Una vez le oí en clase al profesor Rafael Paniagua, del colegio San Pablo CEU de Montepríncipe, una historia sobre un niño y un diccionario. Rafael Paniagua era psicólogo y jefe de estudios del colegio. Luego me enseñaría Filosofía en el bachillerato, asignatura que disfrutaría mucho. No recuerdo muy bien esta historia que nos contó, pero sé que me impresionó. Se trataba de un niño que había empezado a aprender con un diccionario, y que de una palabra iba a otra, y de ésta a otra, y así fue aprendiendo y aprendiendo… En primero de BUP nos pidieron que tuviéramos en el pupitre, siempre, un diccionario. Yo creo que tuve algo más que eso, porque pude disponer de El pequeño Espasa, que era un diccionario enciclopédico maravilloso.
Insisto en que era un diccionario enciclopédico. He buscado lo que significa enciclopedia. Significa “educación en círculo”. Las enciclopedias aspiran a contener el conocimiento universal. Las enciclopedias me fascinan. Todavía consulto la Larousse que compró mi padre hace ya tantos años, seguro que con mucha ilusión. Mi madre me ha contado que mi padre la compró de recién casados porque pensaba que en una casa tenía que haber una enciclopedia. Yo también lo pienso. Siempre hay alguien, por ejemplo un niño, quizá varios, que la cojan y la manoseen, la miren y la busquen, la disfrutan y la lean, como me decía Fernando Sánchez Dragó que hacía él con los diccionarios cuando era pequeño, “como si fueran novela”.
Mi padre, incluso, con los años, escribiría un Diccionario jurídico de la Seguridad Social, sobre su especialidad, que tuvo éxito y cuyo nacimiento me hizo muy feliz. Yo tenía once o doce años cuando se publicó. Recuerdo con qué ilusión mi padre me reservó el primer ejemplar de la edición que todavía conservo con su dedicatoria.
La enciclopedia de mi casa, la Larousse verde y negra, tiene diez tomos y nosotros llegamos a comprar cuatro suplementos. He mirado ahora en Internet y parece ser que la tenemos completa. Por mí tendría más enciclopedias, y en papel, pero no tengo espacio, no puede ser. Quizá en el futuro, en otra casa. Dicen que el saber no ocupa lugar, pero algún lugar sí que ocupa, y yo prefiero con mucho tener ese saber en papel, al menos hoy por hoy. Me incita mucho más a mirarlo y buscarlo, perseguirlo, mucho más que si está en Internet. Recuerdo que una vez le oí decir al periodista y filólogo David Felipe Arranz que él necesitaba tener las películas en físico, digamos, en DVD decía, porque si no las tenía delante no sabía que las tenía y no las visionaba. Algo parecido me puede ocurrir con las enciclopedias, aunque reconozco que el diccionario, por ejemplo el de la Real Academia, se consulta mejor y más rápido, y más veces, on line. Yo tengo la edición del tercer centenario, en papel, preciosa, pero debo reconocer que ahora lo consulto más por Internet.
Sin embargo me fío mucho más de mi enciclopedia Larousse que de otras on line. Prefiero consultar ésta y actualizar si acaso su conocimiento con libros y artículos más modernos.
Muchas veces me pregunto entre la diferencia entre el conocimiento y la sabiduría. Imagino que la diferencia estará en nosotros, en nuestra actitud, en nuestra curiosidad, también en nuestra personalidad y criterio, en nuestra formación. En nuestra historia. En nuestro trabajo y punto de vista. Por qué no, también en nuestra inteligencia, pero intuyo que sobre todo en nuestra actitud. Muchas veces pienso que el saber es sobre todo “querer saber”, pues ese “querer saber” nos lleva a saber, por ejemplo a preguntar. A preguntar a los demás y al mundo. Yo creo que el sabio más que el que sabe es el que quiere saber, y esto le hace estar abierto, muy abierto, ante el conocimiento, que le gusta y apasiona, lo que hace que lo persiga. Ahora pienso que se parece a una especie de cortejo amoroso, quizá por eso “filosofía” significa “amor por la sabiduría”, y “filología”, “amor por la palabra”.
Vuelvo brevemente a las enciclopedias. Hace unos años un tío mío, muy querido, Juan Luis Martínez-Lage, odontólogo y cirujano maxilofacial, me quiso regalar el Espasa completo, que son muchísimos tomos, pero yo no lo pude aceptar, con gran dolor de mi corazón, porque no me cabía en casa.
A veces fantaseo con la idea de que pude aceptar el regalo de mi tío y que tengo el Espasa cerca de mí, y que puedo jugar con él, mirar en un tomo y en otro, curiosear a mi placer. Creo recordar que en la biblioteca de mi Facultad, en Filología de la Complutense, en el Edificio A, tienen un Espasa, y me parece que lo vi también en casa de Arturo Pérez-Reverte. Lo he buscado ahora en Internet y efectivamente, ocupa un mueble muy grande. Mi tío la compró, según me dijo, para preparar conferencias.
No puedo olvidar, ahora que escribo sobre “mis queridos diccionarios”, los de otro tío mío, también muy querido, hermano del anterior, Santiago Martínez-Lage, diplomático y abogado, Breve diccionario diplomático y Diccionario diplomático iberoamericano, éste último junto con Amador Martínez Morcillo. Se ve que en mi familia tenemos inclinación a este género. Yo creo que es simplemente inclinación a la cultura, al saber, al conocimiento, aunque dicho así queda un poco pedante, lo reconozco. En realidad uno se ve tan pequeño ante todo eso, que ese sentimiento le quita cualquier pedantería o presunción a la idea.
Me encantan las Enciclopedias, me hacen humildemente feliz. Para mí son como un parque de atracciones, para mis ojos, para mi mente, para mi palabra, que utilizará luego lo aprendido, de forma oral o escrita. Yo sé que mi pluma se alimenta de lo que veo y leo, de lo que vivo, y que de acuerdo a todo esto será más o menos inteligente, más o menos culta, más o menos ágil. Más o menos viva.
El otro día el columnista de El Independiente Luis Miguel Fuentes, me decía que la gente quizá no es consciente de que lleva en el móvil todo el conocimiento humano. Pero antes lo tenía en las bibliotecas y en las librerías, incluso en las enciclopedias —o en mi querido Pequeño Espasa—, y no estoy seguro de que las consultaran mucho. Imagino que algunos sí y otros no. Yo creo que con los libros pasa que a veces nos creemos que por comprarlos o pagarlos ya es como si los hubiéramos leído. Pero lo importante de un libro es leerlo y asimilarlo, y disfrutarlo, por supuesto.
Es verdad que yo consulto muchas cosas con el móvil, o con el ordenador, y lo hago rápidamente, pero cuando necesito prepararme un tema para un artículo —por ejemplo éste—, acudo a los diccionarios y a las enciclopedias de papel. Como en otras cosas, muy probablemente, añoro lo antiguo, me gusta lo antiguo, los métodos antiguos. Los creo muy eficaces, maravillosos. Probablemente cuando hacemos algo disfrutando lo hacemos mejor, y creo que eso pasa también cuando consultamos nuestros diccionarios y enciclopedias en papel, y nos perdemos en sus voces e ilustraciones y vamos de un lado a otro sin saber dónde detener nuestra vista y nuestra mente. Hay tanto interesante, tanto que llama nuestra atención…
Ahora pienso que el conocimiento, entre otras cosas, somos nosotros y que nosotros los ampliamos con nuestra actuación y pensamiento. Y que nosotros lo fijamos con nuestras palabras, con nuestros signos. El conocimiento está vivo, sí, lo hacemos nosotros, y va cambiando con la vida y con la Historia, con nosotros mismos.
No estoy nada seguro de que seamos más cultos o más inteligentes con tanta tecnología, aunque es muy cierto que nunca hemos tenido más medios para serlo.
Es un placer volver de vez en cuando a las páginas de mi Pequeño Espasa. También de otros diccionarios, por supuesto, pero de éste guardo mayor cariño, no lo puedo evitar, quizá de ese momento de mi vida surge sobre todo el que ahora soy. Y qué placer siento al dejar campear libremente la curiosidad por sus páginas, sumergirme en ellas, nadar en ellas. Es un placer y un enriquecimiento constante.
Recuerdo un cuento, tengo un vago recuerdo de este relato en la carrera, y me parece que era un cuento de Isabel Allende, en el que alguien decía que leía el diccionario y que pastaba palabras en él. Me parece muy bonito, y muy exacto. Yo creo que no sólo pasto palabras, sino también ideas, imágenes, conocimiento, vida: pasado, presente y futuro.
No sé si la persona que inventó el diccionario o la enciclopedia era un genio, pero para mí desde luego fue alguien muy grande, muy importante, muy bueno. Alguien que en cualquier caso me ha hecho muy feliz a lo largo del tiempo, durante prácticamente toda mi vida. Los diccionarios y enciclopedias me hacen feliz, y ha sido una satisfacción del alma y de la memoria escribir este texto.
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