Algo que divierte y molesta a los libreros de Moyano —así de bipolares somos— es cuando uno del foro se acerca al sagrado polvo que rezuman las casetas y dice: “Soy de Madrid y nunca había estado aquí”, lo que refuerza la teoría de los mundos paralelos y que la peatonalización nos ha hecho invisibles salvo para las palomas que siempre se cagan en Kafka o Pessoa como si fueran conscientes de que la gloria hay que ensuciarla.
Moyano tiene un comienzo y, como todo lo que en España se refiere a libracos y no quiero sacar al petardo de Larra con aquello de que escribir es llorar, digamos que proliferó a costa de lo escrito y a pesar de la tuberculosis, y es que para no molestar o existir menos, los libreros estaban a la sombra, es decir a la derecha según se sube hacia la estatua de Pío Baroja.
Ya no tenemos Don Píos que engorden biblioteca a costa nuestra; de hecho su última salida, galeno mediante, fue una visita a Moyano y ahora le sufrimos desde arriba igual que si hubiera logrado tangarnos en el regateo último. Somos treinta casetas repletas de papel para todos los gustos. Algunos libreros guardan, otros propician el flujo, para que juegues en los tableros a encontrar el tesoro antes que te lo apiole un buitre de los que luego hace su agosto en “todocolección”.
Resistimos porque no creemos nada más que en el libro. Somos una mezcla de Rata y Señor Koreander, aquel bibliópola de La Historia Interminable que sabía de la vida en las páginas de los grandes libros.
Por favor, nunca nos pongas el último precio en una puja. Nuestro oficio tiene sus códigos. Somos orgullosos a la manera de Cervantes y, como a él primero nos toman por tontos, luego por raros y, al final quizás por locos. Todos los días soñamos con la quimera de encontrar o vender el libro maravilloso. Estamos enamorados de nuestra mercancía mientras nos destroza los riñones.
No vamos de simpáticos pero aquí seguimos, en la patria del libro aventurero, quemándonos al sol o bajo la lluvia con la mayor certeza de todas: lo que las grandes multinacionales venden a 20 euros, después nosotros no nos lo sacamos de encima ni por 20 céntimos. Si embargo siempre preguntan por Bécquer, Delibes, Bernanos, Stoker, Bierce, Conrad, Stevenson o el Loro de Altolaguirre. Por eso en Moyano, que toma el nombre de aquel buen ministro liberal que tanto hizo por procurarle el derecho a la enseñanza a los españoles, sabemos que la buena literatura permanece.
Ya nunca nos haremos ricos, quizás. Pero somos libres en nuestra barricada, que no cayó ni durante los bombardeos de Atocha, y no estamos dispuestos a formar parte de ninguna realidad paralela. Existimos, oh, sí, pastores de libros bajo las acacias enfermas, gracias a esa hambre lectora que es poca pero permanente.
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