Muere Billie Holiday

El 17 de julio de 1959, hace hoy 65 años, fue viernes. Un viernes más, con sus 24 horas para todo el mundo, pero muy corto para Billie Holiday. Tanto que apenas se prolongó hasta las tres y diez de la madrugada, el tiempo de su último trance en el Hospital Metropolitano de Nueva York. A las tres y once, un edema pulmonar y una cirrosis hepática —consecuencias uno y otra de su toxicomanía y su alcoholismo— ponían fin a los días de Lady Day.

Tras 44 años dando tumbos por un mundo y un tiempo que no la merecieron, la dama —digámoslo evocando el título de su autobiografía—, hace hoy 65 años, dejaba de cantar su blues. Murió estando detenida —una vez más— por posesión de drogas. Sin embargo, también fue con su deceso cuando su maldición se convirtió en leyenda y lo fabuloso empezó a confundirse con la realidad. Sin ir más lejos, no acaba de estar claro si, por orden del juez, que esperaba la más mínima recuperación de Billie para volver a condenarla, el policía que la custodió en su lecho de muerte se había retirado unas horas antes para dejarla morir en paz.

"Los que la admiramos tanto como se merece todavía nos preguntamos cómo ante semejantes dramas cantó siempre tan dulcemente"

Pero qué iba a importarles a quienes le habían quitado la New York City cabaret card —el carnet preceptivo para poder cantar en los clubes de la ciudad de los rascacielos— la paz de Billie Holiday en su último trance. Quién iba a decirles a cualquiera de ellos que, ya en 2021, el servicio postal estadounidense iba a dedicar un sello a la memoria de aquella mujer que cantaba con dos gardenias blancas prendidas en el pelo, a la que la Ley hubiera querido viva el día de su muerte para volverla a condenar.

Toda su vida fue una huida constante: del reformatorio donde fue recluida con 10 años tras haber sido violada; de las casas de las mujeres blancas, a cuyos suelos estaba destinada, que no quiso fregar; de los hombres que la maltrataron sin piedad desde que era una niña, de los burdeles donde ejerció la prostitución adolescente aún, y de ella misma que, quizás por tanta adversidad, siempre tuvo una inquietante tendencia hacia la autodestrucción.

"Si la gran Billie hubiera cantado góspel, como Mahalia Jackson, yo no hubiera vitoreado su derrota y ella no hubiera acabado así. Porque el góspel, como es harto sabido, son los salmos que le gusta escuchar a Dios"

Los que la admiramos tanto como se merece todavía nos preguntamos cómo ante semejantes dramas cantó siempre tan dulcemente. “Lady Day”, la llamó por su elegancia el saxofonista Lester Young. Lo suyo hubiera sido cantar tan desgarrada y arrebatadoramente como lo haría, con el correr de los años, Janis Joplin. Pero esa tristeza, que Billie llevaba en la masa de la sangre, fue dulce incluso al entonar «Strange Fruit». Pieza señera en su repertorio —sobre los cuerpos de los afroamericanos, que sus asesinos dejaban colgando de los árboles de Dixieland, donde habían sido linchados, para escarnio y advertencia de la gente de color— en la voz de Lady Day sonaba tan dulce como «I Love You Porgy», el famoso tema de Porgy y Bess (1935), la celebrada ópera de los hermanos Gershwin. O mejor aún, como si François Villon volviese de la tumba para recitarnos la Balada de los ahorcados (1489) a la manera de un poema de amor.

En efecto, la experiencia de Lady Day fue una evasión constante de una existencia atroz que nadie pudo impedir; un estigma tan solo exorcizado por su magisterio puesta a cantar jazz. Si la gran Billie hubiera cantado góspel, como Mahalia Jackson, yo no hubiera vitoreado su derrota y ella no hubiera acabado así. Porque el góspel, como es harto sabido, son los salmos que le gusta escuchar a Dios. Muy por el contrario, el dramatismo que abrumó a Lady Day hasta su último aliento vuelve a demostrarnos lo ya apuntado en numerosas ocasiones, en estos mismos textos, con anterioridad: al Diablo le gusta el jazz, los blues del delta del Misisipi y el rock & roll.

"Billie Holiday grabó mucho y todo se vendió bastante bien. Sin embargo, hace 65 años, cuando murió, el saldo de su cuenta corriente no alcanzaba el dólar"

Puede que fuera esa tendencia suya a la autodestrucción la que llevaba a Billie al lío —que a menudo llamaba “amor”— con hombres que la maltrataban y estafaban sistemáticamente. Louis McKey, su último marido, era un sicario de la mafia. Intentó desintoxicarla a base de palizas, es de suponer que para quedarse con el dinero que Lady Day se gastaba en heroína. Ya en vida, desde que empezó a cantar en los clubes neoyorquinos, a comienzos de los años 30, Billie Holiday fue una de las vocalistas favoritas de la afición. Siempre ávida de dinero para financiar su toxicomanía, como Chet Baker y el resto de los heroinómanos del jazz, Billie Holiday grabó mucho y todo se vendió bastante bien. Sin embargo, hace 65 años, cuando murió, el saldo de su cuenta corriente no alcanzaba el dólar. En efectivo tenía algo más, pero económicamente estaba arruinada: los maridos y los amantes se lo habían quitado todo.

Sólo hubo dos buenos hombres en su vida. Uno de ellos fue Bobby Tucker, su último pianista, el único que la esperaba cuando salió de la cárcel en el 48. Le había guardado a su perro, Mister. El animal la recibió con tanto cariño que la tiró al suelo. Y luego estaba Lester, el gran Lester Young. Antes de Lester el jazz era hot. Fue con este saxofonista, clarinetista y compositor con quien nació el cool. La tristeza llegó al jazz con Lester Young. Nada más lógico, por tanto, la simbiosis que hubo entre ella y Lady Day.

Lester había palmado unos meses antes, el 15 de marzo. La priva puso fin a sus días en un mugriento hotel de Nueva York. Yo quiero creer que, en su último trance, Billie Holiday pensaba en Lester Young, en esas sesiones legendarias, grabadas por ambos, que habrían de legar a la posteridad —el tiempo de ella—, piezas como «Fine and Mellow», «When You’re Smiling» o «The Man I Love», con las que hoy cumple rendir tributo a la pareja que trajo la tristeza al jazz y vitorear a la derrota y a la mala suerte una vez más.

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