Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.
Entre el tipo de la foto y yo hay unos 5500 días de distancia, 535 km, unos 15 kg, dos cirugías, tres paternidades, una boda, de 600 a 1000 lecturas, tres redes sociales, cuatro o cinco sueños cumplidos, cuatro o cinco sueños frustrados, un par de amigos ganados, ningún amigo perdido, dos trabajos, una licenciatura, un máster, dos copas del rey del Valencia, dos novelas, un libro de poemas, una tragedia familiar, un buen puñado de millones de pelos, una barba, unas sesenta zapatillas, cuatro corbatas, ocho sobrinos, dos tatuajes, una pandemia, dos promociones laborales, unos treinta compañeros de trabajo, pocas lágrimas, más risas, varias cajetillas de tabaco, varias botellas de cerveza, varias botellas de vino, muchos largos en la piscina. Mucha memoria.
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Al caer la noche vamos a la playa y, mientras los últimos bañistas se secan y se limpian la arena antes de ir a casa, preparamos las cañas, los carretes y los hilos, los plomos, los anzuelos, los gusanos… ya solo quedan corredores cuyo sudor brilla en el crepúsculo.
El cielo arde en poniente y tras la silueta negra de los montes florecen llamas naranjas, violetas y rojas. En el este, en cambio, el mar se vuelve pálido y avanza hacia la noche. Al cabo, el horizonte es una pared bruna. Y ya no se ve el corte entre lo líquido y lo celeste. Entre lo irreal y lo imaginario. Pero en su oscuridad vislumbro mapas, en el dibujo aéreo que deja el vuelo de una libélula y en el loco baile de los murciélagos que persiguen a los mosquitos. El aleteo alegre del corriol y el de la gaviota, inapreciable como la sombra. Son un continente de líneas invisibles.
En ese vacío moramos y vive la esperanza.
Luego tiramos lazos al aire… quizá —me digo— quede tu ausencia presa. Para contemplarla durante toda la eternidad.
En agosto somos pescadores, y miramos la tarde en llamas, y sus cenizas negras, y esperamos recoger ese hilo que lanzamos lleno de tristeza, ese hilo que se tensa cargado del olvido y que al sacarlo del mar, en su peso, deshace la vida.
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Tumbado en la arena me envuelven palabras, frases, gritos. Una madre de acento andaluz le dice a su hijo Iker que deje de estrangular a su hermano Izan. Una voz ronca suelta: «Nena, dame un cigarro». Un poco más lejos, cerca ya del agua, distingo un insulto, «hijo de puta», pero quien sea lo pronuncia de forma divertida. Intuyo que alguien ha salpicado a alguien o le ha empujado y ha caído al agua. Oigo la risa horrible de las gaviotas. Y el romper de las olas en la arena. Ese sonido suave e hipnótico. La resaca. Más palabras cada vez más inconexas, más confusas, menos definidas, como si alguien hubiera desenfocado el sonido. Pero en un momento todo cobra sentido y todo ese ruido se convierte en una sola voz. Una voz única. La de la existencia. La de lo fugaz. La de lo caduco. Una única voz que suena armoniosa, amable y al mismo tiempo mortal y dolorosa. La componemos todos. A ella le damos el tambor inapreciable que tañe nuestro corazón, nuestras uñas rascando el antebrazo, el llanto y la risa de nuestros hijos, los gemidos, los suspiros, el quedo ruido que hace la saliva al pasar por la garganta. Todos juntos construimos ese sonido que ahora oigo. En esta playa. Con los ojos cerrados. Feliz y triste a la vez.
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Las casas de verano son como repositorios donde van a parar los trastos que en nuestra vida real, la de la ciudad, quedan obsoletos.
En la nuestra hay reproductores de CD, de casetes e incluso de vinilos. Televisores sin wifi. Montones de cremas de sol y de suavizantes para el pelo. Cada verano, se ve, reponemos la cosmética sin retirar lo ya caduco. Cepillos de dientes cuyos propietarios se diluyen en los años, dentífricos (anticaries, blanqueantes, antiplaca), champús (de camomila, anticaída), geles (body milk, con urea), aftersuns, espráis antimosquitos.
Pero junto a estas vulgaridades, hay otros elementos de naturaleza familiar que perdieron su estatus en la casa de la ciudad, y se retiraron a este mausoleo. Libros, limosneros, cuadros. Los novios de papel maché de las bodas de plata de mis padres, radiodespertadores que resultan anacrónicos en Madrid, fotos de antepasados, crucifijos que han sobrevivido a un montón de mudanzas por mera superstición. Muebles, en resumen, cuyo valor emocional se perdió en el tiempo y que constituyen hoy un cambalache deslucido, pobretón y sin sentido. Cosas que en su día fueron importantes y que cada agosto nos rodean extrañas, moribundas y agonizantes, como estrellas muertas hace siglos y sobre las que pasamos sin intuir sus historias secretas, sin pensar que alguna vez significaron algo. Nosotros vamos a la playa y traemos la arena que se incrusta en la empuñadura de nácar de un bastón viejo, en los rieles mal engrasados de una cajonera de los ochenta, en la persiana del buró que fue del bisabuelo o entre las tachuelas centenarias de la mecedora. Pasamos por sus pasillos sin apreciar los viejos grabados que compró la abuela en El Rastro en los cincuenta, ni los platos de cerámica, que hoy nos parecen kitsch, y que nos observan suspendidos en las paredes cubiertas de gotelé.
Mientras, nosotros trasegamos una cerveza y hablamos de lo mal que lo están haciendo los políticos en la pandemia, ignorantes de toda la historia, sentimientos y belleza que nos envuelve. Ignorantes de que es ahí, en ese corte del tiempo, donde gritan en silencio nuestros muertos.
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