Imagen de portada: ilustración de ‘Monstruos y prodigios’, de Ambroise Paré
Me dice que tengo una deformidad. La córnea suele medir un milímetro de grosor en la periferia y medio milímetro en la zona central; en esa superficie caben depresiones, cordilleras y altiplanos, y yo, en mi córnea izquierda, tengo una meseta que se eleva unas centésimas de milímetro: el Tíbet de mis ojos. El oftalmólogo, por ese motivo, me desaconseja la operación para corregirme la miopía.
Busco consuelo en el libro Monstruos y prodigios, del cirujano Ambroise Paré, que en 1575 describió y dibujó niños con cuatro brazos, cuatro piernas y dos sexos, hombres con una segunda cabeza en el vientre, mujeres a las que les brota una serpiente viva en la espalda, siameses, demonios de las minas, bichos espantosos como el rinoceronte o las ballenas capturadas en San Juan de Luz… Me consuela, porque Paré cataloga las deformidades oculares como “ejemplos de la gloria de Dios” (el ciego al que curó Cristo no estaba ciego por sus pecados, explica, sino porque era el modo en que las obras divinas se manifestarían en él). Entre las trece causas por las que existen monstruos humanos, según Paré, también están la cólera de Dios, la cantidad excesiva o insuficiente de semen al concebir, el modo de sentarse inadecuado de la madre encinta, cruzando los muslos, o mi favorita: el engaño de los malvados mendigos itinerantes, como aquel que fingía padecer el mal de San Fiacre, y le salía del trasero un largo intestino que él mismo se había colocado.
Rían, rían si quieren, que yo también me río. Me río y recuerdo a la amiga con seis dedos, al amigo con ojo de cristal, me recuerdo con la cara devastada por el acné agudo a los 18 años. Me basta con eso. Rían y recuerden que siempre estamos a milímetros de la deformidad, a un paso de que alguien nos catalogue como monstruos.
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