Foto: Las «birmettes» de la primera etapa de Objetivo Birmania: Mónica y Ana.
La que fuera una de las ‘birmettes’ de Objetivo Birmania, Mónica, bisnieta del poeta extremeño Gabriel y Galán, acaba de publicar su tercer libro de poesía.
Para Mónica Gabriel y Galán —como su apellido sugiere— el principio fue la poesía y luego vino todo lo demás, hasta llegar otra vez a la poesía. Esta mujer —personaje, diríamos— acaba de publicar Con los ojos bien cerrados, un libro cuya «última pagina» dice: “El corazón intuye la tristeza / el vuelo / las grullas que se van”
Fue tal su poder de seducción sobre el escenario que estas dos chicas sintetizaban —interpretaban— el espíritu del grupo, y fueron ellas la imagen que transcendió y hoy se recuerda de Objetivo Birmania. Al menos, en su primera época. Mónica y Ana, la morena y la pelirroja, eran las birmettes, tal como las bautizó Tomás Cuesta en su crónica de ABC, al relacionarlas con las ikettes, las coristas que acompañaban a Ike y Tina Turner.
Objetivo Birmania ofrecía un gran espectáculo musical, quizás el más divertido y movido de la época; sus conciertos estaban llenos, pero no vendían tantos discos como la discográfica esperaba, aunque obtuvieron varios discos de oro. Lo fuerte del grupo era el directo, el pasárselo bien, a lo que contribuían Mónica y Ana con sus lazos y vestidos que se diseñaban ellas mismas (viajaban a Londres para traer cosas nuevas), sus ingenuas coreografías que hoy nos resultan encantadoras, y esa frescura que respiraban y se respiraba en el ambiente. La vida era divertida.
El grupo cambió varias veces de cantante (femenina) y también de músicos. Los únicos que permanecieron desde el principio hasta el final fueron Mónica Gabriel y Galán y el bajista Carlos de France. Tras la primera etapa de Objetivo Birmania y las birmettes, se sucedió un complicado paréntesis de tres años para regresar con el mismo nombre, pero con otra formación muy distinta: Lola Baldrich, Marisa Pino y Mónica, como protagonistas absolutas del grupo, al estilo Bananarama. Fueron tan sólo dos años y dos álbumes, como Los amigos de mis amigas son mis amigos.
Al entrar en los noventa la vida cambió para todos: Lola Baldrich, que ya se había ido, fue sustituida por Sol Abad para el cuarto álbum; pero la aventura musical ya estaba acabada. Tras la disolución, Mónica se alejó de ese Madrid que ya no se parecía al de la movida, y vivió un año en Toledo, esa ciudad anclada en el Barroco. No sabía bien hacia dónde dirigir los pasos, miró hacia dentro, y fue en Toledo donde adquirió la costumbre de escribir todos los días.
Tras ese año de transición puso un océano de por medio y se fue a Miami a hacer un poco de todo. «Lo único que he tenido claro en la vida es que no quería tener hijos», comenta hoy Mónica, quien ha ido improvisando sus pasos, como creadora que es, al ritmo que llevaban las circunstancias y la vida: estudió diseño de moda, fue profesora de música, jefa de atrezzo y vestuario en cine y TV, estilista de cantantes, diseñadora de discos, editora gráfica y trabajó en la organización de conciertos en Water Brother, ya en América.
En Miami vivió tres años, primero en pareja y luego a su aire, en una casa al lado de la playa. Hoy lo recuerda como una de las mejores época de su vida, y allí ya no dejó de escribir. A su vuelta fundó con su hermana Entrecomillas, una agencia de comunicación y de redacción de textos en la que aún continúa.
Sin embargo, al cabo de unos años, volvió a desaparecer y vivió nueve meses en Buenos Aires, aprovechando un apartamento que le dejaban en San Telmo a cambio de que lo decorara. «Cuando veía una oportunidad, ahí me lanzaba», dice Mónica, que quería conocer otros ambientes y huía, en cierto modo, del aburrimiento y la crisis del país. Era el 2009. Lo más curioso es que todos sus viajes los ha hecho siempre acompañada de dos gatos, que ha ido sustituyendo a lo largo de los años, ya que los gatos, en contra de lo que se cree, no tienen siete vidas. Ella, tal vez.
Y después de este todo lo demás, volvemos al principio que, como dijimos, es la poesía. La niña Mónica oía recitar en su casa los poemas de su abuelo, José María Gabriel y Galán, el poeta extremeño que escribía en castellano y castúo unos poemas muy largos y con argumento, como El ama o El embargo. «Eran historias que se te agarraban a las entrañas. Me emocionaban, y se me quedó grabada esa manera de contar en verso». Un día su padre le regaló un libro de Gloria Fuertes (no precisamente Coleta, la poeta), y Mónica, ya con la emoción revuelta y contagiada por las rimas «gloriosas», empezó a escribir versos, y ganó un premio a los 12 años, lo que asentó una vocación que ya nunca abandonará.
En el 2013 publicó su primer libro, Treinta poemas de amor sin una canción desesperada, toda una declaración de principios, ya que Mónica tiene una visión amable y esperanzada de la vida. El libro lo encabeza una cita de Luis Eduardo Aute, lo que ya nos mueve a entrar en sus páginas con buenas vibraciones. Después editó Malditas flechas amarillas, nada que ver con las flechas del amor de Karina, sino con una de sus aficiones: andar, sentir la tierra bajos sus pasos y mirar por donde avanzamos. El libro está dedicado a todos aquellos que «tienen la virtud de caminar despacio». En ese trayecto, a modo de piedra donde sentarse, se incluyen reflexiones espontáneas, «ideas profundas», como las titula. Para Mónica, y así lo proclama, «hay tres maneras de andar: con los ojos abiertos, sin ojos y marcha atrás».
Apostaríamos a que Mónica siempre ha preferido la primera. Sin embargo, se vio obligada a ser infiel a sí misma, porque su última obra se titula precisamente Con los ojos bien cerrados, que presentó hace unas semanas en el espacio Huerga y Fierro en un recital —toda una experta— con una vistosa puesta en escena que lamentamos habérnoslo perdido. El libro recoge textos de los dos últimos años, un tiempo en el que se asomaron más sombras que luces a su vida. A veces nos vemos obligados a hacer un paréntesis en nuestros principios para poder seguir el camino. Ya lo dijo John Lennon en aquella canción en la que pedía help!, pero nadie le hizo caso: «Vivir es fácil con los ojos cerrados».
¿Cuáles son los poetas de un personaje como Mónica Gabriel y Galán? Citemos algunos: Ángel González y Juan Gelman, cuya ironía y juegos vemos en alguno de sus versos; Sophia de Mello, Bukowski y Chantal Maillard, tan distintos y, por supuesto, Fernando Pessoa, todo un mundo. Un punto y aparte.
Nos llama la atención que Mónica, que es pura sensibilidad o así nos lo parece, da rodeos y carga con demasiados escudos en sus poemas, como quizás haga alguien que tanto se expone —o se ha expuesto— en la vida. La dama se esconde. Se oculta, para ser más exactos, porque Mónica permanece ahí, al acecho del cielo, como un junco entre los juncos, siempre dispuesta a captar la luz, cómplice de ese poema de Pessoa que dice, más o menos: “Para ser grande, sé entero. / Pon todo cuanto eres / en cada cosa que hagas / (por pequeña que sea)”.
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