En las noches de invierno junto al calor de la hoguera, los cuentos de las ancianas y las canciones de los aedos enseñaron a Astínome qué eran los monstruos. Junto a sus hermanos escuchaba atenta las historias de aquellos seres fabulosos, mitad hombre mitad animal o animales híbridos metamorfoseados por algún dios debido a su hibris, el pecado de la soberbia, pecado que los dioses aborrecían tanto en los humanos. Tras aquellas noches familiares la pequeña Astínome fabulaba con diferentes tipos de monstruos y su intrépida imaginación creaba otros. Mezclaba cabezas humanas con alas de pájaros y colas de peces, pezuñas de cabras con cuernos de ciervos y cuerpos de león y así fue creciendo con la convicción de que los monstruos eran eso: seres fantásticos que habitaban en la imaginación de las personas, en el inconsciente colectivo de su pueblo, que no se materializaban en nada real, sino en historias para ser contadas junto al calor y seguridad del hogar. El templo, su casa, donde se había criado, se quedó pequeño para su imaginación, su carácter algo rebelde y una amistad que había cultivado más allá de las montañas. Y en medio de una guerra extranjera, una guerra que se había gestado al otro lado del mar, hacia el sur, más allá de la línea donde las velas de los barcos se esconden tras el horizonte, abandonó la seguridad del templo y del hogar y se instaló en la corte del rey Eetión, junto a Ifínoe, su amiga del alma. Su padre, Crises, la dejó marchar, pues sabía que su hija se ahogaba en Crisa y necesitaba buscar su felicidad alejada del hogar y vigilancia paterna. También con la esperanza de que estuviera más segura allí en Tebas, bajo la protección del rey Eetión, cuñado del más valeroso de los Troyanos, Héctor.
Pero las esperanzas de Crises se oscurecieron cuando la niebla de diciembre arrojó en las costas una pequeña nave con la noticia de que su hija Astínome había sido raptada. Fue una tarde de julio, el campo olía a lavanda, espliego, romero, eucalipto y pino. Ifínoe y Astínome, con otras muchachas, festejaban la estación como bacantes, semidesnudas y coronadas con los tesoros de las flores estivas, ajenas a la amenaza que se cernía sobre ellas mientras bailaban al son de la pandereta, el crótalo y la flauta doble. La música y la danza no les permitieron oír los cascos de los negros caballos, la jauría de hombres empuñando escudo y lanza, los ladridos de los perros que los acompañaban, ni tampoco ver la espesura del bosque moverse, ni la polvareda que dejaban a su paso. Concentrada en el ritmo, en la música y en sus giros, Astínome sintió una presencia oscura y una mano, no vio quién o qué la agarraba, solo sintió una presión en su muñeca y cómo su brazo se estiraba hasta lastimarle el hombro. Retorcida y recostada boca abajo en la grupa del caballo, veía cómo las patas de un negro podenco arrancaban las piedras del camino, levantando el polvo que le entraba en los ojos y que no le permitió ver cómo su amiga, por la que había abandonado su hogar, su seguridad y a ella misma, moría aplastada por un centenar de patas igual de negras que las que ella había visto. Patas que pensó que serían de algún humano metamorfoseado, de algún ser monstruoso creado por los dioses, tal vez un centauro iracundo y vengativo, tal vez de una furia agraviada o de un minotauro hambriento. Nunca habría pensado que aquellas patas pertenecían a un inocente podenco, a un animal que había sido solo entrenado para transportar al ser más monstruoso de todos, al ser al que los propios dioses temen: el hombre.
Lo descubrió más tarde, cuando despertó en la panza de una nave que olía a sudor, sangre y miedo y sonaba a llanto, desesperación y gritos de mujer. Allí fue donde conoció su destino: las playas de Ilión. Había oído hablar de ellos, de los aqueos, de su forma de atacar: rápida como la tormenta, violenta como el huracán. Y ahora se sabía su prisionera.
Llegó a la playa cubierta de miedo, tierra y lágrimas. La desnudaron como a todas, la subieron sobre un alto escenario de salobre madera carcomida y la exhibieron como se exhibe una mercancía. Los hombres palpaban sus senos, tocaban su dorada cabellera, miraban el interior de su boca buscando desperfectos y, sin saberlo, revolvían sus entrañas y provocaban una corriente de ira que terminó por estallar. A aquel escupitajo que le propinó al general que estaba manoseando su virginal vulva le respondió un sonado bofetón que le volteó la cara y le dibujó un gran moretón en su rostro blanco como la nieve. Su orgullo herido volvió a responder con soberbia y altanería, dejando el miedo en los recuerdos de una infancia apenas concluida.
Fue aquella forma de responder la que captó la atención del rey. Fueron sus modales más que su cuerpo pequeño, casi infantil, pero voluptuoso, fueron sus ojos azules convertidos en fuego y el desafío de sus palabras y sus gestos. Y acabó siendo parte del botín de él, del despiadado Agamenón, que veía en aquella extraña muchacha un animalillo salvaje que domesticar, un animalillo a la que llamó por el nombre de su padre: Criseida.
La domesticación llegó pronto. Aquella misma noche en la tienda de Agamenón. El vino había recorrido la garganta del rey durante horas y se sentía con ganas de probar algo nuevo, de romper con la cotidianidad de los cuerpos conocidos y se acordó de la fierecilla sin domesticar. Pidió que la trajeran ante su presencia, vestida como la propia diosa Afrodita. Astínome llegó altanera, con la mirada desafiante, con el porte altivo, cubierta de oro, una fina túnica de lino y tocada por la corona de la propia diosa, sin saber aún que los monstruos de sus historias infantiles podían tener rostro de hombre, cuerpo de hombre, mirada de hombre, voz de hombre y alma de animal.
La altanería de su mirada pereció aplastada por otro bofetón que la dejó tirada en el suelo. El hombre que hacía un momento la había recibido como diosa se había convertido en bestia y ya inoculaba su fétido aliento en su pequeña boca. Los finos ropajes, atrezzo de una esmerada puesta en escena, se rasgaban bajo las manos ásperas y gruesas del animal. El cuerpo inocente quedaba desprotegido bajo sus garras. Los labios mordían sus pezones con vehemencia provocándole un dolor espantoso, a lo que no respondía con quejidos, sino reprimiendo el dolor. Los dedos monstruosos preparaban el camino que seguiría después, mientras Astínome se mordía el labio hasta que la sangre brotó. No fue hasta que todo pasó que se dio cuenta de que las piernas le temblaban y un río rojo que manaba de ellas se había mezclado con el vómito que le provocó la primera envestida. Allí indefensa, rota, avergonzada y dolida, se dio cuenta de que los hombres se metamorfoseaban en bestias y pidió a los dioses que la llevaran a casa.
Sus súplicas fueron escuchadas por un dios, aquel al que su padre había servido durante años y quiso que la noticia de su rapto llegara una nublosa tarde de diciembre a las costas de Crisa. Mientras, en el campamento de Agamenón, la tranquilidad del día se rompía por el miedo de la noche. Había días en los que Astínome podía dormir tranquila, otros era llamada por la bestia. La noticia de que su padre había llegado a las costas de Ilión con un gran tesoro para comprar su libertad no llegó a sus oídos hasta el día que, tras la muerte de muchos hombres debido a la peste, la asamblea se convocó. Supo entonces que volvería a la casa paterna, supo entonces que su cautiverio había terminado, supo entonces que a veces el héroe que te salva de la bestia puede ser el cariño de un padre, pero supo más tarde que la huella de aquel mal había arraigado en su vientre y que tendría que recordarlo en la cara de su fruto por siempre.
Embestida