrados al quedarse con el poder absoluto Caracalla. Plaucila murió en el exilio y Geta en brazos de su madre, la Julia Domna cantada por Santiago Posteguillo en Yo, Julia, apuñalado por varios sicarios a instancias de su hermano.
A espaldas de la basílica arriba mencionada podemos observar los vestigios de la arena del Circo Máximo, el colosal edificio con capacidad para 300.000 espectadores, en el que tenían lugar las carreras de carros. Puede que a quien se aproxime huérfano de lecturas y emociones este lugar le decepcione: la mayor parte de la edificación fue usada como cantera para otras construcciones y el obelisco Flaminio, que decoraba su espina, fue trasladado en 1589 a la Piazza del Popolo, donde aún perdura. Pero, si llevamos impresas en nuestras venas la escena cumbre del Ben-Hur de Wyler (ambientada en el circo de Jerusalén), si hemos devorado la frenética descripción de una carrera de cuadrigas, magistralmente esbozada por Posteguillo en Circo Máximo, estas ruinas, aun deslavazadas, nos interpelarán en lo más hondo.
El Teatro de Marcelo, no muy lejos del Boario, en lo que se llamaba el Campo de Marte, fue el primero en ser construido en piedra por órdenes de Augusto. Fue dedicado a Marco Claudio Marcelo, sobrino y yerno del emperador, fallecido en plena lozanía 6 años antes de la conclusión del monumento. En el Canto VI de la Eneida Virgilio lo inmortaliza al presentarlo Anquises, padre del héroe, en el Averno:
Entonces el venerable Anquises, derramando lágrimas, le respondió: «Hijo, no intentes conocer el inmenso dolor de los tuyos; a éste los destinos solamente lo mostrarán a las tierras y no permitirán que viva más. La raza romana, dioses del Olimpo, os hubiese parecido excesivamente poderosa si hubiésemos podido conservar este don. ¡Cuán grandes gemidos de los varones hará llegar el famoso campo de Marte a la gran ciudad de Marte!, o, ¡qué funerales contemplarás, Tiberino, cuando fluyas por delante de su reciente tumba! Ningún joven de la raza ilíaca llevará más lejos las esperanzas de sus antepasados latinos; ni la tierra de Roma se vanagloriará nunca tanto por haber alimentado a nadie. ¡Ay, piedad, ay, antiguo honor, ay, diestra invencible en la guerra! Nadie hubiese salido impunemente al encuentro de sus armas, ya avánzase contra el enemigo a pie, ya hiriese con sus talones los ijares de su espumeante caballo. ¡Ay, desgraciado niño! ¡Si de algún modo pudieses romper tu destino! Tú serás Marcelo.
Virgilio, Eneida, VI, 867-883
Cuentan que Augusto, que no podía aguardar a que su vate terminara la epopeya, lo instó a que recitara este paraje ante la familia imperial. Octavia, madre del finado, no pudo soportar la belleza trágica de estos hexámetros y cayó desvanecida.
De uno de los costados del teatro, cabe el área arqueológica conocida precisamente como Pórtico de Octavia, arranca el ghetto de Roma, la judería más antigua de Europa. Callejear estos lugares descendiendo hacia el río en busca de su imponente Sinagoga es una experiencia que se valora más si se es consciente de que estas calles fueron testigo de la atroz persecución nazi contra los judíos. Podemos ponernos en contexto con la Roma, città aperta de Rossellini, que, aunque no está inspirada en el pogromo contra los hebreos, sirve para conocer el terror sembrado por la Gestapo y las SS.
El 23 de marzo de 1944, con la capital ya ocupada por las tropas alemanas, en la Via Rasella, cerca de los Jardines del Quirinal, un comando de 18 partisanos atenta contra un batallón de policías nazis, formado en su mayoría por italianos germanohablantes. Murieron 31, junto con 2 civiles italianos. El mismo Hitler ordenó que, en represalia, fueran ejecutados 10 italianos por cada alemán. Se encomendó el castigo a Herbert Kappler, comandante de la Gestapo, quien había brillado en la persecución de los judíos del gueto. 335 italianos, 75 de ellos judíos, fueron asesinados con un tiro en la nuca en las antiguas canteras conocidas como Fosas Ardeatinas, por estar en la carretera que lleva a Ardea.
A no mucha distancia del ghetto se levanta el Palazzo Cenci, solar de los Cenci. En él moró el aristócrata Francesco Cenci a finales del siglo XVI. Éste era conocido por la policía papal por su temperamento violento, mas salía indemne siempre por la indulgencia con la que las autoridades trataban a los nobles. Se rumoreaba que maltrataba a su esposa e hijos y que cometía incesto con su hija Beatriz. Ésta, con 16 años, denunció a su progenitor, pero la justicia no tomó cartas en el asunto. Francesco ordenó encerrarla en el castillo que la familia poseía en Rieti, al norte. Beatrice conspiró con su madre y hermanos y contrató a dos sicarios para que acabaran con el patriarca, aunque éstos fallaron y hubo de ser la misma familia quien lo rematara a martillazos. El parricidio fue llevado a juicio y los culpables condenados a muerte. El pueblo, conocedor del carácter violento de Francesco y de los abusos a los que sometía a su gente, protestó airadamente la decisión del tribunal. Consiguió retrasar un poco la sentencia. El papa Clemente VIII no hizo honor a su nombre: Beatriz y su madre fueron decapitadas y su hermano mayor descuartizado, siendo el menor obligado a contemplar las ejecuciones, condenado a perpetuidad a galeras y requisadas sus propiedades en provecho de la familia del papa.
Mi amigo Pedro Amorós, ha escrito una tragedia basada en este drama, de lectura más que imprescindible: Beatrice Cenci: Una historia romana. Con una prosa cuajada de lirismo cuando corresponde, con un retrato ajustado de los personajes y una intensa carga dramática, muy bien dosificada, Amorós nos entrega una recreación portentosa de estos hechos luctuosos que pueden ser completados con la visión que nos regala Barceló en la citada Mujeres de Roma.
Otra manera deliciosa de adentrarse en las entrañas de la ciudad tiberina es con Paloma Gómez Borrero y Los fantasmas de Roma. Gracias a la ágil y amena prosa de la periodista, que destila amor a la Città por cada poro, recorreremos plazas, iglesias y otros monumentos en pos de los fantasmas que los habitan. Nos encontraremos, por ejemplo, con el fantasma de Nerón en las inmediaciones de la Piazza del Popolo.
En 1961 vio la luz Fantasme a Roma, un filme de Pietrangeli, que, con música de Nino Rota y los rostros entre otros de Mastroianni, De Filippo y Gassman, es una declaración de adoración a Roma y a sus gentes. Seguimos las vicisitudes de una estirpe de fantasmas que habitan un palacio enclavado en el meollo histórico, en un ambiente decadente, pero cuajado de ternura. En el 2013 Paolo Sorrentino filma otra declaración de amor eterno a la ciudad eterna en la laureada La grande bellezza. Sorrentino pinta a través de su cámara una Roma a punto de cantar el canto del cisne, con unos parajes de gracia sempiterna, trufada de unos personajes que hozan en un ambiente de decadencia e inconsistencia, pero sin poder renunciar a la belleza que los rodea.
En 2014 Javier Reverte publica Un otoño romano. Redactado a modo de diario, como hicieran Stendhal o Goethe, Reverte nos entrega un retrato rebosante de la pasión y la poesía que el autor es capaz de descubrir en calles y plazas. Un complemento ideal para revivir Roma cuantas veces deseemos.
Miles de canciones se han escrito sobre la ciudad del Tíber. Llevar una buena banda sonora sobre ella a nuestro costal ayuda a degustarla aún más, sobre todo si lo hacemos en alguno de los restaurantes, pizzerías o trattorías dispersos en la zona del Trastevere, en las callejas que desembocan en la Piazza Navona, por donde se enseñorea la estatua del Paschino (de ahí viene el término pasquín) o en las vías secundarias del Esquilino, huyendo, en la medida de lo posible, de esos locales turistizados donde sirven comida infame a precios de jeques árabes.
Libar un vino de los castelli romani o un frascati, uno de los vinos más antiguos del mundo, mientras se saborea unos bucatini all’amatriciana, unas trippa alla romana (callos en salsa de tomate), unos fettuccini o unas alcachofas a la judía, puede ser una experiencia que imprima carácter si lo hacemos a los sones de Quanto sei bella, Roma, con la que Anna Magnani acaricia nuestra alma. Sentir a Mario Lanza entonando Arrivederci Roma, con la Piazza Navona de fondo, marida a la perfección con el mejor de los castelli. Antonello Venditi tiene dos canciones bellísimas: Roma capoccia y Grazie, Roma.
Roma ha servido de inspiración a cientos de compositores. En la Capilla Sixtina un W. A. Mozart niño escuchó el Miserere de Allegri, obra cumbre de la polifonía, y fue capaz de transcribirlo de memoria en una partitura, lo cual llegó a oídos del papa. Todo esto mientras allí ultimaba su Sinfonía 10, una contradanza y un par de arias. Ottorino Respighi tiene una trilogía dedicada a la Città: Fontane di Roma, Feste romane, Pini di Roma. Puccini usa espacios de la ciudad como escenario de su Tosca, inmortalizando lugares como el Castillo de Sant’Angelo o el Palacio Farnese, en el que el siniestro Scarpia tenía sus oficinas.
Hay tantas Romas como viatores con el espíritu ávido de belleza, historia, sensaciones que dejan huella y amor a la vida se le acerquen. Dejaremos para próximas entregas seguir los rastros que en ella marcaron Bernini y su rival Borromini, Shelley y Byron, Velázquez y Caravaggio. Espero que estas líneas sirvan de antipasto a los lectores de esta Cueva del Fauno y que se avive en ellos el deseo de crear su propia Roma en su siguiente visita.
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