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Montaigne. Grietas en la Ciudadela

Montaigne. Grietas en la Ciudadela

Stefan Zweig dedicó su vida a difundir un ideal de libertad y tolerancia que no encajaba con el fanatismo que se adueñaba de Europa en el periodo de entreguerras. Judío y austríaco, escribió desde el dolor, con un corazón cada vez más gastado por la persecución y la amenaza constante. Su obra se ha convertido en un testimonio inspirador y sus biografías, sobre personajes tan universales como él mismo, constituyen su más precioso legado.

Entre ellas, Montaigne adquiere especial relevancia. Zweig no la había terminado cuando se suicidó junto a su segunda esposa Charlotte Elisabeth Altmann el 23 de febrero de 1942. Su condición de obra incompleta, lejos de restarle valor, la hacen aún más inquietante. Nos permite intuir el proceso creativo de Zweig y entender el momento emocional tan difícil que estaba pasando mientras profundizaba en la vida y en la obra del célebre autor de los Ensayos.

"Entre líneas se intuye cómo Zweig se identificó con este ideal de inmediato. Ambos se formulaban las mismas preguntas y coincidían en las respuestas"

Es imposible leer esta obra y permanecer ajeno a la impronta que el pensamiento de Montaigne dejó en Zweig. El francés defendió a ultranza la libertad individual como elemento esencial y definidor de la condición humana. Toda su vida la empleó en el estudio del Hombre, en general, y en la búsqueda de su propia posición frente al mundo, en particular. Entre líneas se intuye cómo Zweig se identificó con este ideal de inmediato. Ambos se formulaban las mismas preguntas y coincidían en las respuestas, como si Montaigne comprendiera la pena y el dolor que en aquel momento, exiliado en Brasil y sin poder pasear por su añorada Europa, sentía Zweig tan intensamente.

Es tan real la cercanía que experimenta mientras redacta esta biografía que en ocasiones acude al diálogo con su hermano Montaigne, algo sólo posible para un escritor con tal poder de evocación y tal potencia narrativa que los cuatro siglos que los separan no consiguen teñirlo de artimaña literaria.

"Cuando Montaigne no le habla, Zweig, como si fuera un actor del método, lo suplanta, se pone en su piel, se mete en su cabeza"

“¿Por qué te lo tomas tan a pecho? ¿Por qué te dejas provocar y humillar por la locura y la bestialidad de esta época? Al fin y al cabo todo esto sólo llega a rozar tu piel, tu vida externa, no tu yo más íntimo. Lo externo no puede quitarte nada, ni turbarte, mientras tú no te dejes turbar”. 

Otras veces, cuando Montaigne no le habla, Zweig, como si fuera un actor del método, lo suplanta, se pone en su piel, se mete en su cabeza. Supone cuáles fueron sus pensamientos, sus influencias, la base de todas sus decisiones. Hacer suyo el empuje con que Montaigne protegió su libertad se convierte en su mayor aspiración. También él sueña con construir una “Ciudadela”, un lugar de fronteras inexpugnables en donde poder conocerse a sí mismo, indagar en lo interno, en la misma esencia del Yo, donde nada ni nadie puedan rozarle. Un lugar donde poder defender su libertad, su único y verdadero motor intelectual y emocional. Ambos gritan al mundo el mismo mensaje, y su voz resuena a lo largo de los siglos. Todavía hoy se escucha. La libertad define al Hombre y lo convierte en humano, porque “cada hombre comporta la forma entera de la condición humana”, y ésta no se entiende si no es en libertad.

"No hay lugar ya para un final abierto. No caben suposiciones, sólo certezas"

Pero la “Ciudadela” de Zweig tiene grietas. Mientras suplanta a Montaigne para escribir su vida, y también para imitarle y sortear así la profunda pena que lo aflige, no puede eludir la consecuencia filosófica natural de su hallazgo. La protección de su libertad frente a quien la ataca con tanta fiereza sólo puede conseguirse con la muerte. Cuando el fanatismo es más fuerte que nosotros, y nos alcanza, no hay más protección que desaparecer para siempre.

Zweig escucha a Montaigne susurrarle La vida depende de la voluntad ajena; la muerte de la nuestra”. Si el escritor vienés llegó a Montaigne suplicando ayuda para librarse de las cadenas que atenazaban su propia esencia, lo que encuentra es justamente eso. Comprende que sin libertad no puede seguir viviendo, que no tiene fuerzas para llevar una vida apátrida donde todo es añoranza, y que ante la barbarie que se extiende por su amada Europa, no queda otra batalla que la que tiene por objeto proteger su libertad. No hay lugar ya para un final abierto. No caben suposiciones, sólo certezas.

A la mañana siguiente del 23 de febrero de 1942, cuando encontraron su cuerpo, había una nota de despedida. Sus últimas líneas decían:

“Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra”.

Yo había leído esta carta de despedida años atrás cuando comencé a interesarme por Zweig. Volví a leerla. De repente me parecía dictada por el propio Montaigne y no pude evitar que mi imaginación volara. Pensé en Zweig, sentado delante de su escritorio, trabajando en Montaigne justo en el instante en que la decisión más difícil se convirtió en la única posible. Y lo inventé añadiendo unas últimas líneas, sólo imaginadas. El final de la historia, donde las dudas se resuelven y la lucha se termina: “Gracias, Montaigne. Por alumbrar el camino más oscuro. Por empujarme a andarlo con firmeza”.

Autor: Stefan Zweig. Título: Montaigne. Editorial: Acantilado. Venta: Amazon

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