Montse Cano es una representación viviente de que la vida puede dar mucho de sí, de que, aprovechando bien el tiempo, la lista de tareas que se pueden desarrollar alcanza su enésima potencia. Viajera empedernida, ha recorrido prácticamente todos los países —nunca en avión, al que tiene pánico—. Se ha enamorado de casi todos los lugares que ha visitado y desearía vivir lo suficiente para conocer el mundo entero. Periodista y escritora —su obra ha obtenido premios como el Gabriel Miró, Teodosio de Goñi, Tomás Fermín de Arteta, Flora Tristán, Villa de Benasque, Juan Antonio Torres, Laguna de Duero o Dionisia García, entre otros—. Pero sobre todo es poeta: su libro Arqueología ya va por la tercera edición gracias a un lenguaje aparentemente sencillo que nos introduce en una cueva platónica; y Los viajes inútiles (segunda edición) nos descifra el mundo gracias a su mirar misericordioso y elegante.
Hemos querido conocer de cerca a esta polifacética mujer que representa la filosofía, la historia y el arte, pero que sabe ser rabiosamente una mujer de su tiempo.
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—Nacer en Cataluña, veranear en Teruel, vivir en Madrid, ser feliz en Portugal, respirar en La Gomera… Te has definido alguna vez como ciudadana del mundo. ¿Qué opinas de las fronteras, las banderas y los símbolos patrióticos? ¿Cuál es el papel de la literatura en el desarrollo de estas ideas, si es que crees que lo tiene?
—Todas esas cosas que has mencionado son artificiales, elementos creados por los seres humanos, y me parece que no precisamente con las mejores intenciones. Desde la más remota antigüedad, hemos inventado artificios para justificar que nuestro grupo es diferente y mejor que los demás y que por ello nos corresponde no solo defender lo que consideramos nuestro, sino también apoderarnos de lo que por nuestra superioridad merecemos. Ese instinto depredador —que quizá hubiera ido desapareciendo de forma natural a medida que fuimos capaces de tener pensamientos más elaborados que los necesarios para la supervivencia y que, además, nos permitieron relacionarnos con otros ajenos a nuestra comunidad— necesita justificaciones filosóficas para seguir activo. Así, el más grande y terrible invento de quienes han detentado el poder ha sido el patriotismo, eficacísimo para crear opiniones que lleven a las personas a excusar acciones colectivas que individualmente nos repugnarían —las guerras, por ejemplo—, e incluso a participar gustosamente en ellas. Si a la justificación teórica le añadimos parafernalia, estética y, en muchas ocasiones, instrucciones de alguna divinidad, obtenemos el artilugio perfecto para seguir desarrollando nuestras peores cualidades. Siempre en beneficio de la minoría que las alienta, por supuesto.
La literatura, en tanto que actividad humana, no ha sido nunca, ni es ahora, ajena a todo este proceso. Basta con recordar que una de las obras fundacionales de nuestro acervo occidental es la Ilíada, un ejemplo perfecto de que la estética y la propaganda pueden combinarse maravillosamente. Pero, del mismo modo que a lo largo de la historia se han escrito miles de libros destinados a ensalzar los valores patrióticos e incluso tribales, existen otros tantos en los que se han denunciado y atacado los principios y actitudes mezquinos, xenófobos y belicistas o situaciones injustas de opresión, obras en las que se concibe al género humano como un ente único compuesto de muchos seres diversos, ninguno de los cuales puede estar condenado a la miseria o a la muerte por otros.
La literatura no es, no ha sido y no puede ser ajena al contexto cultural en que se desarrolla. Actualmente, la humanidad está tomando conciencia de que es una, de que todos estamos interconectados y de que lo que ocurre en un lugar de nuestro planeta afecta a la Tierra entera. Creo que la mayoría de las personas nos estamos dando cuenta de que el mundo se ha vuelto muy pequeño —gracias, sobre todo, a la posibilidad de comunicarnos con extrema facilidad— y de que nos pertenece a todos por igual. Espero que esta tendencia aumente y que los escritores seamos capaces de contribuir a ello, aunque sea mínimamente. Si lo pensamos bien, todos somos ciudadanos del mundo y eso es lo que, por ejemplo, he intentado plasmar en Los viajes inútiles.
—Quien no sabe de dónde viene no puede saber a dónde va. O, dicho de otro modo, el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. ¿Crees que eso es cierto? ¿Qué papel juega la Historia en tu vida y tu obra?
—Me parece que se trata de algo mucho más complejo que una simple cuestión de finalidades o repeticiones. Si observamos con atención, nos damos cuenta de que en los procesos históricos, al igual que en nuestra vida particular, es rarísimo que se repita una circunstancia determinada. Por tanto, nuestro aprendizaje debería enfocarse hacia la comparación entre las causas profundas de los acontecimientos pasados y los presentes. He dicho muchas veces —y pido perdón por repetirme— que la frase más dañina de toda la historia de la humanidad es: “No es lo mismo”. Es tan peligrosa porque, en efecto, nada de lo que ocurre en un momento es idéntico a lo que sucede en otro, pero muchos de los fundamentos y procesos que conducen a un hecho concreto sí suelen ser iguales o, al menos, parecidísimos.
He ambientado algunas de mis obras en hechos históricos precisamente para poder tratar de esta idea. Cuando he tratado algo tan lejano en el tiempo como la expulsión de los moriscos del reino de Valencia, pude encontrar motivos y comportamientos similares a los que hoy nos empujan a demonizar todo lo musulmán. El poemario Arqueología es también una reflexión sobre lo que hemos sido desde que podemos llamarnos humanos y de las ideas que nos han impulsado a actuar. No he inventado nada, claro está, hay infinidad de autores que han hecho lo mismo, y mejor, en todas las épocas. Y es que, si la literatura no sirve para hacernos reflexionar, para colocarnos frente a nuestros axiomas y obligarnos a preguntarnos si son aceptables o no, entonces solo es escritura para pasar el rato. Cosa que también tiene su utilidad y es necesaria, desde luego, pero que conviene situar en otro ámbito.
—La situación de la mujer en el mundo sigue siendo muy injusta. Incluso en los países más desarrollados, las mujeres seguís luchando para conseguir derechos, reconocimiento, igualdad… ¿En qué medida el feminismo forma parte de tu literatura?
—Soy mujer y feminista, así que es evidente que hago lo que puedo para que las mujeres consigamos estar algún día en el lugar que nos corresponde. Lo único que puedo aportar al feminismo es mi escritura, mi colaboración con asociaciones y grupos que se dedican a trabajar por los derechos de las mujeres y mi actitud vital. Esto último puede parecer insignificante pero creo que es lo más importante, precisamente porque todas las personas podemos hacerlo, con independencia de a qué nos dediquemos o cuál sea nuestra capacitación. Dice el refrán que “el movimiento se demuestra andando”, y creo que las mujeres estamos demostrando que podemos hacer cosas cada vez que las hacemos, tanto en nuestra vida pública como laboral o privada.
En mis obras, por ejemplo en Pequeñas piezas de la gran máquina, intento situar a las mujeres en el contexto cultural que corresponde a cada personaje. Me niego a crear un personaje femenino de clase baja —la clase es fundamental, las mujeres pudientes siempre tuvieron algún poder— que en el siglo XVI, por ejemplo, reivindique su independencia o lance consignas feministas, o el de una mujer que en el XVIII pretenda sobrevivir siendo algo diferente a casada, monja, prostituta o mantenida por la familia o el amante. Como mucho, puedo decir que reconocen el papel subsidiario que les ha sido concedido, porque de eso sí tenemos evidencias documentales. Actualmente hay una literatura que tiende a mostrarnos a las mujeres de otras épocas caracterizándolas con cualidades que consideramos adecuadas en este momento. Pero lo peor que podemos hacer es negar nuestro pasado. Si aceptamos que las mujeres siempre fuimos combativas e independientes, el valor de las mujeres que de verdad lucharon por cambiar nuestra condición acabará por parecer innecesario. Tenemos que reconocer que, durante siglos, en las sociedades tradicionales, las mujeres fuimos las grandes transmisoras de valores porque éramos las que nos dedicábamos a la educación en el hogar. Pero es que solo teníamos un valor que transmitir, el predominante durante tanto tiempo: el androcentrismo con todas sus consecuencias. Probablemente no nos gustara nuestro rol pero no teníamos el sustrato ideológico ni las posibilidades económicas para situarnos en otro. Jane Austen hablaba de la mujer de su tiempo porque era a quien conocía, la que existía a principios del siglo XIX. Las protagonistas de ciertas películas, series y novelas actuales son seres inexistentes e ideológicamente peligrosos porque distorsionan esa realidad que existió y que no podemos olvidar, esa contra la que luchamos las mujeres feministas de hoy. Tanto en mi prosa como en mi poesía intento mostrar a las mujeres tal como fuimos y por qué, cómo somos y cómo pretendemos ser. Me parece que la mejor forma de avanzar hacia una sociedad más justa no es negar nuestro pasado sino reconocerlo para construirnos de una manera mejor.
—¿Qué es la poesía? ¿Escribir poesía es contar sílabas, rimar sílabas e inventar metáforas? ¿Qué es lo poético?
—¿Qué es la poesía? Esa es una pregunta trampa. Si nos ponemos a buscar, encontraremos cientos, tal vez miles, de definiciones. Y, que yo sepa, en los últimos cinco mil años todavía no hemos encontrado un enunciado con el que al menos una mayoría estemos de acuerdo. La poesía, el amor, el dolor, la belleza… Sabemos lo que son, sabemos que existen, porque los experimentamos, pero como cada persona los siente de una manera distinta, intenta explicarlos también de una forma diferente.
En una acepción, la poesía en un género literario que, entre otras cosas que no caben en una entrevista, se caracteriza por la esencialidad, por una formulación estética muy visible, por el uso de recursos diferentes a los de la prosa y, sobre todo, por intentar y a veces conseguir expresar lo inexpresable. La poesía no necesita el armazón de la trama para contener un mensaje, le basta con la palabra y con los múltiples significados que es capaz de asignar a cada una de ellas. En cuanto al verso, es un recurso de la poesía, pero no el elemento que la define. Recordemos que durante siglos el teatro se escribió en verso y que cierta narrativa, como los cantares de gesta, se recitaba siguiendo pautas métricas. Las vanguardias, por otra parte, nos demostraron que la poesía podía ser muchas cosas y hacerse de muchas maneras. Hoy en día, en muchas ocasiones, es difícil distinguir la estructura de un microrrelato de la de un poema, y tal vez no importe mucho a qué género adscribir un texto, mientras que sí es fundamental saber si estamos ante algo poético.
Me gusta creer que lo poético es una categoría. Una categoría estética, y tal vez emocional, que puede alcanzarse en cualquier arte: literatura en todos sus géneros, cine, música, plástica, arquitectura… Es posible que, por su cualidad de esencialidad, la poesía alcance más veces la categoría de poética, pero tampoco eso la define porque no es algo que la distinga, ya que se da también en otras artes. Yo diría que lo poético es una meta que a todos los creadores, incluso los científicos y los matemáticos, nos gustaría alcanzar.
—¿Crees que la literatura, en cualquiera de sus géneros, puede o debe o combatir las lacras sociales?
—No soy tan radical como para decir que debe hacerlo, cada escritor tiene sus motivos para escribir y todos son dignos y aceptables. Lo que sí creo es que la literatura es un arma que puede usarse para lo que cada autor quiera. En el fondo, todos expresamos nuestras opiniones más profundas cuando escribimos, sobre todo porque es imposible no hacerlo. Incluso cuando alguien cree escribir algo completamente neutral, lo que en realidad está haciendo es mostrar su neutralidad, y si escribe una obra superficial, un puro entretenimiento banal, nos está hablando de la superficialidad y la banalidad. Porque en una obra, del tipo que sea, siempre hay un contenido, aunque sea la falta del mismo.
Cuando era joven creía que los libros podían cambiar el mundo, y de hecho algunos lo han conseguido. A estas alturas, ya sé que ninguno de los míos será capaz de algo similar, pero sí que me siento en la obligación ética de intentar que lo que escribo sirva para algo más que para distraer al posible lector. Hay muy pocas obras capaces de ofrecer soluciones a los males de nuestro mundo y, salvo excepciones, las que lo hacen no son las más interesantes. Cuando escribo, me apoyo en la función de denuncia que posee la literatura. Al escribir decimos, y decir es expresar lo que vemos como lo vemos, lo que sentimos como lo sentimos, lo que amamos como lo amamos y lo que detestamos por la razón por la que lo detestamos. Si cuando escribo callara lo que opino, me estaría censurando a mí misma y traicionando a todo lo que para mí significa la literatura.
—Se dice que en España se lee poco pero se publica mucho. ¿Qué se lee en España y cuál es el papel de las editoriales en el encumbramiento de youtubers y personajes mediáticos que poco o nada tienen que ver con la literatura?
—Me parece que es cierto que se publica mucho porque la edición digital ha disminuido en gran parte los costes y porque, precisamente por eso, han florecido las editoriales de autoedición que se nutren de autores que, en las circunstancias anteriores, jamás hubiesen podido ver su obra publicada. No estoy tan segura de que sea verdad que se lee poco. Las grandes editoriales, que son las que venden, son empresas y si no tuviesen beneficios dejarían de existir. Creo que sería más acertado analizar qué se lee, y esto guarda relación con la segunda parte de la pregunta. La mayoría del público lee lo que el mercado editorial le ofrece, y ese mercado, por razones de pura y simple rentabilidad, considera que los personajes conocidos por el gran público en otros medios son los que le garantizan más ventas. En realidad, lo que se compra es lo que está expuesto en las mesas y escaparates de las librerías importantes y los centros comerciales, lo que se anuncia publicitariamente o aquello de lo que se habla en los medios. Si en lugar de basura con forma de libro se promocionara literatura, se vendería lo mismo, estoy casi segura. Las razones por las que las editoriales apuestan por los subproductos son misteriosas pero probablemente tengan su origen en alguno de esos axiomas que ningún directivo de una empresa discute por miedo a equivocarse: a la gente le gustan las cosas simples, al público hay que darle lo que pide… Cuando en realidad el público, que somos todos, casi nunca pide, solo puede escoger entre lo que se le ofrece. Si un libro solo se encuentra en un estante donde los autores aparecen por orden alfabético, lo buscarán nada más que las personas que conocen previamente al escritor.
—¿Un buen autor se siente apoyado, reconocido y respaldado o puede perder la ilusión porque no tiene la oportunidad de publicar en buenas condiciones?
—En primer lugar, habría que definir quién es un buen autor y quién no. Todos los creadores tenemos un problema, y es que nuestra obra nos parece buena. La verdad es que eso no siempre es cierto. De hecho, y en las circunstancias actuales, cuando hay empresas dedicadas a editar cualquier cosa a cambio de un precio no muy exagerado, publicar es fácil aunque la obra no merezca la pena. El editor y la crítica especializada tendrían que decidir qué es una obra literaria interesante pero, desafortunadamente, pocas veces es así.
Si lo analizamos un poco, veremos que se dan muchos casos. Uno: cualquier cosa puede publicarse pero solo la leen los amigos y conocidos del autor, y está bien que así sea porque la obra no merece más. Dos: las grandes editoriales invierten mucho en mediocridades o basuras destinadas al mal llamado gran público y hacen tiradas pequeñas de obras de alguna calidad porque presuponen que esas tienen menos lectores. Tres: salvo honrosas excepciones, la crítica literaria está financiada por los grupos editoriales o funciona entre amigos, con lo cual es muy difícil para el lector distinguir entre crítica y publicidad. Cuatro: las pequeñas editoriales que tratan de publicar con criterios de calidad carecen de los medios necesarios para competir con la promoción que las grandes empresas hacen de sus autores y obras. Cinco: los premios literarios de prestigio, que debieran servir para dar a conocer nuevas voces, están controlados en su mayoría por grandes editoriales que premian a figuras ya muy conocidas para asegurarse las ventas. En el caso de certámenes con menor dotación, muchos de ellos organizados por ayuntamientos o entidades públicas, se cede la gestión del concurso a empresas de autoedición o pequeñas editoriales que aprovechan para premiar a sus autores.
Respecto a si una persona puede desilusionarse si no ve su obra publicada en las condiciones que desearía, en primer lugar, deberíamos ser capaces de reconocer si nuestros libros lo merecen o no. Pero como formular un juicio imparcial sobre nosotros mismos es muy difícil, por no decir que casi imposible, lo mejor, creo, es aceptar en qué liga jugamos, conformarnos con publicar lo mejor que podamos y agradecer que alguien nos lea. Si el hecho de no conseguir hacernos ricos y famosos nos impulsa a dejar de escribir es que, quizá, no somos verdaderos escritores.
—Música clásica, cine, viajes, arte… ¿En qué medida han afectado a tu vida y a tu obra literaria?
—La mayor parte de lo que somos como adultos lo debemos a nuestra experiencia. Todas estas cosas que has mencionado forman parte de mi vida y, por lo tanto, están presentes en mi escritura. Además, toda actividad creativa se nutre de las demás artes. Conocer lo que piensan otros, saber qué principios estéticos y éticos los mueven, observar cómo resuelven los problemas estilísticos que se nos plantean para luego encontrar soluciones propias… todo eso me parece imprescindible. Vengo de una familia muy humilde en la que la cultura era algo ajeno, pero digno de respeto. Los escritores, pintores o músicos se consideraban personas admirables, aunque en casa no hubiera buenos cuadros ni se escuchara música clásica. Mi padre era un gran lector y mi madre tenía una gran sensibilidad para apreciar la naturaleza, así que seguramente les debo a ellos mi afición por las artes y por los paisajes. Yo diría que todo lo que me emociona estéticamente me impulsa a escribir.
CINCO POEMAS DE MONTSERRAT CANO
Maratón
No es más que una playa abandonada donde unas cabras mordisquean la hierba —que llega casi hasta la orilla del mar— y unos viejos toman ouzo en un bar destartalado. El chofer nos invita a bajar. No hay nada en el lugar que me interese: el mismo mar turquesa que nos persigue todo el día, unas lomas blanquecinas al oeste y, más cerca, unos viñedos que la calima ondula. Pero entonces, el hombre dice: Maratón, Maratón, señalando la playa. Las olas se pintan de color vino oscuro, la llanura se ilumina, Teseo cabalga al frente de un ejército de espuma y mis pies rozan ahora el pasto sagrado de la historia. He llorado en Maratón. Ha bastado una palabra, una palabra sola, para que el tiempo rompa todos mis escudos.
***
Roma
Hay muchas cosas eternas en Roma: las primeras leyes inventadas para conculcar la ley, el poder ilimitado de las víctimas, el arte esclavo y libre al mismo tiempo, la historia transformada en arquetipo.
Demasiada eternidad, demasiada persistencia de lo grande. Una mujer anuncia a gritos el precio del pescado y su voz, que también es de siempre y para siempre, me reconcilia con lo banal.
***
Río Mundo
Como el amor y como el odio, como la euforia y la desesperación, en una explosión que rompe los diques de toda prudencia y anega la memoria y la esperanza. Pero mucho menos cruel y más hermoso.
***
UNA tarde, tras hacer la comida,
amamantar al hijo más pequeño,
bordar el vestido de la hija casadera
y poner sábanas limpias en la cama,
una mujer salió a la calle,
cruzó un parque
y se sentó, sola, en un café.
No se abrieron los cielos
ni se hundieron los cimientos de la tierra
pero ella interpretó la ciudad
con su propia mirada
y descubrió colores ignorados.
Cuando regresó a la casa de su esposo,
dibujó violetas en la puerta
para que todos recordasen
que el orden era efímero.
***
SE reúnen en un café de hace cien años
y proyectan el futuro.
La existencia, declaran, nunca será la misma
si el endecasílabo perdura o el soneto se pierde,
si la abstracción no aborda los conceptos
o el realismo se limita a la estética.
Somos la luz del mundo, se dicen a sí mismos,
mientras el camarero piensa en su hipoteca
y en la mesa de al lado
tres mujeres deciden ir al cine.
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