Con 9 años, el Maestro con el que los dioses me regalaron en mi aldea de Peñarrubia me invitó a participar en un concurso de redacción a nivel provincial, ayudándome a vencer mi complejo de palurdo de pueblo achantado ante los de poblaciones más grandes. Fui premiado con un lote de libros. Entre ellos había una antología de fábulas de Esopo. Fue mi primer contacto con Grecia, alentado por las historias que mi mentor me narraba para ilustrarme sobre la figura histórica a quien le debía el nombre y a quien me animaba a parecerme en sus cualidades morales, reto que muchas veces se convertiría en una losa.
Seis años después, mi Didáskalos Pepe Franco y mi Magister Raimundo me abducirían irremediablemente hacia lo grecolatino, usando a Homero, César, la historia y la mitología clásicas como armas de evangelización. Jamás olvidaré esas tediosas jornadas académicas en las que después de recorrer las Galias, magnis itineribus, a marchas forzadas, a lomos de ablativos absolutos, subordinadas de cum histórico o completivas y sus diferentes tipos, nuestro Magister nos almibaraba los últimos diez minutos narrándonos los devaneos de Júpiter o los dones de Minerva y por qué protegía a los grandes héroes. Raimundo era un aedo, y a través de su figura, que nos recordaba a un pícaro sátiro de luengas barbas y gafas de gruesas lentes, y su verbo mielero conducía nuestras almas adolescentes mucho más allá de las sombrías aulas de aquel instituto de pueblo, al que velaba la Encantada que moraba en la cueva homónima, bajo la que se alzaba el edificio.
Ya en la Facultad de la Universidad de Murcia, doña María Teresa Beltrán me enseñó a usar a Ruiz de Elvira y Pierre Grimal como faros para moverme en el intrincado océano de la Mitología Grecorromana.
Raimundo, por cuya culpa llevo más de 40 años con el latín a cuestas, siguió marcándome el camino: en un programa de Onda Regional de Murcia se dedicaba mensualmente a hablar de los amoríos de las divinidades olímpicas (Polvo de dioses se llamaba la sección), en un tono desenfadado y picarón, que le acarreó las críticas de algunos estreñidos y algún que otro mentecato.
Hace casi dos años que la parca me arrebató a mi Magister, causándome una orfandad difícilmente encajable. Por eso, en su recuerdo, siguiendo su estela, inauguro aquí, en esta Cueva del Fauno a la que Zenda cobija, una sección a la que por sugerencias de mi carissima Mar Carrillo llamaré Mitoteca. En ella intentaré ir contando al estilo raimundiano algunos de los mitos más señeros que el mundo clásico nos ha legado, procurando salir a flote de las justas críticas de quienes me tachen de réprobo o irreverente.
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Creta es la isla más grande de Grecia y la quinta del Mediterráneo, a medio camino entre Egipto y Europa. En ella, entre el 3000 y el 1450 a.C., tuvo lugar la primera gran civilización europea: la cretense o minoica. Ésta toma su nombre de Minos, un rey legendario del que hablaremos a continuación. Sus ciudades más importantes eran Cnosos y Festos, en las que se conservan las ruinas de sus palacios, con unas estructuras muy alambicadas y laberínticas. El pueblo que los habitó parecía pacífico. Extendió su dominio, sobre todo comercial, por los territorios circundantes gracias a su poder marítimo constituyendo una talasocracia. Por su posición geográfica constituyeron un puente entre Egipto y Europa. Por los frescos que nos han dejado en sus palacios, deducimos que el toro era un animal sagrado para ellos y que muchos jóvenes de ambos sexos aparecen engalanados ante él y saltando sobre su lomo. La mujer parecía tener un papel predominante, lo que hace pensar en que se regían por un matriarcado. Vestían ropajes muy coloridos, con grandes faldas acampanadas que caían en pliegues hasta los pies, dejando sus pechos al aire, realzados por una especie de corpiño. Un gran cataclismo, tal vez la erupción del volcán que arrasó la isla de Thera (actual Santorini), causó un tsunami que puso fin al esplendor de esta sociedad.
Siglos después, con Creta ocupada por otra civilización más oscura, de origen indoeuropeo y estructura patriarcal, incapaz de desentrañar los textos cretenses, se intentó explicar mediante los mitos aquellas figuras de toros y mujeres semidesnudas, palacios de planta enrevesada… Nacieron así las leyendas de Europa y del Minotauro.
Como muchas cosas en la vida, incluso en la de las divinidades olímpicas, todo comenzó con un ataque de cuernos. Estaba Zeus, señor de los dioses, en su trono en la cima más alta del Olimpo tomándose una copa de néctar, servida entre arrumacos por el bello Ganímedes, al que había convertido en su copero mayor tras raptarlo convertido en águila e inventando, así, la homosexualidad masculina. En lontananza sus ojos aquilinos divisaron en la costa fenicia, allende Chipre, patria de Afrodita, a una hermosísima doncella de níveas y prietas carnes. Se trataba de Europa, la de ancha cara, princesa hija del rey de Tiro.
Zeus era un bálano al viento y le costaba poco quitarse el perizonium en cuanto divisaba una presa apetecible, a pesar de que su esposa Hera lo tenía enfilado y castigaba con saña sus infidelidades: se rumorea que una vez lo tuvo un tiempo colgado por los testículos de una encina para intentar aplacar su lascivia adulterina, con nulos resultados, visto su fornicio irredimible.
Cosas de ser un irredento fututor y haber inventado las 5000 sombras de Zeus, eclipsando al petimetre del Grey y sus solas y ridículas 50 penumbras. Patético aficionado.
El dios supremo se sintió arder ante las turgencias de la moza. Como, aparte de garañón, también era un cachondo y tenía poderes, se transformó en un bellísimo toro blanco y se acercó, manso cual un cabritillo, a la doncella, que recogía flores con sus esclavas a la orilla de la playa.
Para ilustrar el relato, nada mejor que acudir a uno de los más grandes e invocar el genio del inmortal El Fary con su eterno «La luna y el toro», a fin de imaginar lo que sentiría Europa al ver a tan bello astado: Europa, asombrada por la belleza y mansedumbre del cornúpeta, acarició con precaución sus costados, su belfo. El toro respondió con lametones a sus atenciones. La joven le trenzó una guirnalda con las flores más hermosas y se la puso sobre la testuz, a lo que el morlaco, guapo como un pincel, “cuyas patas parecen abanicos de colores”, se puso a mugir con ojillos angelicales. La muchacha, confiada, se subió a sus lomos. El animal empezó a trotar al principio con parsimonia, para luego echar a correr hasta el mar y arrojarse a él con la moza agarrada a sus astas.
Nadó y nadó el morlaco hasta tocar tierra en una isla a medio camino entre Egipto y un continente al norte, aún sin nombre. Esa isla era Creta, la blanca. Allí Zeus consumó su amor con Europa (los cronistas no aclaran si recuperó su forma humana o si mantuvo su figura taurina durante la coyunda). De su unión nacieron tres vástagos: Minos, Radamantis y Sarpedón. Zeus, al igual que los potentados de antaño les ponían un piso a sus queridas, le puso un continente a nombre de su manceba: llamó Europa a la tierra hasta entonces anónima y recreó la forma del toro, cuya figura había tomado en la constelación de Tauro.
El mito del rapto de Europa ha sido figurado por 3 de los grandes maestros del Arte Universal. Tiziano lo pintó para Felipe II en 1562. Para nuestra desgracia, hoy se conserva en el Museo Isabella Stewart Gardner, Boston (Estados Unidos). Entre 1628 y 1629, Rubens copia la obra de Tiziano, dándole sus particulares tonos para Felipe IV. Este sí lo podemos ver en el Museo del Prado. En homenaje a ambos, en 1655 Velázquez usa la escena pintada por los dos grandes sobre Europa como fondo en Las hilanderas, en la que se esconde la fábula de Aracne retando a Minerva para ver quién es la mejor tejedora. El tapiz que ha tejido Aracne es precisamente el rapto de Europa. El destinatario es de nuevo Felipe IV. También se halla en el Prado.
En una de las rotondas de Samil, Vigo, José Oliveira ha esculpido el rapto de Europa. Al viajero que arriba a Barajas le da la bienvenida otro rapto salido del genio de Fernando Botero.
Habíamos dejado a Europa con tres hijos en Creta y un continente a su nombre, una vez saciada la concupiscencia del morlaco. El por entonces rey de la isla, Asterión, se hace cargo de las criaturas y se casa con la princesa.
A su muerte, sus hijastros se pelearon por ver quién heredaba la corona. Minos, para demostrar que era el favorito de los dioses, imploró a Poseidón, soberano de los mares, que hiciera surgir de las olas un toro, que se comprometía a devolverle una vez conseguido el trono. El dios del tridente hizo surgir de sus aguas al astado más guapo jamás visto hasta entonces. Vamos, que el primero de El Fary parecía un adefesio ante su taurina estampa.
Minos ganó la apuesta y se convirtió en rey, pero no cumplió su palabra. En vez de devolvérselo a la divinidad de los océanos, se quedó al animal como semental para su vacada real, sin ser del todo consciente de que eso detonaría la cólera de Poseidón.
Imaginémonos a la deidad oceánica conferenciando con su hermano Zeus en su palacio del Olimpo. Al quinto gin tonic, servido con mucha maestría por Ganímedes, que lo mismo te hace unos mojitos de vicio que le da “friegas” al señor de los dioses cuando se pone tierno, Zeus interpela a su hermano:
—¿Qué, Posi? Vaya jugarreta te ha hecho el Minos. ¿Qué vas a hacer con Creta? ¿Cómo vas a vengar su afrenta? ¿La vas a arrasar con un maremoto tras golpear el mar con tu tridente? ¿Acaso vas a liberar de las fosas abisales a alguna criatura para que extermine a los cretenses?
Poseidón, que, a escondidas, le había propinado un par de pellizcos en las nalgas al camarero, miró con displicencia a su consanguíneo.
—¡Qué cosas más vulgares se te ocurren, Zeusiño! Aguántame el cubata, que te voy a explicar con pelos y señales cómo me voy a vengar del pájaro ese del Minos. Te juro por la Estigia que de mi castigo no se olvidará ni cuando descienda al Hades. Gani, bonito, prepárame otro mojito de los tuyos. Pero no te pases con el ron, que esta noche tengo jarana con unas nereidas, aprovechando que mi Anfitrite se ha ido a Corinto. Por cierto, tienes sitio en mi cuadriga…
La venganza de Poseidón fue alambicada. Se dirigió a Chipre a hablar con Afrodita para que hiciera que su hijo Eros le disparara una de sus flechas enamoradoras a Pasífae, la esposa de Minos.
Minos y Pasífae tenían una patulea de hijos. El cretense era más bien fornicario y le tiraba a todo lo que se ponía por delante, fuera hombre o mujer. Su esposa, harta de sus infidelidades, aprovechando que era hija del Sol (Helios), hermana de la hechicera Circe y bruja ella también, le dio un bebedizo a su marido, que hacía que cuando eyaculaba en vez de semen le salieran escorpiones y serpientes, que acababan matando a sus amantes.
Eros cumplió el mandato de Poseidón e hizo que Pasífae se inflamara de deseo por… el toro.
Creo que para el resto de la historia vendría de fábula como banda sonora de fondo otra inmortal balada, «El toro guapo», del grande entre los grandes: El Fary. Recreemos a la pobre Pasífae mirando arrobada a ese torito que, además de bravura, tiene pinta de donjuán, ardiendo de pasión al ver que tiene botines y no va descalzo. Ese toro bonito que ha nacido para semental y al que las vaquillas no le dejan descansar. Muerta de celos al contemplar cómo desdeña su pasión y prefiere a cualquier novilla a su cuerpo serrano. Veámosla intentando recibir a porta gayola a su amado, plantándose ante él con sus mejores galas, con ese vestido ceñido que, a través de su corpiño, deja al aire sus turgentes senos, furiosa porque su idolatrado la desprecia por una vaca cualquiera.
En su auxilio acudió Dédalo, un sabio que se había refugiado en Creta tras huir de Atenas por haber dado muerte a su sobrino. Dédalo le construyó una vaca de madera, a la que cubrió con la piel de una ternera en celo, y le dijo que se ocultara en su interior, eróticamente dispuesta. El animal, atraído por el simulacro, consumó la cópula.
En la localidad catalana de Vilanova i la Geltrú hay una escultura que representa a la perfección la estratagema de la que se valió Pasífae.
De esa monstruosa unión nació un ser monstruoso: el Minotauro, con cuerpo humano y cabeza de toro y, encima, antropófago. Minos, reconociendo en este engendro el castigo por no haber cumplido su promesa, le pidió al artífice que edificara un palacio de una planta intrincadísima, llena de pasillos y recovecos, para ocultar en su corazón al monstruo. A este palacio lo llamaron Laberinto.
Por entonces Creta era una talasocracia: basaba el poder en su flota marítima. Minos obligó a las diferentes naciones a las que tenía sometidas a enviarle por turnos cada año siete efebos y siete doncellas, para ser devorados por la bestia.
Cuando le llegó el turno a Atenas, se ofreció a formar parte de la siniestra expedición de víctimas Teseo, el hijo del rey Egeo. Quería librar a su patria de tan oneroso tributo. La nave que transportaba a los que iban a ser inmolados llevaba velas negras. Teseo pactó con su padre que, si triunfaba en su empeño de acabar con el minotauro, cambiaría las velas negras por unas blancas. Usemos como banda sonora a partir de aquí a Tierra Santa con su pieza «El laberinto del minotauro».
Al llegar a Creta Ariadna, hija de Minos, se enamoró de Teseo. Acudió a Dédalo para que le explicara cómo llegar hasta el monstruo y le dio al príncipe un ovillo a fin de que pudiera guiarse por él en su huida. Teseo mató al Minotauro a puñetazos y logró huir gracias al hilo de Ariadna.
Tras hundir los barcos cretenses para que no los persiguieran, huyeron juntos en su navío. Hicieron escala en Naxos, una de las islas Cícladas, para aprovisionarse de agua. Mientras Ariadna descansaba, Teseo, ingrato, la abandonó y se hizo a la mar.
Tanta era su prisa, azorada por su mala conciencia, que olvidó cambiar las velas negras por las blancas, tal y como había pactado con su padre. Éste atisbaba todos los días el mar en espera del regreso de su hijo. Unos dicen que lo hacía desde una torre que había en la acrópolis de Atenas, justo donde hoy se hallan los restos del templo de la Niké Áptera, a la vera de los Propileos. Otros sitúan esta atalaya en el emplazamiento actual de las ruinas del templo de Poseidón en el Cabo Sunion, a unos 60 kilómetros de Atenas, desde donde se puede disfrutar de una de las puestas de sol más espectaculares que la Hélade nos regala. Sea desde donde fuera, al ver que la nave volvía con velas fúnebres, pensó que su hijo había muerto y, desesperado, se arrojó al vacío. Desde entonces, al mar que baña esa parte de la Hélade se le llamó Egeo en su memoria.
Teseo ocupó el trono paterno. Ariadna fue encontrada en Naxos por Dionisos, el Baco romano, que se casó con ella. Dédalo, de quien Minos sospechaba como cómplice de la muerte del Minotauro, fue encerrado con su hijo Ícaro en una torre. Consiguieron huir con unas alas de su invención hechas a base de un entramado de madera y plumas unidas con cera de abejas. En su huida, Dédalo aconsejó a Ícaro que volara a media altura, no muy cerca de las salpicaduras del mar ni muy alto. Ícaro, impulsado por su osadía juvenil, desobedeció a su padre y comenzó a hacer cabriolas y a volar cada vez más alto. El calor del sol fue derritiendo la cera que mantenía unidas las alas, y se precipitó al mar. La isla que había en el lugar de su muerte fue llamada Icaria. Dédalo prosiguió su huida hasta Sicilia, a donde acudió Minos en su persecución. Las hijas del rey de la ciudad donde se había refugiado acabaron con Minos, y Dédalo, agradecido, construyó muchos edificios e ingenios para la corte.
Mar Carrillo me susurra que ambas historias fueron musicadas por Presuntos Implicados en su «Ícaro» y Iron Maiden en «El vuelo de Ícaro». Es también mi compañera en el Proyecto Itinera de Zenda quien me hace ver reminiscencias del mito del minotauro en las novelas que dieron lugar a las películas de Los juegos del hambre. De la misma manera me descubre que tanto Lope de Vega (El laberinto de Creta) como Tirso de Molina (El laberinto de Creta) y Calderón de la Barca (El laberinto del mundo) trataron a su manera el mito. En el siglo XX, los maestros argentinos Julio Cortázar (Los reyes) y Jorge Luis Borges (La casa de Asterión) nos dieron su particular versión sobre la historia.
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