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Montgomery Clift, el actor cuya personalidad se confundió con la de sus personajes

Montgomery Clift, el actor cuya personalidad se confundió con la de sus personajes

Abomino del cine contaminado por el teatro tanto como de la fotografía contaminada por la pintura. Si la pantalla no hubiera partido con la nefasta influencia de las tablas, nunca habría encontrado su auténtico lenguaje —la articulación de la narración en planos— y el tomavistas habría quedado reducido a ser la cuarta pared del escenario. Triste destino para el ojo por excelencia del amado siglo XX.

Tan triste y lamentable como el de esas fotografías —“pictorialistas” las llamamos los amantes de la fotografía pura— en que, por querer imitar a la pintura romántica inglesa —el ideal pictorialistala supuesta sensibilidad artística del fotógrafo prima sobre la espontaneidad de la instantánea, verdadero sentido de la fotografía fija.

"Origen a su vez de la teoría del cine de autor, sostiene Astruc que el cineasta ha de escribir con su tomavistas como el escritor con su pluma"

Si el tomavistas no hubiera tenido otra función que la de fotografiar a los actores declamando, como de hecho hacían los primeros realizadores —por así llamar a aquellos que se limitaban a emplazar la cámara delante del decorado—, y dejar que los intérpretes evolucionasen ante el objetivo, el cine hubiera sido una burda imitación del teatro. Naturalmente, de ser el caso, el gran Alexandre Astruc nunca hubiera concebido el tomavistas como un sustituto de la pluma, que fue a definirlo en su teoría de la Cámara Estilográfica. Origen a su vez de la teoría del cine de autor, sostiene Astruc que el cineasta ha de escribir con su tomavistas como el escritor con su pluma.

Si siempre ha habido propuestas tan notables como las del francés Robert Bresson o el italiano Ermanno Olmi, quienes guiados por el anhelo de la pureza cinematográfica a todos los niveles realizaron la práctica totalidad de sus filmografías recurriendo a simples particulares, sin ninguna experiencia interpretativa anterior para incorporar a sus personajes, esto se ha debido a que la gran pantalla nunca ha podido librarse de la contaminación teatral que ha sufrido mediante el trabajo de tantos de sus actores.

"Esa contaminación del cine por la escena alcanzó el paroxismo a partir de los años 50, cuando empezaron a cobrar notoriedad los primeros intérpretes formados en el Método de Stanislavski, en el Actors Studio de Nueva York, por Lee Strasberg"

Ya desde la imagen silente, el cine supo encontrar personas a las que, por sus fisonomías, su atractivo o su fotogenia innata, convirtió en sus actores sin haber pisado con anterioridad un escenario. Pero, también ya entonces, menudeaban delante de la cámara intérpretes teatrales. Si la escena ha tenido una presencia casi constante en el cine, aun después de que la pantalla descubriese su lenguaje, ha sido por esos actores que, inevitablemente, procedían de la Royal Shakespeare Company, la Comédie-Française, los conservatorios de medio mundo o los escenarios de Broadway.

Con todo, esa contaminación del cine por la escena, mediante el trabajo de los actores, alcanzó el paroxismo a partir de los años 50, cuando empezaron a cobrar notoriedad los primeros intérpretes formados en el Método de Stanislavski, en el Actors Studio de Nueva York, por Lee Strasberg. Hablamos de las entonces futuras estrellas Geraldine Page, Marlon Brando, Paul Newman, Eva Marie Saint, Anne Bancroft, Marilyn Monroe, James Dean, Jane Fonda, Dustin Hoffman, Eli Wallach, Steve McQueen y, ya en épocas más recientes, Al Pacino, Robert De Niro, Jill Clayburgh o Jack Nicholson. Con ellos, la antigua intuición o espontaneidad en la creación de los personajes se tornó toda una introspección psicológica, traducida de cara al público mediante un recital interpretativo, en algunos casos pródigo en gesticulaciones.

Montgomery Clift, en su momento, junto con Marlon Brando, fue el más genuino representante de los actores del Método. También el del más fulgurante ascenso al estrellato. Protagonista de Howard Hawks en Río Rojo (1948), de William Wyler en La heredera (1949), de Alfred Hitchcock en Yo confieso (1953) e incluso de Vittorio de Sica en Estación Termini (1953), todo parece haberse quedado en nada de un tiempo a esta parte.

"La actividad actoral, eso de adoptar diferentes personalidades, reproduce, a grandes rasgos, el cuadro clínico de ciertos trastornos de la personalidad. En el caso de los actores del Método, más todavía"

Ya en los años 80, las noticias biográficas hablaban de él como de un actor maldito, en cuyo fuero interno su propia personalidad empezó a confundirse inquietantemente con la de sus personajes. A partir de su creación de Robert E. Lee Prewitt, el soldado atormentado que se debate en problemas más profundos y ajenos a la milicia en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), Monty —como le llamaba Elizabeth Taylor— se convirtió en el más torturado de los actores atormentados. Y lo fueron todos los del Actors Studio. Y lo fueron tanto que cualquiera diría que esa introspección psicológica, piedra angular de su trabajo, no era más que una forma de autoflagelarse.

La actividad actoral, eso de adoptar diferentes personalidades, reproduce, a grandes rasgos, el cuadro clínico de ciertos trastornos de la personalidad. En el caso de los actores del Método, más todavía. Quien juega con fuego tiene más posibilidades de quemarse que aquel que evita las cerillas.

Podría creerse que la fatalidad persiguió a Monty tanto como a James Dean. Al igual que el protagonista de Al Este del Edén —papel que rechazó, por cierto—, Clift sufrió un accidente automovilístico que estuvo a punto de costarle la vida. Pero, antes de que las crónicas empezasen a olvidarle, hubo comentaristas que apuntaron que más que un accidente fue un intento de suicidio. Hubiera muerto ahogado con sus propios dientes de no haber sido porque Elizabeth Taylor tuvo la diligencia y la templanza necesarias para extraérselos de la garganta, donde al actor se le habían clavado, tras estrellarse al volante contra un poste telegráfico.

"El espectador atento puede apreciar cómo, en los títulos que sucedieron al accidente, el rostro de Montgomery Clift está trabajado en un quirófano. Nunca recuperó la movilidad en el lado izquierdo"

Eso fue el doce de mayo del 56. La actriz inglesa era su gran amiga desde que rodaron juntos Un lugar en el sol (George Stevens, 1951). La filmación de El árbol de la vida (Edward Dmytryk, 1957) había vuelto a unirles y él acababa de salir de una fiesta en casa de ella cuando perdió el control de su coche o decidió matarse, según afirmaron algunos en su momento. Aquel siniestro suele entenderse como el punto de inflexión que marcó el comienzo de la caída de Monty. Era todo un galán, uno de esos tipos, decían los eslóganes publicitarios, “que les gusta proteger a las mujeres”. Y tuvieron que hacerle la cara nueva.

El espectador atento puede apreciar cómo, en los títulos que sucedieron al accidente, el rostro de Montgomery Clift está trabajado en un quirófano. Nunca recuperó la movilidad en el lado izquierdo. Ya de antiguo venía dándole con largueza al alcohol y a los calmantes. Tras el golpe, para aliviar los dolores que sufría, se acentuó la forma en que bebía y tragaba las pastillas. Sus allegados empezaron a referirse a la autodestrucción en la que estaba inmerso como el suicidio más largo y sonado de la aparentemente alegre colonia de Hollywood.

Que ahora tienda a olvidársele en las nóminas de aquellos primeros portentos que la docencia de Lee Strasberg sobre las enseñanzas de Konstantín Stanislavski aportó al cine americano resulta como una de esas fotografías de un viajero en el tiempo, cuyas peripecias en el pasado están haciendo borrar, paulatinamente, su imagen de una fotografía tomada con posterioridad. El estigma y el desequilibrio, que le acompañaron en sus últimos años, han abierto el camino hacia un futuro olvido que parece inevitable.

"Antes de cumplir los veinticinco, ya era uno de los intérpretes más destacados de dramaturgos como Robert Sherwood, Lillian Hellman, Tennessee Williams o Thornton Wilder"

Por sus orígenes y sus primeras experiencias, la vida de Montgomery Clift parece la de un personaje de William Faulkner. Aunque nació en Omaha, Nebraska, en 1920, su familia procedía del profundo sur. Hijo de un acaudalado banquero y de una dama en cuya genealogía se confundían generales confederados durante la guerra de secesión con grandes financieros, el futuro actor fue educado por preceptores privados, hablaba con fluidez francés y alemán y siendo un niño de ocho años ya viajaba por Europa junto a su familia. Todo se vino abajo cuando el crac del 29 también llevó la ruina a su casa. Acaso fuera ese el primer cambio radical de su destino, siempre oscilante entre la fatalidad y la dicha.

De la precocidad de su talento fue a dar prueba su clamoroso debut en los escenarios de Broadway cuando solo tenía quince años. Antes de cumplir los veinticinco, ya era uno de los intérpretes más destacados de dramaturgos como Robert Sherwood, Lillian Hellman, Tennessee Williams o Thornton Wilder. Parecía haber nacido para el teatro, incluso participó en una adaptación de La encantadora familia Bliss, una de las comedias más celebradas del inglés Noël Coward, que, emitida en la navidad de 1938, está considerada la primera adaptación teatral que retransmitió la televisión estadounidense.

Pero el reconocimiento internacional habría de obtenerlo en el cine. A pesar de que su filmografía se desarrolló entre sus turbulencias personales en poco menos de veinte años, puede decirse que todas las películas que la integran son notables. La primera, Río Rojo, el mejor de los ríos de Hawks, todo un western clásico, no sólo le enfrentó a John Wayne, Thomas Dunson, su padre adoptivo en aquellas secuencias. También le puso frente a uno de los máximos exponentes de esa interpretación genuinamente cinematográfica que fue Wayne.

Ese cura atrapado en un secreto de confesión que recreó para Hitchcock en Yo confieso fue el primero de sus personajes torturados, el primero de aquellos con los que su personalidad empezó a confundirse. El propio Montgomery Clift guardaba secretos inconfesables en aquellos años.

Remake de Una tragedia americana, la obra maestra firmada por el gran Josef von Sternberg en 1931, Un lugar en el Sol contaba la historia de un arribista que, para proseguir su camino a la cima, asesinará a su primera novia. La creación de George Eastman, su personaje en aquella ocasión, es uno de los mejores ejemplos del trabajo del Actors Studio.

"No mentía Marilyn cuando le recordó como la única persona que había conocido que se encontraba peor que ella misma de ánimo"

En fin, todo era esa dicha, común a los galanes de la pantalla en sus días de apogeo, cuando el golpe contra el poste aceleró su autodestrucción. Habiendo sido un tipo distinguido y enigmático, perdió los buenos modos con sus amigos, cuando no desvariaba. Coincidió con Marilyn Monroe en el rodaje de Vidas rebeldes (John Huston, 1961) y, al igual que ella, no actuaba para incorporar a Perce Howland, un cowboy de rodeo lánguido y psicológicamente destruido. Le bastaba con ser él mismo. No mentía Marilyn cuando le recordó como la única persona que había conocido que se encontraba peor que ella misma de ánimo. Vidas rebeldes es un mito por la desolación y la angustia existencial que arrastraban ambos.

Aunque ya estaba en las últimas, Montgomery Clift aún tuvo tiempo de recrear a un último personaje torturado: Rudoplh Petersen, el capón castrado por los experimentos de los nazis de ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961). Antes de que la Parca le diera su abrazo en 1966, cuando sólo tenía cuarenta y cinco años, tuvo tiempo de interpretar al creador del psicoanálisis en Freud, pasión secreta (John Huston, 1962). Pero dada la transcendencia que la introspección psicológica tuvo en la vida privada y profesional del más maldito de los actores del Método, no sabría decir si eso de dar vida al psicoanalista austriaco fue bueno o malo para él. Sí creo no errar mucho al apuntar que, al morir, con su secreto más íntimo sin revelar, parecía uno de esos personajes de Tennessee Williams. El Brick de La gata sobre el tejado de zinc caliente (1955), pongamos por caso.

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