Foto: Jeosm
Celebramos hoy, 30 de septiembre, el Día Internacional de la Traducción con una entrevista a la guionista, novelista y traductora Dolores Payás. Ella actualizó la voz de Moonfleet convirtiéndola en una novela adecuada para que las palabras de su autor, J. M. Falkner, nos llegaran renovadas, limpias y vertiginosas. Gracias a ese magnífico trabajo de traducción, El diamante de Moonfleet, editado por Zenda Aventuras, ha resultado ganador de los 2020 International Latino Book Awards, en la categoría de “Best Fiction Book Traslation (English to Spanish)».
Pero la carrera como traductora de Dolores Payás ha tenido, y sigue teniendo, voces tronantes, gigantescas, inolvidables, en su trabajo de traducción. Ella misma nos lo cuenta en esta suculenta entrevista.
Feliz Día Internacional de la Traducción y los traductores, aquellos que, en la sombra, inmortalizan, porque acercan, las voces inmortales de la literatura.
—Hay infinidad de aproximaciones teóricas, más o menos poéticas, acerca de lo que es, o debe ser, una traducción. ¿Cómo definirías el trabajo de traducir?
—Como bien dices, hay diversas aproximaciones. Hablamos de traducciones literarias, de textos que levantan vuelos estilísticos, y ahí está el gran dilema del traductor. ¿Debe atenerse al texto, palabra por palabra, o buscar una voz de conjunto para transmitirlo de modo fluido? Dicho en plata, presentar un texto que no parezca traducido. La segunda opción a menudo demanda sacrificar el significado menudo, palabra por palabra, porque hay lenguas que difieren mucho del español, y pegarse a la literalidad da por resultado una traducción de lectura incómoda. Digo esto con la boca pequeña. Mi admirado Nabokov, por ejemplo, estaba por el respeto fanático al texto original, y en coherencia con ello algunas de sus traducciones nos han llegado con más notas explicativas que texto traducido. Claro que algo así ahuyenta a cualquier lector normal, pero a él esto le traía más bien al fresco (je). Yo, con su venia, procuro hacer funambulismo equilibrando el respeto al texto original con la necesidad de presentarlo en un español que funcione como español, es decir, de manera autosuficiente. Y tengo muy claro que estoy creando mi propia versión del texto original. No existe traducción literaria igual, cada traductor reinterpreta la partitura a su manera. En Inglaterra, donde la traducción está considerada como un trabajo autoral de primera categoría, tengo amigos colegas que cruzan las espadas en público con salas repletas de aficionados. La performance consiste en que cada uno de ellos —suelen ser dos— expone un par de páginas traducidas del mismo libro. Luego, con la intervención de la audiencia, discuten el porqué de un adjetivo y de otro, o las razones de una metáfora, de la construcción de una frase. Raras veces coinciden sus criterios. Se me ocurre que los traductores funcionamos como un eco de nuestros autores, y no hay eco igual, puesto que los espacios que habitamos son diferentes. En conclusión, no se trata de transcribir el significado de las palabras una por una (eso queda para las instrucciones de una lavadora) sino de crear una nueva voz para el autor, una voz que, aun sin ser la original, consiga transmitir las mismas sensaciones y emociones que la del lenguaje original.
—¿Qué revela un autor (a través de su texto) a un traductor que jamás revelaría a un lector?
—En primer lugar, la tramoya técnica al completo. La traducción se inicia con la demolición del texto original. Ahí descubres de inmediato los recursos literarios del autor, si trabaja de modo sencillo, por la vía directa, o si trabaja por capas complejas, con reflexión y mucha reescritura. Si es negligente y superficial, o detallista y riguroso. Esto en lo que se refiere a la técnica, pero también podemos cotillear un poco, siempre es sano. Es cierto que hay revelaciones más íntimas, pues en estos derribos previos a la reconstrucción a menudo asoma la patita del autor. Los narcisistas son los más fáciles de detectar, saltan a la vista: en la repetición de ciertos modismos, en el deseo de hacerse notar, de reivindicar el “yo” como prioridad, llegando a sacrificar historia y personajes en aras del exhibicionismo… Otros autores, en cambio, son tremendamente elegantes y hábiles, saben envolverte en sus universos personales sin que percibas su ego por ninguna parte, se escurren como anguilas, no hay modo de saber qué sienten, qué piensan. Yo les llamo los “elusivos”. Es el caso de Patrick Leigh Fermor, por ejemplo. Luego, en otros hay frases que delatan al arrogante, al clasista, o al misógino feroz. Y algunas veces resulta francamente gracioso ver ratificadas las preferencias sexuales del autor mediante algunas de sus descripciones. Hace poco traduje un texto encantador de Somerset Maugham. En algunas partes es un cachondeo desacomplejado: párrafos enteros para describir la belleza de su héroe masculino (las piernas bien torneadas, la boca carnosa and so on and on), y un par de adjetivos asexuados para definir a la heroína (noble y de buena presencia). ¿Quién dijo que traducir no es un trabajo divertidísimo?
—¿Es mejor el traductor que es buen escritor, o el que es buen lector?
—El buen escritor, sin duda alguna. Para traducir a un autor, muy en especial si se trata de un autor sólido, debes tener mucho dominio de tu propia lengua. De otro modo careces de recursos para realizar una buena labor. Ahora bien, ser buen escritor no significa ser un inspirado autor de universos propios. Basta con ser un buen escritor y, volviendo a tu pregunta, el buen escritor suele ser, casi siempre, un gran lector. La buena escritura se adquiere, además de estudiando y practicando, leyendo mucho.
—¿Cuál es la traducción de la que te has sentido más orgullosa?
—En general, casi de todas las que llevo hechas hasta el momento. Aquí debo hacer una aclaración previa. Yo me considero, y soy, una traductora deficitaria, pues no soy capaz de traducir cualquier libro, sino que necesito de alguna manera sentir afinidad —ya sea intelectual, emocional, literaria— con el autor que traduzco. En este contexto, casi todos mis trabajos han sido enormemente gratificantes. Hay un par de textos de los que no estoy contenta, porque me falló esta cercanía de la que te hablo y no hice un buen trabajo. Pero también eso me sirvió de lección: ya hace años que solo acepto traducir obras en las que pueda insuflar cierta pasión. Estoy orgullosa de mis traducciones “fermorianas”, por supuesto. Y luego, Moonfleet me satisface muchísimo, y el premio de reconocimiento ha sido la guinda que ha coronado ese estupendo regalo que supuso el trabajo.
—¿Cuál es la que más te ha costado?
—Las dificultades se presentan en muchos frentes. En el frente estrictamente técnico-literario, Patrick Leigh Fermor ha sido, sin duda, el autor más complejo que he traducido: su léxico preciosista, desmesurado, a veces me desesperaba. Pero he tenido diversos quebraderos de cabeza con otros autores. Pierre Assouline, por ejemplo, es un escritor muy sólido con una personalidad omnipresente que traspasa el papel y la distancia, y no te deja en paz. Convivir con él durante meses no fue fácil, y a menudo lo hubiera estrangulado con gusto (esto, en el marco de una traducción, es un piropo, que conste). Somerset Maugham me supuso un reto diferente. Sin ser un barroco, algo que sí son Leigh Fermor y Assouline, secuencia sus informaciones de modo extremadamente difícil de trasladar al español. Algunas veces me llevó días reorganizar un simple párrafo. El reto de Moonfleet fue tomar decisiones sobre la voz a utilizar, y en este aspecto fue también dificultoso. No obstante, una vez tomada la decisión —para bien o para mal— fue, sin duda alguna, el trabajo con el que más he disfrutado.
—¿Cuál es tu traducción favorita de un clásico?
—Es una pregunta un poco ardua de responder, porque leo textos originales siempre que me es posible. De todos modos, eso no me impide gozar de las versiones que se hacen de ellos. Pienso, por ejemplo, en el Tristram Shandy versión de Javier Marías. O en el clásico Proust de Pedro Salinas. Últimamente, he disfrutado con la traducción al español de Zorba, el griego, versión de Selma Alcira. Acababa de leerlo en una traducción inglesa y parecen libros totalmente distintos, cosa que ratifica lo que hablamos antes sobre la reinterpretación de las partituras. Ahora mismo, en la mesita de noche tengo a Herodoto traducido al inglés por Tom Holland, y es una maravilla de claridad y buen quehacer narrativo. Naturalmente, no puedo cotejar con el original, pero el resultado es asombroso.
—Tradujiste tres libros de Sir Patrick Leigh Fermor, autor que llegaste a conocer personalmente y sobre el que escribiste un delicioso librito titulado Drink time! En él contabas que a él le divertía cuando le planteabas una pequeña dificultad de traducción. ¿Cómo recuerdas hoy aquel trabajo y a aquel autor? ¿Un traductor que además sea autor podría quedar “contaminado” del estilo del escritor que está traduciendo?
—Mis recuerdos del trabajo con Patrick Leigh Fermor, si es que a eso se le puede llamar trabajo —nos pasábamos la mayor parte del tiempo bebiendo vino y cotorreando—, consisten en una sucesión de días gloriosos, dorados y radiantes, llenos de luz y azul, de alegría a chorros. El trabajo duro lo hice en el escritorio, y a solas, porque cuando trataba de tocar el tema con él, se comportaba como un chaval pícaro y se me escabullía que era un primor. Lo que quería era charla, cotilleos —literarios o no— y compañía para beber, no le apetecía trabajar. Pero es cierto que mis aprietos le hacían mucha gracia, cloqueaba de gusto cuando le contaba cuánto me exasperaban sus minuciosas descripciones sobre, por ejemplo, las diversas capas y ornamentos textiles que llevaban los pastores nómadas. Y es que ni una modista lo hubiera explicado con tan agotadores detalles. Por Paddy, el hombre, solo pude sentir, y sigo sintiendo, un inmenso cariño y gratitud. Ejerció una gran influencia en mi vida, tanto personal como profesional. El hecho de que ahora mismo esté escribiendo esto, a pocos kilómetros de la casa en la que él vivió, es buena prueba de ello. De alguna manera me siento heredera de su paraíso en la Tierra, y eso es un gran legado. Lo de la “contaminación” que planteas es una pregunta interesante. No sabría qué decirte en el caso de otros autores. A mí me pasa aquello del huevo y la gallina: disfruto traduciendo autores con tendencia al barroquismo y al léxico desacomplejado y, como escritora, tiendo también a lo mismo. De todos modos, escribí mi primera novela, Adorables criaturas, antes de empezar a traducir a Patrick Leigh Fermor (y él fue el primer autor que traduje). Este fue un texto muy preciosista en cuanto al estilo (el siglo XIX me permitió desahogarme en este aspecto), luego me he vuelto bastante más sucinta y sobria. Dentro de un orden, claro está, somos lo que somos.
—Has traducido El diamante de Moonfleet, recientemente galardonada con el Best Fiction Book Traslation en los International Latino Book Awards de California. ¿Cómo recuerdas ese trabajo? ¿Qué destacarías de él? ¿Qué has aprendido del autor?
—Un trabajo bendito, una absoluta y total delicia. Me preguntas cómo lo recuerdo. Pues mira, si pudiera resumirlo en una frase, te diría que fue como volver a ser niña y andar lamiendo un helado de chocolate durante meses y meses. Y todos sabemos la cara que se les pone a los críos cuando tienen un helado delante, esa expresión mezcla de absorción radical, solemnidad y placer infinito. Yo fui una lectora voraz de novelas de aventuras y aún hoy me encanta revisar a los clásicos del género a menudo (ser abuela es una excusa estupenda). Cuando recibí la propuesta de traducir Moonfleet di tal salto de alegría que casi me cargo el ventilador que tengo en el techo de mi estudio. Empecé el trabajo durante el largo verano griego y lo terminé a finales del largo otoño británico: una combinación perfectamente inspiradora. Tal y como explico en las notas de la traducción publicadas al final del texto, lo más difícil fue tomar decisiones sobre la conveniencia —o inconveniencia— de modernizar el tono y color del texto. Me siento satisfecha de haberme decidido por su conservación, aunque sí traté de imprimirle un ritmo un poco más ágil, sobre todo actualizando un poco la puntuación. El fraseo inglés de la época es sinuoso y difícil de trasladar al español, y corríamos el riesgo de que el lector se perdiera con tanto meandro, con lo que entonces nosotros perdíamos al lector. Creo que la búsqueda de esta nueva respiración “española” fue lo mejor de este trabajo. Hice algo que no siempre siento la necesidad de hacer, y es leer en voz alta todo el texto para sentir su pulsión, ese latido que debe frenar o acelerar en función de las necesidades narrativas.
—¿Qué autor desearías traducir? ¿Qué obra?
—En este preciso momento mis deseos están colmados. Estoy traduciendo una selección de la obra periodística de Dickens. No creo que se pueda pedir mucho más a la vida… Se trata de un proyecto personal, articulado ya hace un tiempo, que por fin va a hacerse realidad gracias a la Fundación Michalski y al profesor John Drew, ahora mismo el máximo especialista en el tema (en activo). Poca gente sabe que Dickens fue antes periodista que novelista, en concreto reportero al pie del cañón y editor de periódicos —de otros y del suyo propio— hasta el fin de sus días. La obra que ha dejado es colosal y gran parte de ella está aún sin traducir. John y yo hemos hecho una selección de artículos, basándonos en su interés para una audiencia hispanoparlante y muy en especial en su potencial vínculo con el mundo actual. Y te puedo adelantar que ha supuesto una conmoción descubrir lo “dickensiano” que sigue siendo nuestro mundo. La idea es presentar este trabajo en una web de libre acceso. Puede ser buen material para las escuelas de periodismo y, desde luego, para cualquier lector amante de Dickens.
—¿Cómo es la profesión de traductor? ¿Es cierto que hay, en los últimos años, una mayor sensibilización con este enorme, costosísimo trabajo, oculto, casi siempre? ¿Qué crees que queda por hacer para que la figura del traductor ocupe el lugar que le corresponde dentro de la industria literaria?
—Siendo estrictos, en España la profesión de traductor literario no existe, dado que en este país ningún “profesional” puede vivir de ella en exclusiva, por muy reputado que sea o por mucho trabajo que le llegue. El día tiene horas limitadas y, además, hasta cierto punto da igual, pues la traducción, al igual que cualquier otro trabajo creativo, crece orgánicamente. Da igual lo mucho que empujes, no es un quehacer automático. Encontrar la voz adecuada a un autor es una labor de meses, no necesariamente realizada en la mesa de trabajo. A partir de esta premisa, lo que queda por hacer para mejorar la vida de los traductores es mucho, de hecho casi todo. En primer lugar, lo básico: las editoriales deberían pagar de acuerdo al esfuerzo realizado. Ninguna lo hace. Tienen sus razones, cierto que también ellas arrastran problemas estructurales, pero aun así creo que el traductor literario es el eslabón más frágil en la cadena de desgracias que arrastra el sector. El precio de mercado en España es irrisorio: por un trabajo intenso de seis meses un traductor literario suele cobrar unos 3.000 euros (eso los bien pagados). Si hace el trabajo en menos tiempo, el resultado se resiente, y de ahí que las traducciones españolas tengan mala fama. Mis colegas ingleses viven de su profesión. Para nosotros, en cambio, es una “actividad” complementaria y enteramente vocacional. No hay dinero. Bien, es un hecho, pero es que también está la cuestión del reconocimiento. Y eso sí se podría resolver de forma inmediata. El nombre del traductor debería estar siempre en la portada del libro, debajo del nombre del autor. Algunas editoriales ya han empezado adoptar esta sana costumbre, y deberían hacerlo todas. Otro modo de reconocer al traductor sería incluirlo en las campañas de marketing de los libros, algo que hacen muy pocas editoriales. Y por último, una manera estupenda de reconocernos es hacer lo que estás haciendo tú ahora mismo: darnos voz, hacernos hablar de nuestro trabajo para que la gente comprenda el valor que tiene un texto traducido. Así que muchas gracias y un abrazo.
Título: El diamante de Moonfleet. Autor: John Meade Falkner. ISBN: 978-84-17416-29-4. Páginas: 372. Precio: 16,90 €. (papel) / 6,99 €. (ebook). Puedes comprarlo en: LibrosCC,Amazon, Casa del Libro, Fnac, El Corte Inglés y Todos tus libros. Libro ganador de los 2020 International Latino Book Awards, en la categoría de “Best Fiction Book Traslation (English to Spanish)».
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