Tras Molina y Barbazán, protagonistas del capítulo precedente, cumple ahora seguir con colegas de parecido fuste, verdaderos mitos de la bibliomanía madrileña: Montero y Bardón.
Montero
Enrique Montero González, de la minúscula librería del callejón de Preciados, pertenecía a esa abundante panoplia de libreros sumamente pintorescos, como salidos de una novela de Baroja, de cuyo conocimiento —si no amistad, real o inventada— los buscadores de libros tienen muy a gala presumir. En el caso de Montero, además, se añadía un desafío, un aliciente: era verdaderamente difícil de tratar, y no porque no se le pudiera encontrar en su establecimiento, donde solía estar, sino porque se escondía de los potenciales clientes, cual moderno Filoctetes.
Así era don Enrique, inaccesible, parapetado siempre tras su hermano Ramón o tras el cartel de Cerrado en la puerta, aunque fueran las doce de la mañana. Y cuando le pillabas desprevenido, soltaba su frase legendaria: estoy de arqueo. Y te mandaba bonitamente a hacer puñetas.
Hay quien afirma —pero no lo podemos asegurar— que hasta tenía tarjetones con teléfono falso para espantar moscones, con la excusa de ahora no le puedo atender pero llámeme y acordamos una cita. Sería por eso, por lo impenetrable, que se le conocía en el mundillo como El muro de Berlín —otros decían El telón de acero—; una leyenda engrandecida por los tesoros que se suponía guardaba en un cuarto secreto al que se llegaba bajando por una escalera situada al fondo del local. En Pisando ceniza, las memorias del editor Manuel Arroyo Stephens, cuenta su descenso a esta cueva de las maravillas, a la que compara con la de Montesinos.
A pesar de sus manías, o quizá por ellas, Montero fue un librero extraordinariamente apreciado en el gremio, y qué decir de la clientela selecta que mereció su confianza. Pocos de su época le igualaron en conocimiento del libro antiguo español; menos aún en la abundancia y calidad del material que manejaba. Murió en agosto de 1986; alcanzamos a ver su esquela publicada en el ABC. Quedaba a cargo el hermano, pero al poco, quizá menos de un año, la librería cerró Hasta donde sabemos, estos Montero no tenían relación con los titulares de la caseta 22 de la Cuesta de Moyano, donde tantos años reinó la inolvidable Conchita.
Bardón
Es una coincidencia que, en el momento de escribir estas líneas —enero de 2019—, haya un fuerte runrún en el mundillo de la bibliofilia sobre el inminente cierre, o traslado, de la librería Bardón. Que el hermoso esquinazo de la madrileña plaza de San Martín, mirando de refilón a las Descalzas Reales y un poco más allá a la portada churrigueresca de Pedro de Ribera vaya a cambiar de inquilinos —y sea okupada por un banco, o un gastrobar—. Sería un golpe difícil de encajar para la cofradía del libro. Sin embargo, la propia librería, por boca de Alicia Bardón, hija del gran Luis, su fundador, desmiente rotundamente ese extremo. Bardón, nos cuenta Alicia, seguirá manteniendo su legado y su esfuerzo, pues nadie está dispuesto a permitir que ese nombre emblemático de la bibliofilia española e internacional desaparezca.
Y es que Bardón lleva varias décadas siendo el buque insignia de la bibliofilia en Madrid, residencia de una familia de libreros que ya ha completado varias generaciones desde que Luis Bardón López (1908-1964), el patriarca, abandonó en 1946 la casa de Gabriel Molina, donde, como ya contamos en otra entrega, se inició de aprendiz.
Sobra abundar en la historia de la saga, por conocida. No digo que todos hayamos traspasado el umbral de la librería, ni mucho menos adquirido algún ejemplar de sus bien provistas estanterías. Pero sí que los que amamos el libro y vivimos en la capital, al menos alguna vez hemos pegado la nariz en sus cristales levemente tintados, buscando penetrar con la vista en el sanctasanctórum. Ahora, tras una especie de mesa mostrador situado en primera línea, suelen sentarse dos de las nietas (Bardón Iglesias) del fundador, que hoy están a cargo del negocio. Pero era su padre, don Luis Bardón Mesa —segunda generación, impulsor y alma del establecimiento— quien atendía hasta hace no demasiados años con cortesía antigua y el lustre de su mucho conocimiento. Como que, según dice la leyenda, aprendió a escribir copiando el Manual del librero español e hispanoamericano, por otro nombre el Palau…
Según se cuenta, el fondo de Bardón es quizá el único que hoy se podría lejanamente asociar con esa época dorada de la bibliofilia madrileña personificada en Barbazán, Vindel o Molina, cuando en cada cajón había un volumen del XVIII y se podrían comprar incunables casi al peso. Ya no será para tanto, ni mucho menos, pero en algunas entrevistas a nuestro librero han salido a relucir ejemplares verdaderamente principescos, como aquella primera edición de L’Encyclopédie que se disputaron un conocido periodista y el escritor bajo cuya alargada sombra nos cobijamos en Zenda. Y, cómo no, clásicos españoles: los Bardón siempre se han honrado de tener buenas reservas de obras cervantinas, y con toda seguridad más de un Quijote de Ybarra se esconde en aquellos anaqueles.
Los Bardón tienen todas las buenas costumbres de los libreros de raza y postín que, en síntesis, se pueden resumir en cuatro: comprar y vender bibliotecas prestigiosas, amigar con bibliófilos reconocidos, editar hermosos catálogos y publicar un libro de memorias.
Entre lo que se ha conocido de las bibliotecas adquiridas por los Bardón, y que nosotros sepamos, destacan la del escritor gallego Armando Cotarelo y, sobre todo, la de alguien tan especial como Mariano Pardo de Figueroa, Doctor Thebussem… Conjeturar lo que habría allí supera con mucho nuestra de por sí calenturienta imaginación. Respecto a bibliófilos, bibliópatas y eruditos, cabe suponer que pocos de los que viven, vivían o estaban de paso por Madrid han dejado de frecuentar ese santuario, pero si a don Luis se le preguntara, un nombre destacaría sobre todos: Antonio Rodríguez Moñino. En sacar catálogos —una costumbre desgraciadamente en desuso; para esto sí que Internet ha sido mortífera—, también han sentado cátedra, y algunos son míticos, como los tres que dedicaron a Cervantes con motivo del aniversario de 2005. Finalmente, como todo gran librero que se precie, Luis Bardón Mesa publicó sus recuerdos, las Memorias y anécdotas de un librero anticuario (1996). Estaba en la tradición de la casa editar, y ya su padre había dado a la prensa Los exlibris de las actuales bibliotecas privadas madrileñas y él mismo La imprenta de Antonio Sancha, escrito por el propio Moñino.
Cuando uno pasa por Bardón, encuentra sentido a esa sentencia de ¿Twain? que dice que la verdadera riqueza está en poder coger algo que te guste sin tener la necesidad de preguntarte previamente si tendrás dinero para pagarlo.
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