Del artículo que precede al sustantivo habla Hemingway en una de sus novelas. Para el americano, los que lo aman utilizan el femenino, «la mar», en señal de afecto, con un femenino arrullador y peligroso. Hemingway sabe que ahí afuera, en ese Caribe que baña la bahía de Cojímar, naufragan y mueren muchos hombres a lo largo del año. Es en esa visión de la muerte cuando surge la obra en cuestión, El viejo y el mar. En ella el lector encontrará a un protagonista derrotado, incapaz de pescar nada. Todos sus amigos y compañeros le han abandonado, incluido el joven aprendiz que lo acompañaba. En un último arrebato, en un último aliento de vida, el viejo se lanza a la mar y se topa con un pez de proporciones nunca vistas. Si se hiciese con la pieza, ya nadie podría reprocharle los ochenta y cuatro días que habían transcurrido con las cestas de pescado vacías. Decide enfrentarse a él como el que se enfrenta a la última acción de su vida. Una vez atrapada la presa, pero sin ser capaz de sacarla del agua, el viejo es arrastrado. «Seguiré hasta la muerte», dice el viejo en voz alta, en las que son, quizá, sus últimas palabras.
Ya saben que en esta columna se pretende, semanalmente, encontrar un nexo entre la literatura y la actualidad. Quizá como consuelo, quizá como salvavidas para una realidad áspera y gris. Pero en el texto de hoy, la literatura, la historia, la filosofía o cualquier otro asidero cultural que el autor hubiese elegido para introducir la noticia sirven de poco. Semanas atrás, el pesquero Villa de Pitanxo salía de Galicia en dirección a las aguas heladas y poderosas de Terranova. Veinticuatro personas sabían que se adentraban en un terreno donde el mar no perdonaría en caso de tener oportunidad. No lo hacen por idealismos. Lo hacen por algo tan prosaico como es la pesca, despojada ésta de romanticismos absurdos. Pescar y pescar y pescar para poder alimentar a la familia, para vivir decentemente. Escuchar el silencio de la vida allí donde sólo se percibe el golpe de las olas contra el casco no tiene nada de la vieja sentimentalidad literaria: es pura supervivencia, literal o figurada, vital o económica.
Unos días más tarde, la tragedia se sobrepone a cualquier voltereta retórica que pretenda dar este relato. Olas de diez metros, vientos de ochenta kilómetros por hora. Tras fallar el motor de la embarcación del Villa de Pitanxo, no es difícil empatizar con el terror que debió de sentir la tripulación cuando a la deriva se enfrentaron a un mar embravecido. Minutos más tarde, veintiuno de los veinticuatro desaparecen entre las pérfidas aguas. Nada puede añadir este texto, más que intentar homenajear humildemente a todos esos hombres que salen cada mañana ahí afuera a «seguir hasta la muerte», como hubiera dicho Hemingway. A aquellos que siguen escuchando historias sobre eso de morir en la mar, y aun con esa leyenda tatuada en el alma tienen que embarcarse camino de aguas dispuestas a traicionarte al menor traspié. Y que no lo hacen, no dejemos de recordarlo, por alimentar fábulas y novelas, sino por llevarse un trozo de pan a la boca. Descansen en paz.
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