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Muere Anthony Burgess con 30 años de retraso

Muere Anthony Burgess con 30 años de retraso

Otro 22 de noviembre, el de 1993, hace hoy justo 30 años, Anthony Burgess acude, con más de tres décadas de retraso, a su cita con La Parca. En efecto, en 1959, habiendo sufrido un desmayo mientras se desempeñaba como docente de lingüística en Malasia, le fue diagnosticado un tumor cerebral para el que no se conocía terapia alguna. Le dieron entonces unos meses de vida. A lo sumo, hasta 1961 vaticinaron. Sin embargo, como recordaron algunos de los cronistas de su óbito, los más entusiastas de su obra, la demora de su fallecimiento —que no el deceso en sí— fue un momento estelar de la humanidad porque vino a demostrar que la creación artística y literaria pueden llegar a ser todo un remedio cuando se tienen las horas contadas. Seguro que Scheherezade, la narradora de Las mil y una noches que salvó su vida contándole sus cuentos al sultán Shahriar en sus vigilias, tendría algo que decir sobre esta forma de burlar a la muerte.

Y también es seguro que ha de significar algo que Aldoux Huxley muriese, igualmente, otro 22 de noviembre: el de 1963 en su caso. No puede ser mera casualidad que el primero de los tres grandes utopistas distópicos británicos que conoció el siglo XX muriese treinta años antes que el tercero y último. Como poco, cabe decir que Huxley se fue cuando tenía que haber partido Burgess.

"Esa clarividencia, esa capacidad para la anticipación proverbial en los utopistas distópicos, en el caso de Anthony Burgess tuvo su origen en un hecho verídico y abominable"

Lo que está tan claro, como que la primera vocación del fallecido tal día como hoy fue la música, es que la muerte —la huida de ella— fue el origen de su actividad literaria. Acuciado por la supuesta inminencia del último trance, y por la precariedad de la situación económica en la que se iba a quedar su amada primera esposa —Llewela Isherwood Jones— cuando él faltase, Anthony Burgess comenzó a escribir en la idea de dejar a Lynne —que llamaban a Llewela— un mejor porvenir con los ingresos de los derechos de autor devengados por sus diferentes publicaciones. Tanto fue así que llegó a escribir cinco novelas y media en un solo año. El montante total de su bibliografía se extiende a lo largo de más de 50 títulos. Son muchos —algunas de las fotografías que ilustran sus obituarios le muestran bromeando ante una voluminosa pila de libros de su autoría—, pero se antojan menos en comparación con los repertorios de cualquier estajanovista de la literatura, de cualquier otro autor a destajo.

En sus más de 50 obras, el finado cultivó diversos géneros —ensayo, poesía lírica y dramática, crítica periodística y universitaria…—, pero llegada la hora del último recuento, se recuerdan especialmente sus distopías. La segunda, 1985 (1978), como su propio título sugiere, es una suerte de coda de 1984 (1948) de George Orwell. En la primera —La naranja mecánica (1962)—, con la que hizo historia, imaginó 60 años antes un mundo que es el nuestro: el de las pandillas juveniles que apalean a los menesterosos que duermen al raso las madrugadas, violan a las mujeres en grupo y consumen bebidas energéticas para matar a la gente a patadas.

"Anthony Burgess fue un lingüista tan dotado para la poliglotía como para el stajanovismo. Hombre de largos alientos, concibió un idioma para que se comunicasen entre sí Alex y sus drugos"

Esa clarividencia, esa capacidad para la anticipación proverbial en los utopistas distópicos, en el caso de Anthony Burgess tuvo su origen en un hecho verídico y abominable: el ultraje sufrido por Lynne en 1942, cuando fue asaltada, robada y violada por unos desertores de la infantería de marina estadounidense en un callejón de Londres. Y eso que aún no había porno, esa pornografía a la que los expertos de nuestros días achacan estas barbaridades. A consecuencia de aquella agresión, el matrimonio —se habían casado ese mismo año—, perdió el hijo que ella estaba esperando.

Con las mismas que escribía un promedio de cinco novelas y media al año hablaba malayo, ruso, francés, alemán, español, italiano y japonés, además del inglés, su lengua madre, y sus pinitos en hebreo, chino, sueco y persa. Así pues, Anthony Burgess fue un lingüista tan dotado para la poliglotía como para el stajanovismo. Hombre de largos alientos, concibió un idioma —el nadsat, del que se incluye todo un glosario al final del texto— para que se comunicasen entre sí Alex y sus drugos. La jerga tiene su origen en una mezcla del cockney hablado por los londinenses de más baja estofa —en Alex y su cuadrilla rimado— y el ruso de San Petersburgo.

"Da miedo pensar en la certeza de la teoría que parece desprenderse de sus páginas: el ser humano fue, es y será siempre igual de brutal y mezquino"

Pocas cosas son tan vivas como un idioma. Nadie, en ningún lugar, habla como lo hacían sus padres, o incluso sus abuelos, hace 60 años. Así pues, que Alex y sus drugos hablen como nunca ha hablado nadie en ningún sitio, sitúa a La naranja mecánica al margen del espacio y del tiempo. De modo que, más de 60 años después de su edición príncipe, puesta a la venta en el Londres del 62 con el sello de W. Heinemann, la obra maestra de Burgess sigue teniendo vigencia.

Tanta que da miedo pensar en la certeza de la teoría que parece desprenderse de sus páginas: el ser humano fue, es y será siempre igual de brutal y mezquino: los barriobajeros como los intelectuales a los que agredieron previamente, los policías lo mismo que los jóvenes que matan a patadas a los miserables.

Así se escribe la historia, aunque dé miedo pensar que lo contado en ella pueda ser cierto. Como le asustó al propio Stanley Kubrick comprobar el efecto que su adaptación cinematográfica del 72 de La naranja mecánica estaba causando en ciertos sectores de la audiencia. Así se escribe la historia, aunque dé miedo pensarlo.

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