Otro dos de agosto, el de 1997, hace hoy 26 años, Caronte aguarda a William S. Burroughs. Si como a Dutch Schultz, el gánster cuya agonía inspiró al finado una de sus novelas más sugerentes —Las últimas palabras de Dutch Schultz (1970)—, al escritor le es dado prolongar el último trance, que el barquero le espere un poco más para cruzarle el Aqueronte, Burroughs tendrá tiempo de ver como vuelven a incluirle en la generación beat la mayoría de los comentaristas de su deceso.
Fue Kerouac quien, aludiendo a ese “momento helado”, en que vemos por última vez el trozo de comida, ensartado en el tenedor, antes de llevárnoslo a la boca, se refirió al “almuerzo desnudo”. Y El almuerzo desnudo (1959) fue una de las novelas fundamentales de Burroughs. Publicada por Olympia Press, la casa parisina especializada en ediciones de textos prohibidos en la lengua de Lord Byron, que ya había llevado a la imprenta algunos títulos de Henry Miller o Lolita (1955), de Vladimir Nabokov, El almuerzo desnudo es una obra tan escandalosa como grave. Estilísticamente hablando, más que a la Generación Beat —los beat son, básicamente, poetas, el único narrador es Kerouac— cabe adscribirla a la ciencia ficción soft.
En El almuerzo, la experiencia de William Lee —alter ego del propio Burroughs, como también lo fuera en Yonqui (1953)— empieza con él huyendo de la policía en Estados Unidos. De ahí pasará a Méjico antes de acabar en Interzonas, un lugar parecido a ese Tánger cosmopolita que diera refugio a tantos heterodoxos de la cultura occidental a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Se trata, al cabo, de una primera crítica a la sociedad occidental, en la que la drogadicción no es un problema accidental: la idea de la adicción es inherente a una sociedad que rinde culto al hedonismo y al consumo.
A diferencia de Yonqui (1953), trasgresora por el contenido —la historia de un niño que soñaba con ser toxicómano de mayor y lo consigue—, que no por el continente, El almuerzo desnudo fue la primera de las grandes obras de Burroughs en la que el escritor también mostró ese collage, esa yuxtaposición de textos de diferentes procedencias, que constituyó su principal técnica narrativa. Forma y fondo se combinaron en ese William Burroughs, a quien Caronte espera, para articular un discurso verdaderamente subversivo. Para el autor, la alienación del ser humano radicaba en el lenguaje, al que consideraba un parásito, un virus que se había enseñoreado de nuestros cerebros. Y lo peor fue que no éramos conscientes de que estábamos infectados. Como se ve, el ya finado fue un escritor de ciencia ficción de enjundia. Nada que ver con una sucesión de alucinaciones. Sólo desde el atrevimiento de la ignorancia puede juzgarse así la obra del finado.
Pero tampoco hay que condenar a quienes recuerdan al escritor como uno más de los beat. Otro de los textos fundamentales de la generación, Las cartas del Yage (1963) reúne el intercambio epistolar que Burroughs mantuvo con Allen Ginsberg cuando aquel a quien Caronte aguarda, allá por 1953, partió a la selva amazónica en busca del colocón definitivo.
Hace 26 años, puestos a hacer el balance final de su vida, lo más acertado hubiera sido referirse a William S. Burroughs como una referencia fundamental del underground y la contracultura. Desde David Cronenberg hasta Patti Smith, desde Lou Reed hasta David Bowie, toda la heterodoxia angloamericana tenía una suerte de guía espiritual en William Burroughs. Sin embargo, el Burroughs que nos dejaba tal día como hoy ni estaba prohibido, como lo estuvo el de Yonqui y El almuerzo desnudo, ni huido como aquel Burroughs, referido por Kerouac en la póstuma Visiones de Cody (1972), entre novelas, que mató accidentalmente a su esposa Joan, mientras estando narcotizados jugaban con una pistola.
Este Burroughs, que murió a los 83 años, ya hacía mucho tiempo que había abandonado las sustancias tóxicas. Además de miembro de la Academia de las Artes y las Letras estadounidense, era comendador y caballero de esas artes y esas letras. Así se escribe la historia.
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