Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) ha publicado a sus 35 años cuatro novelas que la han convertido en uno de los más fulgurantes meteoros de la nueva literatura en español. Si las tres primeras vieron la luz en pequeños aunque exquisitos sellos, con la última ha dado el salto a un gran grupo editorial. Y su título es como un hechizo: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024). En el año 5540 del calendario andino, dos amigas viajan al macrofestival Ruido Solar, que reúne a músicos, poetas y chamanes a la sombra de uno de los volcanes de los Andes. Huyen de la violencia de las ciudades, pero buscan también al padre que desapareció sin dejar rastro y ahora se esconde en los bosques. Sus voces y las del padre monstruo se irán alternando con un desasosegante e hipnótico lirismo. Ojeda nació en Ecuador y hoy vive en el madrileño barrio de Lavapiés desde donde cada mañana persigue con aprensión las noticias acerca de la violencia que devora su país.
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— «El oído es el órgano del miedo». Esa cita de Nietzsche al inicio de una novela donde la música es tan importante es toda una declaración de intenciones, ¿no?
—Sí, sin duda. A mí me gusta Nietzsche y esta cita del personaje de Aurora siempre me ha llenado la cabeza de imaginación sonora, de lo fantasmático que late en el sonido. Otro autor que me fascina, Pascal Quignard, tiene varios libros sobre música y especialmente El odio a la música, que trabaja el aspecto del terror sonoro, la música como algo que invita al goce, pero que también te lleva a lugares liminares de la experiencia física que abren la puerta a la vulnerabilidad y al miedo.
—El trance. Es increíble la potencia política de algo que mentes más banales tacharían de huida de la realidad, ¿no?
—Totalmente. Muchas veces se considera la fiesta, el baile, la música como experiencias de huida o fuga. Y es posible que a veces ocurra así. Pero a mí lo que me interesa es cómo la fiesta, el baile o la música tienen su lugar como revitalización poética del cuerpo, reintensificación de la realidad, apertura de sensorialidades distintas, incluso positivamente desviadas. Hay un potencial político de rebelión en la revuelta del cuerpo, en el festejo, en el goce. Porque la cotidianidad duerme los sentidos a golpe de repetición y el baile sacude esos sentidos y enciende de nuevo esa sensibilidad que refunde la mirada.
— «Los ecuatorianos duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes y se alegran con música triste». ¿Que un europeo como yo tuviera noticias del Chimborazo por lecturas de Humboldt hasta leer esta novela prueba la persistencia en el imaginario de la mirada colonial?
—Humboldt hizo un trabajo hermoso en sus expediciones geológicas por América Latina. Hay sin duda una mirada colonial, del norte sobre el sur, de lo civilizado sobre lo salvaje, pero su ambición de pensar la naturaleza va más allá, un asombro genuino que podríamos entender como una literatura de lo natural, un gusto por el paseo y el gozo ante lo que se iba encontrando.
—Cuando le preguntan una y otra vez por su literatura como migrante, ¿le molesta?
—No me molesta en absoluto. Cuando pienso en lo que ha sido en los últimos años esa ficción mutable que llamamos identidad, lo más crucial en mi vida ha sido el hecho de migrar. También para mi escritura. Y luego, dependiendo del tipo de migración que haces, la experiencia puede resultar más o menos traumática. En mi caso, alejarme de mi territorio me lo ha vuelto mucho más presente. Cuando me encontraba allí, era incapaz de pensarlo, a mi sensibilidad sobrestimulada le faltaba claridad. Sufría presbicia mental. Y ahora puedo al fin darle forma.
—Hay un curioso paralelismo en Chamanes eléctricos entre el rapto emocional del festival, el «pogo» salvaje que difumina toda filiación y la búsqueda del padre. Desenraizamiento y enraizamiento. ¿Tal es el eje en el que pivota su historia?
—Sí, pero yo lo pienso más bien en términos de origen, como el origen es una suerte de espacio que te expulsa con violencia, al que además no puedes regresar, el lugar de los presagios. El origen, desde una perspectiva ontológica, es un lugar mítico. Y también la paternidad es un continente mítico.
— «Te quiero mucho, mijita, le mentí». Duele mucho cuando toma la palabra ese padre cazador y abandonador al que no le gusta la música. ¿Cuán difícil fue encarnar al monstruo?
—Me ocurrió algo extraño. Escribiendo al padre… dejé de verlo como un monstruo. Llegué no a justificarlo, pues es un personaje en las antípodas de lo que yo puedo ver o sentir, pero sí a entender que uno nunca es solo un padre, en realidad, sino un ser humano, una persona. La paternidad es un rol, y a veces estás a la altura y otras no. Es muy duro pero en ocasiones no somos capaces de cuidar de los demás. Por eso a mí el padre llegó a darme lástima. Él intenta querer a su hija, sentir afecto por ella, pero no lo consigue. Puede ser un monstruo por no querer a sus hijos, pero es un monstruo humano. Alguien dice en el libro en algún momento: «El amor no se reclama y el desamor no se cuestiona». Y así es.
— «A los hombres los mataban, pero a las mujeres las violaban y también las mataban», dice Nicole. ¿Escribir la violencia es un exorcismo, una terapia o algo sencillamente inevitable para una ecuatoriana?
—A veces escribir pasa por hacer corpóreos los fantasmas que rondan tu cabeza. Desde que dejé Ecuador la violencia es para mí un fantasma absolutamente real. Toda mi familia, mis amigas, todo lo que me importa, sigue allí, al otro lado del charco. Cada vez que me llegan de allí nuevas oleadas de violencia, como acaba de ocurrir recientemente, me invade el miedo de que les ocurra algo. Lo que pasa con la violencia es que normalizas muchísimas cosas. Yo tengo normalizado, por ejemplo, que lo primero que hago cuando me levanto es leer el grupo de WhatsApp de la familia para confirmar que están todos bien. Y si pasan las horas y alguien no responde, me devora la ansiedad. Fíjese que con mis amigas tengo otro grupo titulado «Para saber que estamos vivas».
—¿Y cómo entra todo ese horror en su escritura?
—Entra porque todo lo que trastorna tu cuerpo y tu psique lo viertes cuando estás escribiendo. De hecho, cuando empecé a pensar en esta novela, en 2018, no imaginaba que iba a acabar conteniendo tanta carga de violencia. Pero es que desde entonces he seguido desde la distancia cómo Ecuador se ha convertido en un auténtico infierno.
—Noa cuenta en el libro cómo ella y su madre llevan pistolas en Guayaquil para defenderse.
—Bueno, a ver, es que cuando yo empecé a ir a la universidad, en Ecuador, mi padre me llevó a un campo de tiro a aprender a disparar para defenderme de los secuestros exprés que entonces, y ahora, eran muy habituales. A las mujeres nos secuestraban, nos mataban y, por supuesto, nos violaban. Mi padre me puso una nueve milímetros en la guantera del coche y me dijo: «Si tienes que defenderte, te defiendes». Aquello fue traumático, pero es que mi padre estaba aterrado por no poder protegerme.
—Los últimos acontecimientos en un Ecuador tomado por las bandas pueden leerse a la par de la distopía securitaria del El Salvador de Bukele. ¿Cómo escapamos de ese eje maligno?
—Tengo una respuesta para eso que es un completo cliché. Pero es la mía. Yo escapo buscando espacios de resistencia y revitalización como la escritura. Cada cual debe buscar sus propios espacios para escapar de esos falsos dilemas. Porque, ¿en qué momento el pavor a los monstruosos narcos nos convirtió también a nosotros en monstruos? Yo me he salvado por el momento, creo, y ha sido gracias al arte
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