Una Audrey Hepburn en estado de gracia. De belleza olímpica. Tanto que te obliga a desempolvar la adarga del tatarabuelo y a lanzarte a ventas y caminos proclamando que no hay bajo el sol dama más bella, fuera de la simpar Dulcinea del Toboso. Una Audrey angelical, guiada por un no menos arrobador Gregory Peck, queda paralizada por la incertidumbre sobre si meter la mano en la Boca de la Verdad: una antigua leyenda rezaba que un marido cornuto ma non riconosciuto, dudando de la honestidad de su esposa, la condujo hasta este mascarón de época romana y la obligó a introducir la extremidad en la apabullante boca y jurar que le era fiel, en la creencia de que, si mentía, el monstruo se la aplastaría. La taimada, rodeada de gran expectación, fingió un desmayo y fue recogida precisamente por su amante. Tras reponerse, metió la mano y juró que sólo había estado en los brazos de su marido y en los del hombre que la acababa de sostener. La Bocca no la machacó. Desde aquello se acostumbró a obligar a jurar a los sospechosos de mentir metiendo su mano. Si la sacaban indemne, se ratificaba su inocencia.
En las ruinas del Estadio de Domiciano, a casi cinco metros bajo la Plaza Navona, se muestra otra “boca” singular. En este caso es urinario: se decía que si un hombre infiel metía el bálano por ahí al miccionar, una serpiente, oculta al otro lado, daba buena cuenta del mismo. Esta otra “Bocca” no se ha hecho tan famosa. Estará esperando a algún Peck que quiera impresionar a su Audrey.
Lo triste es que bastantes de esos neonarcisos que se retratan ante la Bocca della Verità ni siquiera sentirán el aguijón de penetrar en el interior de la iglesia, cuyo pórtico la resguarda. Se perderán una maravilla. No por su exuberancia. Santa María in Cosmedin no es, ni lo pretende, Santa María Maggiore, que con su profusión de dorados, mármoles y otras pedrerías apabulla al viator. Es una iglesia humilde, hecha con retales de construcciones pretéritas, reutilizadas por sus sucesivos constructores a la hora de tejer un tapiz arquitectónico que arrebata.
Se reutilizaron columnas, pilastras y muros del antiguo templo de Hercules Pompeianus y de la Statio Annonae, uno de los centros de distribución gratuita del grano en la antigua Roma, erigido en el populoso Foro Boario, al amparo del Ara Máxima de Hércules Invicto. Es un regalo observar la disparidad de estilos de las diversas columnas y pilastras. Lo bien que armonizan para alumbrar un caleidoscopio en el que un capitel corintio algo destartalado ha sido esquejado sobre un fuste liso sin desentonar con su columna gemela, que viste un tronco acanalado rememorando a una patricia ataviada con un peplo. Arraigan ambas sobre un suelo cosmatesco, ideado por la ancestral familia de los Cosmati, que reutilizaron mármoles preciosos de ruinas anteriores para ensamblarlos y remedar figuras geométricas con las que formar un pavimento prodigioso que realza las estructuras a las que sustenta.
Fue en el siglo VII cuando se hicieron las primeras obras para erigir la primitiva basílica sobre los edificios religiosos paganos. En ese período los papas tenían que recibir el beneplácito del emperador bizantino, por lo que los ritos griegos estaban muy presentes en la liturgia. Fue consagrada a la Virgen María como Theotokos (Madre de Dios).
En el año 782 el papa Adriano I le añadió el edificio que albergaba el Ara Máxima de Hércules, el monumento presuntamente más antiguo de Roma, ya que fue erigida por el mítico rey Evandro, que reinaba sobre Palanteo, encima del Palatino. Evandro quiso conmemorar la gesta de Heracles, que allí mismo acabó con Caco, ser monstruoso y gigantesco, mitad hombre y mitad sátiro, que exhalaba fuego. Vivía en una cueva del Aventino, de cuya puerta siempre colgaban las cabezas de los que devoraba. Hércules, al que Caco robó los bueyes que traía de Hesperia (Hispania) tras haber acabado con Gerión, persiguió al ladrón y le dio muerte en el mismo lugar en el que se alzó el Ara, cuyos restos, tallados en toba extraída en las inmediaciones del curso del Aniene, podemos observar en la cripta de la iglesia. Ara a cuyo costado hay unos nichos que cobijan las reliquias de varios mártires, que yacían en catacumbas alejadas, trasladadas para mayor seguridad.
El entorno en el que se alzó la basílica primigenia estaba copado por ciudadanos bizantinos y se conocía como la Ripa Greca. Por ello Santa María albergó la Schola Graeca y se la conoció al igual que un afamado monasterio que había en las afueras de Constantinopla, el Kosmidion, de κοσμίδιον, “puro, elegante, hermoso”: de ahí su sobrenombre In Cosmedin.
Adriano I ordenó rehabilitar la basílica para acoger en ella a los monjes helenos que huyeron del imperio bizantino cuando el emperador Constantino V (741-775), ferviente iconoclasta, persiguió con saña a los devotos de las imágenes, a la vez que abominaba del culto a los santos y a las reliquias. Los religiosos expulsados tomaron bajo su responsabilidad la erección de la nueva basílica: así se explica la profusión de iconos, frescos y columnas con aire bizantino. Aún hoy algunas misas se celebran con el rito griego y los altavoces reproducen insistentemente cantos bizantinos, lo que traslada al viator a la Hélade en el corazón del Lacio.
Santa María, al igual que San Clemente y tantas otras, sufrió la barbarie normanda en el saqueo de las mesnadas de Robert Guiscard en 1084 y quedó arrasada. Hubo de esperar a renacer bajo el papado de Calixto II, quien encomendó a su camerarius Alfanus la restauración, ejecutada entre 1118 y 1124. A Alfano le debemos la mayor parte de lo que hoy podemos disfrutar en este monumento, exceptuando la Boca, trasladada en el XVII. No olvide el viator homenajear al bueno de Alfano, vir probus, cuando acuda a retratarse con la Boca: la tumba del camerarius se halla en el mismo pórtico, en el muro opuesto.
Aún guarda Cosmedin algunas sorpresas: la cabeza de San Valentín, ese médico castrense ordenado decapitar por Claudio II por casar por el rito cristiano a los jóvenes legionarios, contraviniendo las ordenanzas imperiales, lo que lo convirtió en patrón de los enamorados. La sacristía, mudada en tienda de recuerdos, atesora un delicioso mosaico bizantino del VIII que recrea un fragmento de la epifanía o visita de los Reyes Magos, traído desde la antigua basílica constantiniana de San Pedro del Vaticano. La schola cantorum del XIII y el baldaquino del mismo siglo, así como frescos dispersos en sus muros, reclaman atención.
Salimos de la basílica con el alma nutrida. Aún le dedicamos una sosegada mirada al conjunto que nos regalan pórtico y, sobre todo, el campanario, el más alto de los medievales que acuna Roma. Sus más de 34 metros, con sus siete pisos visibles desde el exterior, los dos primeros con ventanas bíforas y los restantes triforas, hacen volar el alma al tañido de sus centenarias campanas. No cabe más que agradecer al probo de Alfano por haberse hecho cargo de la rehabilitación del conjunto. Uno no puede dejar de preguntarse si la angelical Hepburn repararía en la modesta tumba del prelado en los descansos de la escena que ayudó a alzarla al cielo en vida.
A los amantes de la historia no les vendrá mal saber que de esta basílica fue cardenal diácono el antipapa Benedicto XIII, el Papa Luna, el que por su terquedad dio inicio a la expresión “mantenerse en sus trece”, muerto a los 94 años en el castillo de Peñíscola.
Roma no te da tregua. La misma plaza alberga la hermosa fuente del Tritón, el templo circular de Hércules Vencedor y el rectangular de Portunus, deidad protectora de los puertos, a la que se encomendaban los navegantes. Todos ellos, remozados, nos ofrecen un marco incomparable para alimentar emociones que nos sirvan de faro en tiempos tempestuosos.
Estamos en la Ripa Greca, donde los oriundos de la Hélade o del Imperio Bizantino tuvieron asiento en la ciudad de los papas. De ahí la abundancia de iglesias católicas dedicadas a santos de ascendencia helena. En el cercano Foro, bajo la cúpula de lo que fuera el Templo de Rómulo, erigieron la basílica de los santos Cosme y Damián, procedentes de la Grecia asentada en el Asia Menor, en la actual costa turca. A San Juan Calibita, asceta de Constantinopla, está consagrada una de las iglesias de la Isla Tiberina. En la cima del Aventino se yergue la basílica de los santos Bonifacio de Tarso y Alessio de Edessa, nativos de lugares de impronta bizantina.
Si rodeas por la izquierda Santa María in Cosmedin, aparte de disfrutar el rehabilitado Arco Cuadrifronte de Jano, podrás buscar en la fachada de San Giorgio in Velabro los restos del Arco de los Argentarios, con el que los banqueros querían homenajear a Septimio Severo, a su esposa, la Julia narrada por Posteguillo, y a sus hijos Caracalla y Geta. La imagen de éste fue borrada después de que su hermano lo asesinara y decretara su damnatio memoriae. Misma condena sufrió su nombre, raspado en el arco que su padre Septimio Severo ordenó levantar en el Foro, al final de la Vía Sacra.
San Giorgio in Velabro se alzó donde estaba el Velabrum, el valle que conectaba el Foro Romano con el Foro Boario, el del ganado, a cuya entrada se alzó el Arco de Jano y el Arcus Argentariorum. Este valle, pantanoso hasta que se construyó la Cloaca Máxima, cobijaba una higuera en una de cuyas ramas se enganchó la canasta que transportaba a Rómulo y Remo. Allí los encontró la loba y se los llevó a su cueva, el vecino Lupercal, en las estribaciones del Palatino.
San Giorgio atesora las reliquias de san Jorge de Capadocia y unos frescos pintados en el XIII por Pietro Cavallini, a quien ya pudimos disfrutar en Santa Cecilia y en Santa María in Trastevere.
Es difícil sustraerse a tanta belleza y salir indemne cuando uno lleva tantas lecturas, tanta música, tantas películas y obras de arte a sus costillas. Subiendo desde el Tíber hacia la escalinata que conduce al Capitolio, a medio camino, antes de los renovados Teatro de Marcelo y Pórtico de Octavia, encontramos a la siniestra otra iglesia: San Nicola in Carcere, consagrada a otro santo de ancestros bizantinos. Puede parecer anodina. Una más de las casi 900 que pululan por la Urbe, a pesar de que sus laterales muestran restos de las columnatas de dos templos alzados ni más ni menos que en III a.C. Pero si llevamos reciente la lectura del imprescindible Mujeres de Roma, de Isabel Barceló, y nos atrevemos a desentrañar esta iglesia bajando a su cripta, el pathos se adueñará de nosotros una vez más. Las tripas de san Nicola ocultan los vestigios de los templos de Jano, Juno Sospita y Spes, que presidían el Forum Holitorium, donde tenía lugar el mercado de frutas y hortalizas. Bajo el templo central los estudiosos sitúan la Prisión de los Decenviros. Según Valerio Máximo, contemporáneo de Tiberio, que escribió los nueve libros Factorum et dictorum memorabilium (Hechos y dichos memorables), allí fue encarcelado el anciano Cimón, condenado a morir de inanición. Sólo le permitían recibir la visita de su hija Pero, que por su reciente maternidad estaba lactando. Pasaban las semanas y el anciano no fenecía. Los carceleros registraban exhaustivamente a Pero y estaban convencidos de que ésta no le pasaba ayuda a su progenitor. Temiendo que los acusaran de socorrer al reo, esperaron a la visita de la hija e irrumpieron en la mazmorra. Sorprendieron a la mujer amamantando a su padre. Conmocionados por la escena, corrieron al Praetor y relataron el hecho ante los que asistían a un juicio. El tribunal, impactado, decretó la libertad del anciano y honrar lo que comenzó a llamarse Caritas Romana. Este pasaje fue inmortalizado ya por artistas pompeyanos, pero también inspiró a Caravaggio, Rubens o Murillo. El Prado guarda hasta cuatro obras con esta temática.
He escuchado varias veces a Isabel Barceló leer el fragmento que dedica a esta historia, preñado de sensibilidad. Acaba siempre rezumando emotividad por sus ojos, por su laringe. Confiesa que esta escena la sigue removiendo: al escribirla, al darle vida con su voz, no puede evitar resucitar la imagen de su padre, por quien sentía devoción. Quienes hemos perdido a quien nos insufló vida sentimos que algo muy profundo se nos tambalea cuando visitamos los entresijos de San Nicola y sabemos allí las vicisitudes de Pero y Cimón.
Si Ann pasó susto, teniendo después de luego la mano dentro, significa mucho. La inocencia es muy efímera.