Otro nueve de noviembre, el de 1953, hace hoy sesenta y nueve años, el don de la ebriedad se cobra su última víctima en la persona del poeta galés Dylan Thomas. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. La historia continúa. La humanidad vive un momento estelar, como siempre que un cadáver da paso a una leyenda. Muere el hombre y nace el mito. Pero las cosas nunca son así de sencillas.
El magnetismo de su voz, singular entre las más arrastradas y aguardentosas, más incluso que sus demoledoras críticas sobre la escena y la pantalla, le convirtió en el poeta preferido de los actores. Leyendo sus propios guiones en la BBC, Thomas resultó ser un fenómeno de masas. Es difícil concluir —y no procede— que fue tan popular como esos poetas sociales, que en esos días despuntaban en nuestra lengua y hoy confunden impunemente los gobernantes que citan sus versos. Pero las actrices más atractivas y sofisticadas —su leyenda dirá que llegó a beber con Marilyn Monroe y habría de interpretarle Elizabeth Taylor— verán en lo de las ratas en las paredes una poderosa figura poética, a cuya representación darán vueltas y vueltas.
Se trata, en realidad, de una de las imágenes de su delirio; esa es la lucidez del alcohol, ese es el don de la ebriedad, que a lo sumo puede proporcionar un verso al poeta; una idea al prosista. Pero para el galés, como para Rimbaud —con quien registra unas cuantas concomitancias— era un vistazo al infierno, al fondo de la botella. Un horror igualmente frecuentado por el gran Malcolm Lowry y el gran Kerouac. Nada que ver con el lirismo comprometido ni con los poetas cursis y con sordina.
A Dylan Thomas, cuya impronta abarcará desde Bob Dylan hasta Richard Burton —el futuro premio Nobel cambiará el apellido de sus padres, Zimmerman, por el del poeta que un día como hoy pasó a mejor vida—, el último delirio le sorprendió en el Chelsea Hotel de Nueva York. Fue el pasado día seis. Horas antes, en la mañana del cuatro de noviembre, Harvey Breit, editor y poeta diletante, destacado miembro de la capillita de Thomas —uno de esos acólitos que jamás faltan a los grandes de la lírica—, mantuvo una última conversación telefónica con el galés. Observó que su voz, más que arrastrada y aguardentosa, parecía salida del infierno al que sus ebriedades le llevaban. Para no alarmarle demasiado, le dijo al propio Thomas que, al escucharle, creía estar hablando con Louis Armstrong. Quienes le vieron el día cinco, aún en el Chelsea Hotel, contaron que la cara se le puso azul. No fue óbice para volver al bar en busca de más lucidez en el fondo del vaso.
En la madrugada del seis le sobrevenía el colapso, siendo ingresado de urgencia en el hospital St. Vincent’s. En los tres días transcurridos desde entonces, permaneció sumido en el coma etílico en que cayó en el mítico Chelsea Hotel, cuando aún se jactaba de haber batido su propio récord bebiendo dieciocho whiskies en su última visita a la White Horse Tavern. Es aquel un cenáculo literario —menudean los autores que lo frecuentan en busca del don de la ebriedad— que aún abre sus puertas en la calle Hudson del Greenwich Village. Allí solía verse a Thomas cuando estaba en Nueva York con su pinta de cerveza y su chupito de whisky, bebidos en rítmica alternancia, aquélla en su jarra; éste, en su vaso, hasta alzar el vuelo. Y ya volado, sólo whisky. Para él, escocés, aunque estuviera en la patria del bourbon.
Como el resto de las barras donde bebió hasta matarse a ambos lados del Atlántico, la White Horse Tavern hoy es un lugar de peregrinaje de sus lectores más devotos. Allí se va exactamente igual que los de Proust van a Illiers, en Normandía —hoy Illiers-Combray en honor al primer capítulo de Por el camino de Swann (1913)—, a dar cuenta de la capacidad evocadora de sus famosas magdalenas. Llaman a eso turismo literario.
Tiempo después —seguimos con Dylan Thomas—, aún reciente su muerte, en el comienzo de su mito, los responsables de la White Horse Tavern asegurarán que fueron menos los últimos whiskies; como mucho, nueve. En cualquier caso, el bardo y rapsoda ya había alcanzado ese punto en que “una copa es demasiado y cien no son suficientes” (Eric Clapton). Ya estaba a gustito. Y así llegó a la inconsciencia de cara al “circo”, que era para él la gente. Ya perdido el sentido, en su subconsciente, bien pudiera haber recorrido ese pasillo final, donde, según aseguran quienes han vuelto de un coma, se evocan los momentos estelares de la existencia de quien se encuentra en el último trance. De ser así habría vuelto a verse cuando apenas contaba doce años y ya causaban sensación sus primeros versos. Su primer libro, 18 poemas, no apareció hasta 1934. A diferencia del resto de los poetas de su tiempo, preocupados por las cuestiones sociales, los versos de Thomas llaman la atención de la crítica por cuanto de mágico y oscuro hay en ellos. Por otro lado, en aquella sazón, el joven escritor ya es un veterano reportero.
De vuelta al mundo de los vivos, su esposa, la también escritora Caitlin Macnamara, le dedicará sus últimos insultos mientras Dylan permanece inconsciente, ya en su último trance. No perdona el hambre que ha pasado junto a él, allá en Gales, cuando su dieta consistía, única y exclusivamente, en los berberechos que cogían de las algas y las copitas que les fiaban en los bares. No perdona todos los escándalos del alcoholismo, no perdona las infidelidades.
En ese fugaz retorno a los momentos estelares de su existencia, que brinda a quien va a morir el último trance, no falta el matrimonio con Caitlin Macnamara. Coincidió con la aparición de su segundo libro —Veinticinco poemas (1936)—, cuando Thomas ya era una referencia obligada en la nueva poesía inglesa. Naturalmente, la admiración no le salvó de la precaria situación económica de la que no pudieron sacarle ni las colaboraciones en prensa —siempre tan socorridas para los escritores que no venden— que nunca le faltaron. Ya borracho empedernido, encontró la lucidez en el alcohol. El licor fue su camino hasta la tumba. Tan buen rapsoda como poeta —todos sus biógrafos señalan que para él la comunicación poética debía de ser oralidad—, en 1939 llegaron El mundo que respiro y Mapa de amor.
Declarado no apto para el servicio cuando estalla la guerra, el escritor demuestra ser un excelente guionista y comentarista radiofónico. Tanto fue así que no tardó en comenzar a escribir los comentarios de algunos documentales cinematográficos de exaltación patriótica.
Pero ninguna de las noticias necrológicas que acusarán su deceso estará a la altura de los obituarios que el finado escribió en el South Wales Evening Post en 1930. Tan admirado o más que Oscar Wilde y Charles Dickens en sus respectivas visitas a Estados Unidos, en la cuarta y última le llevó a Nueva York la preparación de un montaje de su poema dramático Bajo el bosque lácteo, hoy todo un clásico de la escena en inglés durante la segunda mitad de la centuria pasada.
Tras su último trago, sus primeros biógrafos no acabaron de ponerse de acuerdo respecto a la causa de su muerte. No faltan quienes la achacan a una neumonía en base a los problemas respiratorios que padecía de antiguo. Aunque todos coinciden en que el coma fue consecuencia de su alcoholismo. El don de la ebriedad es un misterio que con frecuencia se verifica en un cadáver. Así se escribe la historia.
Un tipo estupendo. Como siempre iba soplado, no le importaba su prestigio, que insistía en destrozar al ser uno de los pocos que reconoció el valor literario del gran maldito, el verdadero maldito, de la poesía inglesa contemporánea, el inconmensurable Roy Campbell.