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Mis Ítacas: Roma (VI), Qvo Vadis? (I)

Mis Ítacas: Roma (VI), Qvo Vadis? (I)

Roma se ha convertido en una de mis Ítacas. Patria a la que regresar cuantas veces mejor, antes de que Caronte me cobre el peaje por subir a su barca y hacerme atravesar las procelosas aguas de la Estigia, donde se ahogan, entre otros, los sueños perdidos. Siento necesidad de renovar con ella, cada vez con más frecuencia, los votos de amor eterno que le profesé el primer día que la vi, casi 40 años atrás.

Doy gracias a la vida por haberme llenado el alma de lecturas, músicas y obras de arte relacionadas con la VRBS AETERNA desde que con 9 años leí sobre los romanos en mi aldea de Peñarrubia. Con ellos he podido vivir cada uno de sus rincones. Acudir en peregrinación como un VIATOR, libre de las ataduras y prejuicios que atenazan a quien allí se acerca como simple turista, coleccionador de autorretratos y otras instagramadas.

"Me apasiona recorrer sus rincones siguiendo las huellas que algunos personajes de la Historia o de la Cultura han dejado en ella. Uno de los que más me atrae es San Pedro, sucesor de Cristo y primer papa de Roma"

La amo a la vez que la aborrezco, como a esa amante madura y descascarillada que te tiene encadenado a sus abrazos. He intentado pasar por alto su perpetuo caos, sus calles llenas de basura y otras porquerías, la extrema turistificación que degrada algunos enclaves, el poco civismo de foráneos e indígenas, pero al cabo, he aprendido a amarla con todos sus defectos y contradicciones.

Las lecturas, las películas y las audiciones me han hecho construirme una Roma adaptada a los estados de ánimo que tenía en cada visita. Nunca la he encontrado igual: tampoco yo era el mismo. Por eso conserva intacta su capacidad de subyugarme.

Me apasiona recorrer sus rincones siguiendo las huellas que algunos personajes de la Historia o de la Cultura han dejado en ella. Uno de los que más me atrae es San Pedro, sucesor de Cristo y primer papa de Roma. La tradición cristiana mantiene que a la muerte de Jesucristo los apóstoles eligieron a Simón Pedro como el primero de entre ellos. Que obró los primeros milagros en nombre de Jesús y que predicó en lugares como Jerusalén (donde fue apresado y aherrojado por el rey Herodes Agripa I y liberado por un ángel), Cesárea, Antioquía y Corinto. De allí llegaría a Roma.

Para ello lo más lógico es que arribara al puerto de Brundisium, la actual Bríndisi, en la meridional región de Apulia. Allí comenzaba la Via Appia, la Regina viarum, una de las calzadas más importantes, ya que enlazaba Roma con oriente a través de este enclave. En unas escalinatas sobre el paseo marítimo, a escasos pasos de la catedral y del Pórtico de los Caballeros Templarios (memoria de que desde aquí zarparon muchos cruzados que querían reconquistar Tierra Santa) se yerguen dos fabulosas columnas romanas (una mutilada: el resto está junto al anfiteatro de la cercana Lecce). Dichas columnas eran el pórtico de la Apia, lo primero que veían los que arribaban desde Grecia y lo último que atisbaban los que zarpaban hacia el este. A la sombra de la columna sobreviviente y del pedestal de la mutilada, una humilde placa recuerda que allí murió Virgilio, cúspide de la poesía mundial.

"El historiador Tácito, que por entonces tendría 7 años, narra que el fuego comenzó en una de las tiendas de aceites y otras sustancias inflamables que había en las arcadas del colosal Circo Máximo"

Una tradición pullesa asevera que San Pedro no arribó a Italia por Bríndisi, sino por el puerto de Iapigia Acra, en el Promontorio Salentino, la actual Santa María de Leuca, en la provincia de Otranto, el cabo que constituye el talón de la “bota”. Unos acantilados sobrecogedores se enseñorean del punto en el que se abrazan las aguas del Jónico con las del Adriático. La actual basílica de Santa Maria De Finibus Terrae fue edificada sobre las ruinas de un antiguo templo romano dedicado a Minerva, templo que el apóstol cristianizaría. Arribara por donde arribara a Italia, lo cierto es que llegó a Roma siguiendo la Vía Apia, calzada con la que se volverá a encontrar muy cerca del final de su vida.

En aquel entonces gobernaba el “mediático” Nerón, el último de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia, inaugurada por Augusto. Pedro debió consagrarse a difundir la palabra de Cristo en un momento en el que el cristianismo comenzaba a estar mal visto por la sociedad, dado que negaba la existencia de los dioses a los que otras religiones rendían culto y era seguido, sobre todo, por esclavos y otros desheredados, confiados en la promesa de fraternidad entre los seres humanos y una vida mejor en el Más Allá. Curiosamente, entre sus más acérrimos detractores se hallaban los hebreos.

En la noche del 18 al 19 de julio del 64 comenzó uno de los incendios más devastadores que sufrió Roma. El historiador Tácito, que por entonces tendría 7 años, en el libro XV de sus Annales narra que el fuego comenzó en una de las tiendas de aceites y otras sustancias inflamables que había en las arcadas del colosal Circo Máximo. De allí se extendió con una crudeza inaudita. La ciudad ardió durante cinco días. Cuatro de los catorce distritos de la Vrbs fueron completamente arrasados. Otros siete quedaron seriamente dañados. El templo de Júpiter en el Capitolio y el complejo que albergaba a las vírgenes vestales fueron pasto de las llamas. Las víctimas resultaron incontables. Tácito da cuenta también de que Nerón se hallaba en Anzio y que desde allí se trasladó urgentemente a la ciudad. A su llegada organizó un plan de ayuda y socorro para los afectados, que costeó de su propio peculio. Puso a disposición de los que habían perdido sus hogares sus enormes jardines y palacios. No obstante estas medidas, comenzó a correr el rumor de que el emperador fue el instigador del incendio y de que sicarios suyos fueron los culpables mientras él tocaba la lira a la luz de las llamas. Que tras la devastación el emperador expropiara millares de hectáreas en el cogollo de la ciudad para levantar su fastuosa nueva morada, la Domus Aurea, no ayudó mucho a desmentir estos insidiosos comentarios. El actual Coliseo se levantó sobre el enorme estanque de la mansión, en cuyas aguas se reflejaba el coloso que dio nombre al posterior Anfiteatro Flavio y que tenía el rostro de Nerón.

"Nerón ordenó la primera persecución de los acólitos de Cristo. Muchos fueron juzgados y condenados a morir mediante la damnatio ad bestias"

Historiadores posteriores como Suetonio y Dión Casio abundan en esta versión, indicando que el mandatario cantó al son de la lira el Iliou persis (el Saqueo de Troya), versión que no casaría con la más fiable de Tácito, que, recordemos, mantenía que no se hallaba en la urbe en esos días. Esta variante que nos presenta a un Nerón más depravado fue ampliamente aprovechada por las fuentes cristianas.

Para acallar los rumores que lo culpaban del incendio, necesitaba un chivo expiatorio. Lo encontró en los cristianos: su conflicto con los judíos, expulsados por Claudio ocho años atrás, y la mala fama que arrastraban entre las capas populares por su negación de los otros dioses los convirtieron en las víctimas propiciatorias.

Nerón ordenó la primera persecución de los acólitos de Cristo. Muchos fueron juzgados y condenados a morir mediante la damnatio ad bestias: eran arrojados a la arena del anfiteatro para ser devorados por las fieras, para regocijo del populacho. Dejemos la palabra a Tácito:

En consecuencia, para librarse de la acusación [de haber quemado Roma], Nerón buscó rápidamente un culpable, e infligió las más exquisitas torturas sobre un grupo odiado por sus abominaciones, que el populacho llama cristianos. Cristo, de quien toman el nombre, sufrió la pena capital durante el principado de Tiberio de la mano de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilatos, y esta dañina superstición, de tal modo sofocada por el momento, resurgió no sólo en Judea, fuente primigenia del mal, sino también en Roma, donde todos los vicios y los males del mundo hallan su centro y se hacen populares. Por consiguiente, se arrestaron primeramente a todos aquellos que se declararon culpables; entonces, con la información que dieron, una inmensa multitud fue presa, no tanto por el crimen de haber incendiado la ciudad como por su odio contra la humanidad. Todo tipo de mofas se unieron a sus ejecuciones. Cubiertos con pellejos de bestias, fueron despedazados por perros y perecieron, o fueron crucificados, o condenados a la hoguera y quemados para servir de iluminación nocturna, cuando el día hubiera acabado.

Visto este panorama, Pedro, que ya había demostrado antes que el valor no estaba entre sus virtudes (negó tres veces a Jesús cuando éste fue apresado), se achantó y se dio a la fuga. Pretendía volver a Palestina sin importarle dejar abandonado a su rebaño. Así, tomó la Apia de nuevo, saliendo a hurtadillas por la actual Porta di san Sebastiano, la antigua Porta Appia. Por esa misma puerta entraría el 5 de abril de 1536 el emperador Carlos I de España.

El apóstol había caminado apenas una milla romana cuando vio a Jesús, aún con los estigmas de la crucifixión, cargando de nuevo con una cruz. Unos defienden que era un Jesús niño, otros que estaba ya en la edad adulta. Atribulado, Pedro habló:

QVO VADIS, DOMINE?
ROMAM VADO, ITERVM CRVCIFIGI.

—¿ A dónde vas, Señor?
—Voy a Roma, a ser de nuevo crucificado.

Avergonzado, el otrora pescador le respondió a su Maestro que no hacía falta que volviera a Roma: sería él, su sucesor, quien había dado largas muestras de su cobardía, el que retornara a la Urbs para correr la misma suerte que su rebaño. De este modo, Simón Pedro hizo frente a su sino: fue apresado por los secuaces del emperador, encarcelado y condenado a muerte en la cruz por sedicioso.

Lo dicho lo encontramos en los apócrifos Hechos de Pedro, presuntamente escritos en griego en la segunda mitad del siglo II. Mas estos acontecimientos fueron inmortalizados cuando entre 1895 y 1896 el autor polaco Henryk Sienkiewicz publicó por entregas su novela Quo Vadis? La novela sirvió de base para el guión de la película homónima que en 1951 estrenó Mervyn LeRoy. El papel de Nerón lo desempeñó  un inconmensurable Peter Ustinov. En 1985 se estrenó una miniserie para televisión donde el último emperador de los Julio Claudios era encarnado por un notable Klaus Maria Brandauer.

"Los cristianos quieren ver en esas huellas impresas en el mármol los vestigios de los pies de Cristo, aunque hay una teoría pagana también interesante"

Armados de estos mimbres podemos seguir las huellas del primer obispo de Roma, la piedra sobre la cual Jesús edificó su iglesia. Al principio de la Vía Apia, a unos 800 metros de la Puerta de San Sebastián, justo a la altura de la bifurcación que lleva a las catacumbas de san Calixto, se levanta la modesta iglesia de Santa Maria in Palmis, a la que todo el mundo conoce como la iglesia del Domine, quo vadis. Cuentan que se erigió justo en el lugar en el que Cristo se le apareció a su sucesor. Es muy humilde, sin grandes obras artísticas, pero su valor simbólico es innegable. Un busto en bronce recuerda al novelista polaco que inmortalizó los hechos a los que está consagrada. Se llama in palmis porque atesora una copia de una placa en la que aparecen las huellas de dos pies: los vestigios que presuntamente dejó el Salvador al ascender a los cielos cuando comprobó que Pedro volvía a Roma para sufrir la misma suerte que sus fieles.

El original se venera en la vecina basílica de San Sebastiano fuori le mura. Dicho templo, aparte de por las huellas del quo vadis, merece la pena visitar porque en él se adoran las reliquias, una flecha y una columna usadas en el martirio de San Sebastián, oficial de las legiones, mandado asaetear primero y flagelar después, por el emperador Maximiano. Pero también presume de mostrar la última obra maestra de Gian Lorenzo Bernini: el Salvator Mundi.

"Los romanos, agradecidos, erigieron una capilla a la deidad y los viajeros por la Apia se encomendaban a Rediculo para que les otorgara un feliz retorno de su viaje"

Los cristianos quieren ver en esas huellas impresas en el mármol los vestigios de los pies de Cristo, aunque hay una teoría  pagana también interesante. En ese punto habría un pequeño santuario consagrado al dios Rediculo (relacionado con el verbo redire, que significa regresar). Dicho dios se apareció bajo una forma monstruosa a Aníbal en el fatídico año del 215 a.C. cuando, tras derrotar un año antes a las legiones en Cannas, se aprestaba a asediar la indefensa Roma. El pánico en la ciudad se había desbordado: 70.000 legionarios habían caído en la llanura pullesa, uno de los dos cónsules había sucumbido junto a dos ex cónsules más, el grito de Hannibal ad portas, junto al terror que ello conlleva, se adueñaba de los decaídos espíritus. Mas el caudillo púnico, amedrentado por la aparición del dios, desistiría del asedio y volvería sobre sus pasos. Los romanos, agradecidos, erigieron una capilla a la deidad y los viajeros por la Apia se encomendaban a Rediculo para que les otorgara un feliz retorno de su viaje ofrendándole placas con improntas de pies. San Pedro y Aníbal, unidos en un mismo lugar. Cosas que sólo la Urbs concede.

Si el tiempo nos lo permite (Roma siempre ha de ser visitada sin prisas, con el alma abierta a las cientos de distracciones y digresiones que cada paraje nos ofrece, tentador), convendría aprovechar que estamos en la Vía Apia, a cuyos costados los antiguos romanos enterraban a sus muertos, para visitar las catacumbas que horadan el subsuelo de San Sebastián Fuera de los Muros. También podemos acercarnos a las de San Calixto, frente al Quo vadis: en ellas fue hallado incorrupto el cuerpo de santa Cecilia, al que ya pudimos venerar en su basílica del Trastevere.

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María Lilia
María Lilia
1 mes hace

Hermoso

Ana Laura Inostroza
Ana Laura Inostroza
1 mes hace

Precioso recorrido, está narrado maravillosamente. Gracias ❣️

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